El abuso (La fuga de Punta Carretas), de Rosa Álvarez, dirigida por Hugo Giachino, representada en un terreno ubicado en la misma manzana del lugar donde ocurrieron los hechos, echa una ojeada a la organización de la fuga de los tupamaros hace ya 45 años. La puesta recurre a un espacio amplio para dar allí cabida no sólo a las conversaciones de quienes planean el gran escape sino también al creciente asedio sufrido por una joven detenida, quien, caracterizada por una actriz al otro costado del escenario, relata parte de los acontecimientos evocándolos en la época actual, al tiempo que el músico Bruno Medina inserta comentarios sonoros que alternan con los ruidos provenientes de la construcción del túnel por el cual huirían más de un centenar de presos políticos. A pesar de que las breves acciones encadenadas o casi simultáneas que se desenvuelven frente a la platea disminuyen, en parte, la cuota de dramatismo, dificultades, suspenso o ferocidad que muchas de éstas encerraban, el dato histórico impone su peso con la contundencia que necesita un espectador dispuesto a meditar, además de en las complicadas condiciones de vida de hace más de cuarenta años –recordar tan sólo los pronunciados recortes a la libertad de expresión–, en todo lo que trajo consigo el regreso a la tan ansiada democracia. El repaso histórico se abre así camino en un trabajo que Giachino lleva adelante con el apretado paso que reclama una narración a varias voces que apelan a la memoria de los contemporáneos y al interés de quienes vinieron después. (La Candela.)
Donde los límites, de Willow Vaz y Adrián Prego, con dirección de Suka Acosta, plantea la imposible convivencia frente a un intrigante mar de un par de vecinos que, lejos de intentar comunicarse y entenderse, viven un enfrentamiento que, en perspectiva, semeja el de tantos grupos o países más proclives a atacarse que a ayudarse. Texto y puesta subrayan asimismo la importancia y los probables significados del agua como elemento depurativo en un terreno que luce abierto al aporte de la imaginación de los espectadores, llamados a dejar de lado la complicidad o la mayor simpatía que pueda despertar uno de los personajes para entonces juzgar la probable causa y el alcance de las acciones llevadas a cabo por tan absurdos contrincantes a lo largo de un desarrollo que quizás confíe demasiado en la percepción de la platea. Las conclusiones importantes, de todas maneras, irrumpen sin tropiezos. Acosta maneja un asunto, que encierra sus complejidades, con mano segura, con el apoyo de Victoria Carballal en escenografía y vestuario, Juan Pablo Viera en iluminación y Manuel Scavone en el diseño sonoro. Mención aparte merece la entrega del propio Willow Vaz y de Horacio Camandulle, dándole vida al difícil dúo que, en más de un momento, puede empujar a más de un espectador a sentirse reflejado. (Museo Torres García).
Mineros pintores es autoría de Lee Hall, el inglés responsable del argumento de la disfrutable película Billy Elliot (2000), de Stephen Daldry, en la que se volvía aceptable que un chico de un rudo pueblo minero irrumpiese en el mundo del ballet. En el presente título, Hall vuelve a las andadas para demostrar que otros mineros pueden ser capaces de pintar, hacerlo bien, y así acceder ellos también a esferas con las que nunca habían soñado. Por allí asoman un instructor bien intencionado pero no del todo preparado para aceptar las reacciones y las ocurrencias de sus discípulos, así como un par de damas no siempre listas a ayudar a quien se lo merece, más allá de los descuentos que en los recién llegados puede provocar la inexperiencia. Optimista y motivador, el texto de Hall le da pie a Marcelino Duffau para armar un trabajo que fluye con gracia y agilidad gracias al aporte del convincente elenco que, entre otros, integran Sergio Pereira, Álvaro Correa, Ernesto Liotti y Gabriel Villanueva como los prometedores mineros artistas, y Diego Artucio, también autor de las pinturas que se aprecian en escena, como el no siempre inspirado enseñante. A favor de la puesta debe constar asimismo la contribución del músico Santiago Almada, llamado a unir las distintas escenas con las más adecuadas pinceladas sonoras. (La Gringa.)