Si dentro de unos años se revisan los libros de historia contemporánea española, posiblemente aparecerá un capítulo dedicado a 2016. De hecho, ya podrían pronosticarse algunas de las palabras que vendrán en esas páginas: frustración, crisis, pactos… No en vano, todos esos términos se han convertido en sinónimos de la realidad política de este país, sumido desde hace seis meses en una situación sin precedentes: no hay nadie –ni por activa ni por pasiva– con los votos necesarios para gobernar, o al menos para lograr que uno de los suyos se convierta en presidente. La penúltima parte de este relato se escribirá pasado mañana domingo, día en el que la ciudadanía del Estado español volverá, por segunda vez en medio año, a las urnas.
Durante las últimas dos semanas, los candidatos han recorrido el país en medio de una campaña electoral bastante atípica, con candidatos de manga corta y actos en la playa, entre sombrillas y bebidas refrescantes. Ocurre que las elecciones generales, que al fin y al cabo son las que más entusiasmo despiertan entre los votantes, no suelen caer en verano: la última vez que la cita electoral coincidió con el período estival fue el 22 de junio de 1986. En aquella oportunidad, el Partido Socialista de Felipe González consiguió mantenerse en el poder, superando a la derecha posfranquista que representaba Manuel Fraga Iribarne. Entonces hizo calor y ganó la socialdemocracia. Treinta años después, sólo es posible asegurar que el domingo también habrá altas temperaturas en buena parte de la península, pero poco más.
En efecto, “incertidumbre” es otro de los términos empleados por los observadores políticos para definir la situación actual. Si alguien creía que la campaña electoral –que concluye en la noche de hoy viernes con los actos de cierre– iba a aclarar algo, se equivocaba. A pesar de los innumerables mitines y entrevistas que se registraron a lo largo de estas dos semanas, hoy sigue sin estar claro qué ocurrirá el domingo. Lo único que todos dan por seguro –además del calor– es que a la noche, cuando las urnas ya estén vacías, España se irá a dormir de la misma manera en que se había levantado: sin saber quién va a ser su próximo presidente.
***
Las dudas empezaron hace seis meses, también por la noche. El pasado 20 de diciembre –bajo el frío invierno–, los españoles –o mejor dicho, el 73,2 por ciento de los que estaban habilitados para votar, ya que el restante 26,8 se abstuvo y otro 0,75 votó en blanco– acudieron a los colegios electorales para elegir a los nuevos miembros del Congreso y del Senado. Se trataba de unas elecciones de por sí novedosas, ya que consagrarían la irrupción en el panorama político de dos nuevas fuerzas políticas: Ciudadanos (de derechas) y Podemos (de izquierdas). Dicho de otra forma, todo indicaba que el bipartidismo –sistema de alternancia en el poder entre el Partido Popular (PP) y el Psoe que había copado la política española desde la muerte de Franco– estaba por desaparecer. Y así fue.
En esos comicios prenavideños, PP y Psoe se mantuvieron como primera y segunda opción más votada, aunque sin posibilidades de formar gobierno. Los conservadores obtuvieron 123 escaños, mientras que los socialistas –que cayeron a su mínimo histórico– se quedaron con 90. El tercer lugar correspondió a Podemos, que consiguió 69 puestos en el Congreso. Ciudadanos, considerada por muchos analistas como la “marca blanca” (la copia “presentable”) del PP, se quedó en el cuarto puesto con 40 diputados. Izquierda Unida, referente electoral del Partido Comunista de España, terminó en quinto lugar con dos escaños –algo que se debe, principalmente, a la injusta ley electoral de este país, que valora cada voto dependiendo de la circunscripción en la que se registre.
Con esos resultados a la vista, todos los candidatos concluyeron que no tendrían más opción que buscar fórmulas de acuerdo. La lógica indicaba que el PP podría pactar más rápido con Ciudadanos, mientras que el Psoe podía encontrar puntos de afinidad con Podemos e IU. Sin embargo, los negociadores socialistas sorprendieron a todos –incluyendo a los dirigentes de Podemos e IU– con un anuncio tan inquietante como revelador: el nuevo secretario general del viejo Partido Socialista, Pedro Sánchez, había optado por cerrar un acuerdo con Ciudadanos, una formación que cae muy bien en los círculos empresariales y que defiende un programa económico bastante alejado de los valores de la izquierda.
Más allá de las sorpresas –e indignaciones– que provocó ese curioso pacto, en realidad no sirvió de nada. O mejor dicho, sólo valió para sembrar dudas sobre la figura de Sánchez en el arco progresista, ya sea dentro del Psoe como fuera. El candidato socialista sabía de sobra que la suma de sus diputados y los de Ciudadanos no alcanzaba para conseguir la investidura como presidente, pero así y todo prefirió optar por esa vía, dando un sonoro portazo a Podemos e IU, sus aliados cuasinaturales. Tampoco le sirvió para ablandar el corazón al candidato del PP, Mariano Rajoy, que ni se planteó dar un paso al costado –léase abstenerse en el Congreso– para permitir que gobernase una coalición formada por el Psoe y Ciudadanos. En otras palabras, el fracaso fue total.
***
Sin perder de vista el índice de abstención, las encuestas realizadas durante las últimas semanas coinciden en dos cosas: el PP seguirá primero –con una estimación de voto cercana al 30 por ciento–, pero el Partido Socialista ya no será el segundo más votado, tal como ocurrió en diciembre pasado. Su plaza será arrebatada por Unidos Podemos, la coalición formada por Podemos e Izquierda Unida, que superaría a los socialistas y se colocaría a unos tres puntos de Rajoy, algo que Pablo Iglesias, el líder de Podemos, y sus compañeros de candidatura han planteado como un “empate técnico”, asegurando incluso que tienen posibilidades reales de derribar al PP, algo que hace apenas unas semanas resultaba inimaginable.
Desde el Psoe –tanto en público como en privado– han tratado de poner en duda estos datos, asegurando que tendrán más votos de los que predicen las encuestadoras. También confían en atraer voluntades entre quienes tienen decidido ir a votar pero aún se mantienen indecisos, una franja que la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (Cis, dependiente del gobierno) situó en torno al 30 por ciento.
***
En cualquier caso, el Partido Popular ha dejado claro que su rival en estas elecciones ya no es Pedro Sánchez, sino Pablo Iglesias. Así lo han demostrado los conservadores durante las dos semanas de campaña –y también antes–, en las que centraron sus principales y más duros ataques contra la coalición de izquierdas. “Es una coalición de extremistas y radicales que no conviene al progreso del país”, advirtió Rajoy el martes 21 en un acto realizado en Logroño, una ciudad ubicada en el norte de España. La respuesta de Iglesias llegó ese mismo día desde Vitoria, no muy lejos del lugar donde estaba el mandatario. “Cada vez que habla Rajoy me entra la risa”, sostuvo el líder de Podemos.
Precisamente, la risa es uno de los elementos que ha entrado en juego en esta campaña. Unidos Podemos ha recurrido al lema “La sonrisa de un país”, y el PP le ha respondido en tono burlón a través de su último video electoral –pagado con dinero público–. La acción transcurre cinco meses después de las elecciones, en una España gobernada por la izquierda. Laura, una joven oficinista, se entera de que no tendrá el aumento salarial que había solicitado. “Con la nueva situación política, todo se ha parado. Los inversores no atienden las llamadas”, le dice su jefa, siempre sonriente. “Sólo con sonrisas no se puede hacer funcionar un país. Este domingo vota para que todo lo que hemos conseguido no se detenga”, remata la voz en off.
Además de intentar ridiculizarlo, el PP también ha lanzado acusaciones sobre la supuesta financiación ilegal de Podemos, algo que los tribunales españoles descartaron en cinco ocasiones distintas. Sin embargo, esta misma semana el parlamento de Venezuela, controlado por la oposición al gobierno de Nicolás Maduro, reclamó que Iglesias y otros dirigentes de este partido acudan a Caracas para explicar si han recibido dinero del gobierno bolivariano. Mientras esto ocurría en Venezuela, el padre del encarcelado dirigente opositor Leopoldo López recorría distintas ciudades españolas de la mano del PP, que ha vuelto a invitarle a visitar España para que cuente a los ciudadanos sobre los “peligros” que podría encarnar un gobierno de Unidos Podemos. “Veo que es mi obligación compartir la experiencia de aquellos que estamos sufriendo la cosecha de los populismos. Si otros países lo pueden evitar, que no caigan en esa desgracia”, afirmó Leopoldo López Gil en un acto celebrado el martes 21 en Málaga.
Las apariciones de López han estado fríamente calculadas: mientras habla de “Venezuela y los populistas”, el PP evita dar explicaciones sobre los innumerables casos de corrupción y malas prácticas que anidan en su partido. A sus ya habituales escándalos por cobros de dinero negro a cambio de favores políticos, los conservadores acaban de sumar otro asunto no menos polémico: el martes 21, el diario digital Público.es divulgó unas grabaciones en las que el ministro del Interior en funciones y candidato número uno del PP por la provincia de Barcelona, Jorge Fernández Díaz, conspira junto al jefe de la Oficina Antifraude de Catalunya para fabricar acusaciones contra dos partidos independentistas catalanes, Cdc y Erc. En una de esas conversaciones –que se produjeron en 2014–, el ministro afirma que el presidente Rajoy estaba al tanto de esos planes.
La publicación de estas grabaciones provocó un verdadero terremoto político, aunque nadie se atreve a predecir si tendrá efecto en las urnas. Lo cierto es que el PP sigue cultivando la fama de “partido en B”, con más sombras que luces, que funciona en una especie de submundo aún por descubrir. La justicia lo ha acusado de financiar las obras de su sede en Madrid con dinero ilegal, la mayoría de sus concejales en Valencia han tenido que renunciar por corrupción, varios ex cargos públicos han pasado por la cárcel… Pero –aunque perdiendo millones de votos respecto a otros años– se mantiene todavía como la opción favorita de los españoles, fundamentalmente en las zonas rurales y entre la población de mayor edad.
***
Al PP, de todas maneras, no le alcanzará para conseguir que Rajoy siga en La Moncloa. Para que ello sea así, la formación conservadora necesitará un socio –o incluso dos– que le permita gobernar. Ciudadanos, el partido de derechas que crece a costa de los votantes desilusionados del PP, podría aceptar esa oferta, pero seguramente no tendrá los escaños necesarios en el Congreso para sostener a Rajoy en la sesión de investidura. La solución, entonces, pasaría por el apoyo –o al menos la abstención– del Psoe. Esa es, precisamente, la pregunta del millón: ¿permitirán los socialistas un nuevo gobierno de la derecha?
Sánchez ha dicho en reiteradas ocasiones que no va a facilitar otros cuatro años del PP, pero también ha asegurado que no permitirá que Iglesias –que sería el otro candidato con opciones de buscar acuerdos parlamentarios para convertirse en presidente– acceda al gobierno gracias al apoyo del Psoe. “Nosotros no vamos a apoyar un gobierno del PP, e Iglesias no va a ser presidente del gobierno”, resumió Sánchez en una entrevista de radio el pasado lunes 20. “Hay una alternativa entre lo malo y lo peor, un cambio que suma oportunidades, que es del Psoe”, aseguró. Sin embargo, los números (y los votantes) amenazan con no darle la razón.
¿Qué podría ocurrir entonces? Si las encuestas dan en el blanco (PP primero y Unidos Podemos segundo, sin posibilidad de gobernar en solitario) y Sánchez cumple con su palabra (no apoya a ninguno de los dos), dentro de algunos meses –quizás a finales de año– habrá otra vez elecciones. Las terceras en doce meses. Hablando en dinero –si se sumasen las tres citas electorales–, 408 millones de euros en un año. Los cuatro grandes partidos españoles coinciden en señalar que tratarán de evitar ese escenario, pero la falta de acuerdos –y de mayorías sostenibles– podría conducir nuevamente al país hacia las urnas. Si hoy el descrédito de los políticos es importante, entonces podría ser gigantesco.
[notice]El precio del fracaso
Esta es la primera vez que se repiten unos comicios en la historia democrática española. ¿Cuánto cuesta todo esto? Agárrese a la silla: 136 millones de euros en gastos fijos –que se suman a la misma cantidad gastada en las elecciones de diciembre pasado–. Sólo en envío de publicidad electoral a cada hogar –una carta con propaganda y la lista de cada partido–, el Estado acaba de pagar 49 millones de euros. Antes de que arrancara la campaña hubo algunas reuniones entre las distintas formaciones para ver si se rebajaban gastos, pero no fue posible: los más testarudos fueron PP y Psoe, que se negaron a pagar de sus bolsillos los gastos de envío de publicidad política. Podemos, IU y Ciudadanos no planteaban abolirlo, sino que se enviara una única carta con todas las listas en su interior. Ni siquiera eso fue posible. Resultado: miles de españoles que viven en el exterior no recibieron la documentación que les permite ejercer su derecho y no podrán votar el domingo. En la izquierda piensan que el gobierno lo hizo adrede, al suponer que la mayor parte de los votos de los “exiliados” irán a la oposición.
Otro de los gastos gordos de estas elecciones va de uniforme y tiene pistola: hay 12,7 millones de euros destinados a cubrir el dispositivo de seguridad –conformado por 90 mil policías y guardias civiles–. Asimismo, el pago a los miembros de las mesas electorales –que son elegidos por sorteo entre todas las personas que estén habilitadas para votar y tengan entre 18 y 70 años– se lleva unos 11,7 millones de euros. Cada integrante de mesa –independiente de que haya sido sorteado como presidente o vocal– recibirá 62 euros por su trabajo, además de la cotización correspondiente a ese día en la Seguridad Social. En caso de que alguien haya salido sorteado y no se presente en la mesa correspondiente, la Policía pasará por su casa y le hará unas cuantas preguntas. Si sigue en sus trece, podría ser detenido, enjuiciado y hasta encarcelado.
Aunque podría parecer todo lo contrario, en España no es obligatorio votar –pero sí trabajar en las mesas electorales–. No en vano, una de las cosas que más preocupa a los políticos es la abstención. Algunas encuestas pronostican que el nivel de participación caerá este domingo hasta el 63 por ciento, 10 puntos menos que en diciembre pasado. El hastío de la población ante una nueva campaña electoral y las noticias sobre el gasto que implica esta repetición de elecciones –en un país donde se han aplicado salvajes recortes en sanidad o educación– tiene mucho que ver con esas cifras. “No hace falta ser adivino para saber quién va a perder las próximas elecciones: las trabajadoras y trabajadores”, afirmaba hace unos días el sindicato Cnt, una de las organizaciones emblemáticas del movimiento anarcosindicalista en Europa.
[/notice]