Woody Allen hace películas preferentemente en Nueva York, aunque también, como se sabe, en los últimos años probó en Europa. Es curioso el tránsito geográfico del cineasta de Manhattan. Después de De Roma con amor (2012), vuelve a filmar en Estados Unidos pero lo hace en San Francisco (la dura Blue Jazmine, de 2013), ambienta su siguiente Magia a la luz de la luna (2014) en el sur de Francia, regresa otra vez a su país para hacer Hombre irracional (2015) y la ubica en un pueblo universitario y rural. Con esta Café Society, su filme número 46, divide su metraje y su atmósfera entre Hollywood y Nueva York. Como si el regreso a la ciudad de su vida y de sus amores tuviera que ser hecho pasito a paso, y también, representado. Porque en la película donde asume ese regreso hay un regreso también en la ficción. El joven Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg) deja su Nueva York natal y su hogar judío para probar suerte en Hollywood, pensando que su tío Phil (Steve Carrell), un afamado representante de estrellas, podrá introducirlo en el mundo del cine. Bobby regresará a Nueva York, Woody regresa a Nueva York. Quedará clarísimo, por si hiciera falta después de tan nutrida filmografía, de qué lado están sus preferencias.
Café Society mira –muestra– muchas cosas, pero su brillo esencial apunta al mundo del cine. No es la primera vez que lo hace Woody Allen, ni tampoco la primera vez que un cineasta se ocupa de ese mundo, exaltándolo, satirizándolo, o reflexionando de distintas formas a propósito de él. La lista de películas con el cine en su centro temático es larga, desde la lejana Sullivan’s Travels (1941, de Preston Sturges), que nunca vi, hasta la divertida y muy reciente ¡Ave César!, de los hermanos Joel y Ethan Coen. En el medio hay realizaciones tan distintas y variadas, en propósito y estilo, como Cantando bajo la lluvia (1952, de Gene Kelly y Stanley Donen), El ocaso de una vida o Sunset Boulevard (1950, de Billy Wilder), El último magnate (1976, de Elia Kazan), Barton Fink (de los mismos Coen, 1991), Las reglas del juego (1992, de Robert Altman), El nombre del juego (1995, de Barry Sonnenfeld), Mulholland Drive (2001, de David Lynch), Ladrón de orquídeas (2002, de Spike Jonze), la francesa y muda El artista (2011, de Michel Hazanavicius), Polvo de estrellas (2014, de David Cronenberg). La mayoría interesantes, algunas polémicas, como Barton Fink –que mereciera un debate interno a favor y en contra en el mismo número de la revista El Amante– o Mulholland Drive –que como suele suceder con Lynch es elevado a la estratósfera por sus fanáticos mientras es execrado por unos cuantos–, o sobrevaloradas, como la multipremiadísima El artista. Entre ellas –y algunas más– se destacan dos con brillo propio. El último magnate, la despedida de Kazan de la dirección en un opus a lo grande, con mucho presupuesto y una suma de prestigios –origen en un libro de Scott Fitzgerald, guión de Harold Pinter, música de Maurice Jarre, elenco superestelar: Robert de Niro, Jack Nicholson, Robert Mitchum, Jeanne Moreau–, en la que desplegó su amor desolado por un mundo mítico en extinción, y también dejó correr su inquina contra los guionistas, consecuencia probable del infeliz affaire que lo tuvo como protagonista durante la caza de brujas de McCarthy en Hollywood. Y, sin ninguna duda, Sunset Boulevard, una de las más extraordinarias simbiosis de cine negro, comedia (más que negra), retrato apasionado y terrible de un mundo ya fenecido, e interpretado además por sus habitantes reales: Gloria Swanson, Eric von Stroheim, Cecil B DeMille, y viejos actores cuyos nombres ha llevado el tiempo.
Woody Allen también hizo materia de sus películas algunos de los vericuetos del cine. En la para muchos injustamente valorada y para otros insoportable Recuerdos (Stardust Memories, 1980), apelando a Ocho y medio de Fellini y filmando en blanco y negro, se pone en la piel de un cineasta en crisis creativa, sentimental y hasta de ubicación en el mundo, destratando de paso al público, lo que ofendió como corresponde. En La mirada de los otros (Hollywood Ending, 2002), otro director en crisis, que ha sido olvidado y se gana la vida en la publicidad, obtiene la posibilidad de volver a dirigir gracias a su ex esposa y el nuevo compañero de ésta, pero pierde la vista poco antes de comenzar a rodar. Además de los dardos a diestra y siniestra sobre la fauna ligada a la producción, la gran broma –que hay que aceptar con niveles extremos de complicidad– es que engaña a medio mundo disimulando su ceguera, continúa con la película, y esa película dirigida por un ciego cosecha elogios que destacan la brillantez y acierto de su mirada.
Pero además de esas inmersiones directas y ácidas, Woody Allen respira cine en casi todas sus películas. Dialoga con el cine, el de otros, casi sin parar, homenajea sin disimulo realizaciones, directores y géneros que le importan. No siempre con éxito. En Interiores (1978) intentó sumergirse en un mundo femenino de contrastes y frustraciones a lo Bergman, ganándose el siguiente comentario en Variety: “Allen se pone bergmaniano en serio para ganarse la incomprensión del público pero el aplauso de todos los decoradores, diseñadores de vestuario y directores de fotografía del mundo.” Persistió en Septiembre (1987), presentando un mundo de conflictos afectivos y relaciones complejas, que tuvo más críticas negativas de las usuales para sus filmes. En sus antípodas, en La rosa púrpura de El Cairo (1985), el cineasta se zambulle en la mirada más inocente y entregada sobre el cine, sosteniendo su enorme capacidad de seducción en las vidas más sencillas. En Sombras y niebla (1992) construye un relato y una concreción visual a la medida del expresionismo alemán de los años veinte. En Todos dicen te quiero (1996) homenajea de lleno a la comedia musical mezclándola con los tópicos de sus personajes usuales, poblándola de referencias a películas del género y también del cine mudo, paseando a sus protagonistas por París, Venecia y Nueva York cantando temas muy populares de la primera mitad del siglo XX. Y la –bastante maltratada por la crítica– De Roma con amor (2012) rebosa de alusiones a películas italianas de los cincuenta y sesenta, desde El jeque blanco (1952), de Fellini, a las más olvidables comedietas cómico-sentimentales muy populares por entonces.
En Café Society se trata de Hollywood. Aquel de los años treinta, de las estrellas con palacios en Beverly Hills, de los nombres que brillaban en las marquesinas y en la imaginación, de las fiestas con mujeres bellísimas y hombres elegantes y poderosos que cruzan un comienzo o un fin de acuerdo entre champagne y champagne. El protagonista, el joven Bobby, sin embargo no se deslumbra por ese mundo que tan bien encarna su tío Phil, el poderoso manager, sino que borda en su creciente amor por Vonnie (Kristen Stewart) el deseo de una vida más auténtica, alejada de los brillos y falsas ilusiones que Hollywood representa, sin saber que es parte de un insospechado triángulo y que Hollywood se inmiscuirá en su destino, de la peor manera. Del otro lado del teléfono está Nueva York, su pasado y su futuro, y está su familia judía, que evoca a la que animaba la estupenda Días de radio: esa inclaudicable idishe mame (Jeannie Berlin), el hermano mafioso Ben, el cuñado comunista Leonard, el escéptico padre. Un universo bien Woody Allen, de contradicciones y sarcasmos, pero al fin familiar y verdadero, aunque otros poderosos y otros arreglos se cruzarán en el Café Society alrededor del crecido y desencantado Bobby.
Filmando por primera vez en digital, y con el eminente Vittorio Storaro a cargo de la fotografía, la película proporciona un deleite visual, un uso de los colores y la luz según el lugar y las horas del día –desde las restallantes luces en la piscina hasta los encuentros amorosos iluminados a vela– que resultan absolutamente hipnóticos. Puede haber la sensación de que hay cosas que sobran, una excesiva confianza en el todo vale, como mucho de lo referido a los gángsteres, por ejemplo, que en el fondo parece puesto para llegar a dibujar en clave de farsa qué mala suerte es para los judíos no creer en la vida después de la muerte. Narrada por la voz en off del mismo Allen, con la agilidad que solían tener las viejas cintas hollywoodenses, su rápida definición de situaciones –como si la misma película que estamos viendo fuera una de aquellas de los años treinta–, con actores a la altura de sus personajes, con su mezcla de humor y melancolía, Café Society probablemente no llegue a las alturas más reconocidas de su director, como Manhattan, Hannah y sus hermanas o Crímenes y pecados. Pero trae la seducción y la pasión cinéfila –aun surcada por el desencanto– que no son asunto de una película de Woody Allen sino de todas ellas. A Bobby, Hollywood lo atrapa, lo expulsa, y cuando cree estar del todo lejos de él, un final ambiguo parece decirle que, bueno, no hay que estar tan seguro.
Es lo que suele pasar con el cine. Y con Woody Allen.