Dos grandes poetas peninsulares y el creador de El Quijote les abren caminos a tres puestas teatrales donde la música y los desplazamientos juegan también un papel preponderante.
Me llamo barro, aunque Miguel me llame (Victoria) es un collage sobre la vida y la obra del poeta Miguel Hernández (1910-1942), armada por María Varela, quien también dirige el espectáculo donde la figura evocada se refleja en una ágil narración de los hechos que la llevaron a su temprana y trágica muerte en los años más difíciles de la España del siglo pasado. La narración se complementa con la musicalización de los poemas del autor, tarea que los magníficos Washington Carrasco y Cristina Fernández, acompañados en guitarra por Carlos Tabárez, cumplen con natural sentido de la integración de distintas áreas que, en definitiva, se corresponden sin trabas a la vista. Manuel Caraballo, en el papel titular, y el elenco integrado por Pelusa Vidal, Rosario Martínez, Diego Rovira, Pablo Isasmendi y Etelvina Rodríguez, que se desdoblan en diferentes caracterizaciones, extraen buen partido del espacio presidido por la sugerente solución escenográfica de Osvaldo Reyno. Las luces de Martín Blanchet, el vestuario de Soledad Capurro y el trabajo corporal concebido por Cristina Martínez apoyan de manera decisiva a Varela para instalar en la sala el soplo que revive el aporte de un gran poeta que supo además ser un hombre singular.
Corazón gitano (del Museo), de Roberto Meneses, sobre textos de Federico García Lorca, con dirección de Lucila Irazábal, propone el encuentro de un sexteto de hombres y mujeres cuyos atuendos gitanos ayudan a provocar el recuerdo del poeta desaparecido hace ya 80 años. La obra del evocado aflora en versos, frases, canciones y hasta alguna escena confiada al lenguaje de los títeres, a lo largo de una labor en la que afloran, a su vez, los pasos de baile ideados por Luis Armando, quien figura asimismo en el elenco junto al propio Meneses, Susana Maisonnave, Sebastián Mederos, Diana Bresque y Stella Curbelo. La entrega y la energía de los mencionados, el vestuario de Ana Arrospide y la iluminación de Álvaro Domínguez se suman así al duende del poeta granadino que Irazábal consigue revivir en sonoro ruedo que, poco a poco, se adueña de la platea.
Burlesque: Las mujeres de Cervantes (Centro Cultural de España), de María Dodera y Susana Anselmi, dirigida por la primera, a partir de una investigación emprendida por las mencionadas y Carlos Schulkin, se toma las libertades del caso para fantasear y bromear a propósito de algunos personajes creados por el “Príncipe de los Ingenios”, a los cuales, por su parte, Dodera y Anselmi asocian a otras siluetas, de manera que los personajes cervantinos reivindiquen sus proclamas o dejen oír sus quejas. La invocación revive, en especial, a la quijotesca Dulcinea, y, por cierto, a la Aldonza que la origina, al lado de un grupejo de Cristinas que un cuarteto masculino encarna con lanzados bríos para hacerle los honores a ese “burlesque” que propone máscaras y disfraces debajo de los cuales puede alentar una humanidad de ayer que se refleja en quienes se empeñan en recrearla con la mentalidad de hoy. Más afinado en sus logros que Las mujeres de Shakespeare, su anterior trabajo, la propuesta de Dodera combina dosis de gracia e ingenio que conducen al disfrute de un espectáculo diferente, en el cual la escenografía y las luces de Cecilia Mieres y Fernando Scorsela, el vestuario de María José Morosoles y la dirección musical de Alfredo Leirós juegan un papel preponderante. La propia Anselmi, como una especie de presentadora sui géneris, María José Lage como la protestona Aldonza, los/las Cristinas confiadas a Adrián Prego, Nicolás Suárez, Franco Rilla y Martín García, y la muda participación de Sergio Luján, encargado de “recibir” a la concurrencia, a su vez, atraen la atención en una puesta que, una vez más, demuestra que las lecturas le abren la imaginación a los lectores. Que fue lo que le pasó al tal don Quijote.Lour