—A lo largo de esta década larga de gobiernos progresistas en América Latina, ¿piensa que realmente se implementaron políticas alternativas al capitalismo o se tendió hacia formas de “buen capitalismo” o “capitalismo con rostro humano”?
—Los gobiernos de izquierda y progresistas electos en América Latina son en realidad gobiernos de coalición en los que participan fuerzas de izquierda, centroizquierda, e incluso de centroderecha. En algunos la izquierda es el elemento aglutinador y en otros se encuentra en una posición secundaria. Estas coaliciones ejercen el gobierno, pero no el poder. Lo nuevo es que la izquierda latinoamericana, que antes sólo luchaba por conquistar el poder desde la oposición, hoy puede aprovechar o desaprovechar el ejercicio del gobierno para construirlo.
Cada uno de estos gobiernos tiene características particulares, pero es posible ubicar a los más emblemáticos en dos grupos: gobiernos electos por el quiebre o debilitamiento extremo de la institucionalidad democrático burguesa (Venezuela, Bolivia y Ecuador), y gobiernos electos por acumulación social y política en países donde la crisis sistémica no llegó a estallar, aunque sí hubo gran rechazo y masivo voto de castigo contra los gobiernos neoliberales de las décadas de 1980 y 1990.
En los gobiernos electos por el quiebre o debilitamiento institucional extremo hubo condiciones para aprobar nuevas constituciones, iniciar procesos de recuperación de las riquezas naturales e importantes sectores económicos, y de transformación política, económica y social de orientación revolucionaria. En los países donde no llegó a haber crisis sistémica se han desarrollado procesos de reforma social progresista con programas de desarrollo y asistencia social.
La pregunta está bien planteada, pero la problemática es mucho más compleja, al menos por dos razones:
Una es que las fuerzas de izquierda y progresistas integrantes de estos gobiernos son expresión de la unidad dentro de la diversidad, y ello implica una polémica sobre la línea divisoria entre qué es alternativa al capitalismo y qué es capitalismo con rostro humano.
La otra es que la ofensiva contrarrevolucionaria y contrarreformadora afecta tanto a gobiernos que desarrollan procesos de transformación social revolucionaria como a gobiernos que desarrollan procesos de reforma social progresista, como se ha visto en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina. En esos cuatro casos –¡y ojo en los países donde esto aún no ha sucedido pero puede suceder!– amplios sectores sociales históricamente oprimidos, explotados y marginados, que durante años fueron o siguen siendo gobernados por fuerzas progresistas y de izquierda, se pronunciaron contra ellas mediante el voto de castigo o la abstención de castigo. Sea por las razones que fuere, eso tiene un componente fundamental de errores y deficiencias propias.
—¿Piensa que hubo algún tipo de transformación cultural en los países de la región en esta década, o bien hubo una adaptación de las fuerzas progresistas a los valores culturales predominantes precedentemente?
—En todos los países gobernados por fuerzas de izquierda y progresistas hay cambios culturales con hibridación entre revolución y adaptación, pero vuelvo a llamar la atención sobre el hecho de que la ofensiva imperialista y oligárquica tiene efectos tanto en los procesos transformadores como en los reformadores. En ambos hay desacumulación social y política. En los transformadores porque su revolución cultural no cuajó lo suficiente o no caló en las clases y sectores sociales en que debió haberlo hecho; en los reformadores porque la adaptación de los límites del sistema no logrará el “perdón”, el “olvido” y la “aceptación” de la clase dominante.
La esencia del problema es la interacción dialéctica entre correlación de fuerzas, poder, gobierno y democracia, uno de los temas más polémicos en los primeros encuentros del Foro de San Pablo. En la medida en que la situación de América Latina evolucionó y los debates se desplazaron del análisis del colapso del “socialismo real” a la acción concreta en las nuevas condiciones, ese debate se desvaneció. Hoy es preciso reabrirlo a la luz de los acontecimientos en curso, porque una democracia sin apellidos no podría ser torcida y manipulada por los poderes fácticos de la oligarquía de la forma en que está ocurriendo en América Latina.
Sí se puede hablar de conquista, de apertura, de construcción de espacios democráticos a costa de mucha lucha y sacrificios, de aquellos espacios que Gramsci decía que las fuerzas populares podían aprovechar para arrancarle concesiones a la clase dominante. La apertura de espacios democráticos en América Latina empieza en la segunda mitad de la década de 1980, en la etapa final del desmontaje de los estados de “seguridad nacional” implantados en los sesenta y setenta.
El acumulado histórico de las luchas de los pueblos latinoamericanos, en especial, el acumulado de la etapa de luchas abierta por la revolución cubana, enriquecido por el combate contra la reestructuración neoliberal durante las décadas de 1980 y 1990, hizo el milagro, y el proceso concebido para dotar de una fachada democrática al Estado neoliberal terminó abriendo los espacios democrático burgueses que mencionaba Gramsci, algo que en América Latina sólo había ocurrido en Chile y Uruguay, pero que incluso en ellos fueron criminalmente cerrados cuando el imperio y las oligarquías locales se sintieron amenazados por las fuerzas populares.
En las condiciones de la América Latina de finales del siglo XX e inicios del XXI, más que arrancarle concesiones a la clase dominante, Hugo Moldiz afirma que el pueblo reivindica la democracia representativa “para transformarla, ampliarla y resemantizarla”, lo que incluye la construcción de “otros tipos de democracia, como la participativa, la deliberativa y la comunitaria”.1 Pero también afirma que “estas otras democracias no han alterado el carácter predominante de la democracia representativa como espacio de disputa entre la hegemonía y la dominación, entre emancipación de los pueblos y la dominación del imperial”.
La correlación de fuerzas entre clases y sectores sociales es el factor decisivo de en qué medida la democracia burguesa asimila o rechaza demandas sociales y, por tanto, de en qué medida la democracia será “resemantizada”. En la América Latina de 1989 a 2000, la correlación de fuerzas se inclinó a favor de las fuerzas de izquierda y progresistas en virtud de dos elementos: el fortalecimiento de la conciencia, organización, movilización y lucha de los sectores populares contra el neoliberalismo; y la profundización del rechazo de la sociedad en su conjunto contra los gobiernos, partidos y políticos neoliberales. En la competencia electoral, esos elementos estimularon la convergencia de la acrecentada masa de votos propios de la izquierda, con la acrecentada masa de votos de castigo contra los neoliberales.
En la década de 2010 la correlación de fuerzas se inclina a favor de las fuerzas oligárquicas, también por la combinación de dos elementos:
- Las fuerzas de izquierda y progresistas en el gobierno carecen de un programa y un pensamiento estratégico y táctico. Las que se proponen una transformación revolucionaria asumieron el gobierno en un momento en que se habían derrumbado los paradigmas emancipadores del siglo XX y aún estaban por delinearse los del siglo XXI. Por otra parte, en las que promueven una reforma progresista prevalece la noción de democracia sin apellidos: creen competir en igualdad de condiciones con la derecha y en que puede haber una alternancia civilizada. En ambos tipos de gobiernos, quienes sufrieron reveses recientes es probable que hayan hecho balances errados de sus victorias, empates y derrotas en las escaramuzas tácticas que libran contra la derecha. O no se percataron de que la acumulación social y política que antes les favoreció cambió de destino, o lo subestimaron, o no reaccionaron con efectividad.
- La derecha identificó y analizó los puntos fuertes y débiles de ambas partes en lucha, los propios y los de la izquierda. Con el método de prueba y error fue perfeccionando la guerra mediática y las campañas desestabilizadoras, políticas, económicas, sociales, ideológicas y culturales, y reordenando, refuncionalizando y acoplando las herramientas del Estado burgués que permanecieron bajo su control en los poderes Legislativo y Judicial, y en el propio Poder Ejecutivo.
No hay alternancia civilizada posible entre fuerzas de izquierda y progresistas, de una parte, y fuerzas neoliberales, de la otra. Y eso no depende de que las fuerzas progresistas lo quieran o no: es la derecha neoliberal la que no lo puede permitir, y ya se lanzó a recuperar el monopolio perdido de los poderes del Estado para no volver a perderlo jamás.
La situación es grave y preo-cupante, pero reversible.
—¿Qué políticas transformadoras propondría?
—Por todo lo dicho, creo que en la situación política de América Latina hay un giro reciente que exige nuevos análisis y propuestas que sólo puede producir el intelectual colectivo revolucionario del que hablaba Gramsci.
En el reciente XXII Encuentro del Foro de San Pablo me pareció percibir un leve atisbo en esa dirección de parte de fuerzas políticas que a lo largo de la vida de ese agrupamiento siempre habían afirmado que la democracia realmente existente era el horizonte donde cabían sus proyectos políticos. Quizás escuché mal o sobreestimé lo que oí.
- América Latina y la tercera ola emancipadora. Ocean Sur, México, 2013.