Fue un crimen de Estado. Los hechos de Iguala del 26 de setiembre de 2014, donde seis personas fueron asesinadas, tres de ellas estudiantes, hubo 20 lesionados –uno con muerte cerebral– y resultaron detenidos-de-saparecidos de manera forzada 43 jóvenes de la Normal Rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa, fueron crímenes de Estado que podrían configurar crímenes de lesa humanidad. Los ataques sucesivos de la Policía Municipal de Iguala y un grupo de civiles armados contra estudiantes, las ejecuciones sumarias extrajudiciales, la desaparición forzada tumultuaria y la tortura, desollamiento y muerte de Julio César Mondragón Fontés –a quien con la modalidad propia de la guerra sucia le vaciaron las cuencas de los ojos y le arrancaron la piel del rostro– fueron un acto de barbarie planificado, ordenado y ejecutado de manera deliberada. No se debió a la ausencia del Estado; tampoco fue un hecho aislado. Los crímenes de Iguala venían a confirmar la regla y formaban parte de la sistemática persecución, asedio y estigmatización clasista y racista de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) hacia los estudiantes de Ayotzinapa, la normal enclavada en el municipio de Tixtla, estado de Guerrero.
En ejercicio de sus funciones –o con motivo de ellas–, agentes estatales actuaron con total desprecio por los derechos humanos, violando el derecho a la vida de seis de sus víctimas, y una fue antes torturada de manera salvaje. Asimismo, los 43 desaparecidos fueron detenidos con violencia física por agentes uniformados del Estado y trasladados en vehículos oficiales, seguido de la negativa a reconocer el acto y del ocultamiento de su paradero, lo que configura el delito de desaparición forzosa.
De acuerdo con el artículo 149 bis del Código Penal Federal, también podría configurarse el delito de genocidio, dado que se procedió a la destrucción parcial de un grupo nacional (los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa), quienes desde tiempo atrás venían siendo sometidos a un hostigamiento sistemático, continuado y prolongado con la participación directa de funcionarios públicos en la planeación y perpetración de los hechos, y su amplificación a través de los medios de difusión masiva, como reproductores serviles de la “verdad oficial”.
Al respecto, cabe recordar que el 12 de diciembre de 2011 dos estudiantes de esa normal rural –Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría– fueron ejecutados de manera sumaria extrajudicial por agentes de civil en la Autopista del Sol, en Chilpancingo, Guerrero; cuatro más resultaron heridos y 24 fueron sometidos a torturas y tratos crueles y degradantes por funcionarios policiales. Capturado en el lugar de los hechos, el estudiante Gerardo Torres fue aislado, incomunicado y trasladado a una casa abandonada en Zumpango, donde lo desnudaron y torturaron. Después, con la intención de fabricar un culpable o chivo expiatorio, le sembraron un arma AK-47 de las llamadas cuerno de chivo y lo obligaron a disparar y tocar los casquillos percutidos para impregnar sus manos de pólvora, con la intención de imputarle la muerte de sus dos compañeros.
Entonces un grupo de expertos internacionales determinó que hubo un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado y las armas de fuego, con el objetivo de contener una manifestación pública. Dos agentes policiales sindicados como autores materiales de los homicidios fueron dejados en libertad un año después, lo que demuestra la colusión de la justicia del estado de Guerrero con la estructura de mando de los organismos de seguridad pública. Con una consecuencia lógica, consustancial al Adn del sistema político mexicano: los autores materiales e intelectuales de las dos ejecuciones extrajudiciales y las torturas y tratos crueles y degradantes gozan en la actualidad de protección e impunidad.
Por otra parte, existían evidencias testimoniales de que a dos años y medio de aquellos hechos, policías, ministerios públicos, militares y profesionistas del estado de Guerrero habían manifestado un desprecio y odio criminal hacia los estudiantes de Ayotzinapa. Incluso el médico cirujano Ricardo Herrera, quien denunció a los estudiantes que entraron a su clínica privada Cristina en demanda de atención para un estudiante al que un balazo le había destrozado el rostro, dijo que los jóvenes normalistas eran “violentos y agresivos” y por eso les volvió la espalda.
Ahora, como en 2011 –y como tantas veces antes desde 1968, cuando la matanza de Tlatelolco, en la Plaza de las Tres Culturas–, se asistía a una acción conjunta, coludida, de agentes del Estado y escuadrones de la muerte, cuya “misión” era hacer desaparecer lo disfuncional al régimen de dominación capitalista; lo que estorba, lo exterminable. Huelga decir que la figura de la detención-desaparición forzada, como instrumento y modalidad represiva del poder instituido, no es un exceso de grupos fuera de control sino una estrategia represiva adoptada de manera racional y centralizada, que entre otras funciones persigue la diseminación y perpetuación del terror.
El terrorismo de Estado encarna una estrategia que aparece cuando la normatividad pública autoimpuesta por los que mandan es incapaz de defender el orden social capitalista y contrarrestar con eficacia necesaria la contestación de los de abajo. Por ende, las instancias gubernamentales incorporan una actividad permanente y paralela del Estado mediante una doble faz de actuación de sus aparatos coercitivos: una pública y sometida a las leyes (que en México tampoco es cumplida por los responsables de aplicar la ley), y otra clandestina, al margen de toda legalidad formal.
Es un modelo de Estado público y clandestino. Como un Jano bifronte. Con un doble campo de actuación, que adquiere modos clandestinos estructurales e incorpora formas no convencionales (irregulares o asimétricas) de lucha. Un instrumento clave del Estado clandestino es el terror como método.
EL CRIMEN Y EL TERROR. Se trata de una concepción arbitraria pero no absurda. Responde a una necesidad imperiosa de las clases dominantes, locales e internacionales. Aparece cuando el control discrecional de la coerción y la subordinación de la sociedad civil ya no resultan eficaces. Cuando el modelo de control tradicional se agota y el sistema necesita una reconversión. No tiene que ver con “fuerzas oscuras” enquistadas en los sótanos del viejo sistema autoritario.
Tampoco con grupos de incontrolados, ovejas negras o algunas manzanas podridas dentro del ejército y las distintas policías. Ni con ajustes de cuentas desestabilizadores entre bloques de poder o dentro de grupos delincuenciales.
Tiene que ver, fundamentalmente, con la reconversión del modelo de concentración del capital monopólico y la imposición de políticas de transformación del aparato productivo acordes con la nueva división internacional del trabajo. Con un modelo que implica altísimas cotas de desocupación, pérdida del valor del trabajo, desaparición de la pequeña y la mediana empresa industrial y agraria. Y con la imposición de todo un paquete de contrarreformas neoliberales que incluye la apropiación de la tierra mediante el despojo, por grandes latifundistas y corporaciones nacionales y trasnacionales que profundizarán el saqueo de los recursos geoestratégicos, en particular los energéticos y biodiversos.
Pero el terror del Estado es también una respuesta al ascenso de las luchas políticas y reivindicativas de las masas populares, a la protesta de los de abajo. Frente a la resistencia y la contestación, los plutócratas y sus tecnócratas necesitan una adecuación del Estado represivo. Entonces aparece el terror como fuerza disuasoria. La otra faz del Estado, la clandestina; la que recurre a fuerzas paramilitares, a los escuadrones de la muerte, a los grupos de limpieza social y al sicariato. A la guerra sucia. A los fantasmas sin rostro ni rastro que ejecutan operaciones encubiertas de los servicios de inteligencia del Estado. A fuerzas anónimas que gozan de una irrestricta impunidad fáctica y jurídica; amparadas por un poder judicial cómplice y temeroso.
Aparece la otra cara de un Estado que construye su poder militarizando la sociedad y de-sarticulándola mediante un miedo y un horror reales. De manera selectiva o masiva, según las circunstancias. Pero siempre con efectos expansivos. Haciéndole sentir al conjunto de las estructuras sociales que ese terror puede alcanzarles. La cara oculta de un Estado que hace un uso sistemático, calculado y racional de la violencia, de acuerdo con una concepción y una ideología que se enseñan en las academias militares. Que forman parte de una doctrina de contrainsurgencia; de la guerra psicológica que experimentó Estados Unidos en Vietnam, cuando la Operación Ojo Negro desplegada por escuadrones clandestinos de los boinas verdes puso en práctica la fórmula: contraguerrilla = demagogia + terror. Después vendrían La Mano Blanca en Guatemala, el Comando Caza Tupamaros de Uruguay, la Triple A argentina, la Brigada Blanca en México y muchos más.
Métodos: cartas y llamadas telefónicas anónimas, la detención-desaparición forzada, la tortura. El tiro en la nuca. O en la sien, como la bala que en octubre de 2001 un militar disparó para dar muerte a la luchadora humanitaria Digna Ochoa.
EL PAPEL DE LAS FUERZAS DEL ESTADO. El gobierno de Enrique Peña Nieto cayó en una aguda crisis de imagen, credibilidad y gobernabilidad producto de las presiones a que fue sometido por la Onu, la Oea, el Departamento de Estado de Estados Unidos, la Unión Europea y distintas organizaciones humanitarias que demandaron la aparición con vida de los 43 estudiantes desaparecidos.
Desde un principio las autoridades estatales y federales trataron de posicionar mediáticamente la hipótesis de que detrás de los hechos estaba el “crimen organizado” con sus “fosas comunes”, coartada que de manera recurrente había sido utilizada como estrategia de desgaste, disolución de evidencias y garantía de impunidad desde comienzos del sexenio de Felipe Calderón.
Se trataba de una lógica perversa que, en el caso de Iguala, buscaba difuminar responsabilidades y encubrir complicidades en las cadenas de mando oficiales, y jugaba con el dolor y la digna rabia de los familiares de las víctimas y sus compañeros. Como dijeron desde un principio las madres y los padres de los 43 desaparecidos, “las autoridades andan buscando muertos, cuando lo que queremos es encontrar a nuestros muchachos vivos”.
No era creíble que los hechos hubieran respondido a una acción inconsulta de un grupo de efectivos de la Policía Municipal. Asimismo, resultó en extremo sospechoso que desde un principio los investigadores de la fiscalía estatal no contemplaran la cadena de mando del Operativo Guerrero Seguro, vigente en el momento de los crímenes del 26 y 27 de setiembre de 2014, donde participaban diversas corporaciones de seguridad (Ejército, Armada, Policía Federal, Procuraduría General de la República), y que incluso se facilitaran las fugas del director de Seguridad Pública de Iguala, Francisco Salgado Valladares, y de su jefe, el alcalde José Luis Abarca, de quien después muchos dijeron que “sabían” que estaba vinculado al grupo delincuencial Guerreros Unidos, responsabilizado por las autoridades, junto con su esposa María de los Ángeles Pineda, de la autoría intelectual y material de los crímenes.
Según la fiscalía de Guerrero, 16 de los 22 policías municipales procesados dieron positivo en la prueba de rodizonato de sodio –es decir, dispararon sus armas–, y entre ellos podrían estar los autores materiales de los seis asesinatos registrados en Iguala la noche del 26 de setiembre.
Pero ninguno de los comandantes que operaron los dispositivos de seguridad esa noche fue detenido. Por lo que, más allá de la responsabilidad atribuida al ex alcalde de Iguala, y debido a los antecedentes de los organismos de seguridad pública de Guerrero y los del propio gobernador Ángel Aguirre Rivero –crecido al amparo del “viejo Pri” y de sus peores prácticas y amigo de Peña Nieto–, quedaban muchos hilos sueltos e interrogantes acerca de quiénes eran los verdaderos responsables intelectuales y cuál fue el verdadero móvil de los hechos, incluidas las 43 de-sapariciones forzadas.
Según consignó Vidulfo Rosales, abogado del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, el 27 de setiembre y los días subsiguientes –que en todo caso de desaparición forzada resultan clave para la búsqueda– las autoridades ministeriales del estado de Guerrero no procedieron a realizar un interrogatorio profesional y exhaustivo a los policías municipales detenidos que diera elementos para localizar con prontitud a los jóvenes. De allí que Amnistía Internacional calificara la investigación judicial como “caótica y hostil” hacia los familiares y compañeros de las víctimas. Hostilidad que se hizo extensiva a las y los peritos del Equipo Argentino de Antropología Forense (Eaaf), en quienes familiares y estudiantes depositaron su confianza y a quienes vieron como único mecanismo de certeza en el caso de una eventual aparición de restos.
Igual que en el asesinato de dos estudiantes de la normal rural en 2011, había ahora un uso desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado; por lo que investigar la cadena de mando resultaba clave. Desde un principio fue evidente que los hechos ocurrieron en presencia de elementos de las policías estatal y federal y con el conocimiento de sus superiores, debido a que, como denunció el autor en La Jornada y en diferentes entrevistas y conferencias a comienzos de octubre, desde que salieron de las instalaciones de la Normal Rural de Ayotzinapa la tarde del 26 de setiembre, los jóvenes eran monitoreados por agentes del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C-4) de Chilpancingo.
Otro dato incuestionable era que, en Guerrero, desde la guerra sucia de los años setenta, el control territorial lo tiene el Ejército. Un Ejército que actúa bajo la lógica de la contrainsurgencia –es decir, del “enemigo interno”–, y que desde comienzos de 2013 vivía obsesionado con una reaparición activa de la guerrilla (cuatro de las cuales, por cierto, se manifestaron a raíz de los trágicos hechos de Iguala: Epr, Far-LP, Milicias Populares y Erpi). También resultó incuestionable que el Ejército participó en los hechos la noche del 26 de setiembre, porque como denunció el normalista Omar García, representante del comité estudiantil de Ayotzinapa –y quien estuvo esa noche en el lugar de los hechos–, luego de ser agredidos a balazos por la Policía Municipal, “efectivos castrenses” sometieron a los estudiantes. García narró que al hospital Cristina –adonde llevaron al normalista Edgar Andrés Vargas herido de un balazo en la boca– “los soldados llegaron en minutos, cortando cartucho, insultando. Nos trataron con violencia y nos quitaron los celulares.
Al médico de guardia le prohibieron que atendiera a Edgar”.
Según el Programa para la Seguridad Nacional 2014-2018, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 30 de abril de 2014, por sus características –“entrenamiento, disciplina, inteligencia, logística, espíritu de cuerpo, movilidad y capacidad de respuesta y de fuego”–, las fuerzas armadas son el estamento “necesario” e “indispensable” para reducir la violencia y garantizar la paz social en México.
La detención-desaparición de los 43 normalistas ocurrió con el conocimiento, en tiempo real, de los mandos. No se podía argüir fallas de “inteligencia”; tampoco dudar de la “movilidad y capacidad de respuesta” del 27º Batallón de Infantería, bastión de la contrainsurgencia acantonado en esa ciudad desde los años setenta. Y era previsible, también, que alguien habría informado al responsable de la cadena de mando y comandante supremo, el presidente de la República.
- Grijalbo, 2016. Será presentado hoy viernes a las 19 horas en Prodic (Rodó 1866). La mesa estará integrada por Raúl Zibechi, Natalia Uval y Gabriel Kaplún. Al final habrá una participación artística de Daniel Viglietti.