La ambición, los celos y los desentendimientos que conducen a la incomunicación dentro de las familias hacen de las suyas en un terreno que atrae a los dramaturgos de ayer y de hoy para plantear problemas de permanente vigencia. Tres estrenos de estos días se refieren al punto en cuestión.
Mecánica (Circular, sala 2), del cubano Abel González Melo, con dirección de Mariana Wainstein, revela que hasta en la socializada isla del Caribe los lazos de la familia y aun de la amistad no bastan para evitar los engaños y traiciones que la codicia y el afán de sobresalir pueden provocar en el grupo que maneja un gran hotel en una celebrada localidad playera. Tal lo que expresa el quinteto de personajes que González Melo propone con crítica intención y una validez dramática que se resiente por el escaso interés que las cinco siluetas comprometidas en la mecánica del establecimiento despiertan en el espectador. La inclinación a revelar las idas y venidas del citado clan y algún allegado intenta inyectar atractivos a un texto que parece estirarse de manera innecesaria. La puesta de Wainstein, pese a los esfuerzos del elenco que integran Moré, Laura de los Santos, Cecilia Lema, Oliver Luzardo y Aline Rava, y los desplazamientos desplegados entre las distintas secuencias, no consiguen tampoco animar el formato marcadamente estático de una obra que nunca llega a justificar sus propósitos.
Macbeth (Arteatro), de William Shakespeare, vuelve por las suyas, adaptada y dirigida por Mariana Maeso para 13 integrantes del grupo La Mandrágora dispuestos a revivir la famosa historia de hasta dónde pueden llegar quienes persiguen el poder. Con el atractivo visual de los logrados despliegues estéticos ideados por Raúl Fagúndez, el vestuario de Patricia Granero, las luces de Silvina Migliónico y la propia Maeso, también encargada de la ambientación sonora, la puesta atrapa la atención de la platea. Pese a las dificultades que los largos y complejos parlamentos de esta obra plantean a sus actores, el uso del espacio, el movimiento, los contrastes de luces y sombras, el entusiasmo del nutrido elenco y el trabajo de Maeso merecen ser destacados, especialmente en una época nada pródiga en equipos independientes dispuestos a hincarle el diente a los grandes clásicos que el espectador siempre tiene derecho a reclamar.
Todo por culpa de ella (El Galpón, sala Cero), del ruso Andrei Ivanov, con dirección de Graciela Escuder, propone una atendible imagen de las transformaciones que la tecnología es capaz de provocar en las relaciones de padres e hijos, cuando los antiguos diálogos son sustituidos por un intercambio de monólogos no sólo poco escuchados por las partes sino que excluyen asimismo el contacto visual. Alteraciones en la comunicación que, como es de suponer, no omiten la esfera del amor, un sentimiento que Ivanov se atreve a dibujar aquí con el imprevisible soplo de que quizás, aunque todo se altere, ciertos rasgos y tendencias pueden permanecer y, de pronto, provocar desenlaces deseados o indeseados que el espectador habrá de aquilatar de acuerdo a lo que se desarrolla delante de él. La puesta de Escuder se las arregla para responder tanto al despliegue de exigencias técnicas que el texto reclama –computadoras, auriculares, imágenes en dos grandes pantallas que, en un par de secuencias, incorporan fragmentos de los clásicos cinematográficos Los pájaros (l963), de Hitchcock, y Nosferatu (1922), del maestro alemán Murnau– como al sentido de una anécdota que, en el fondo, apela a los sentimientos de una platea que, de una manera o de otra, se ha visto afectada por situaciones como las que cuenta Ivanov. La escenografía y los videos aportados por Jorge Soto, el vestuario de Aída Sanz, las luces de Leonardo Hualde, la música de Fernando Ulivi y la traducción sin pelos en la lengua de Alberto Guarnieri se suman a la entrega del elenco, compuesto por Mariana Trujillo, Cristian Amacoria, Bernardo Trías y Victoria González Natero, para conseguir un espectáculo diferente y, por cierto, actual.