La muerte le llegó Leonard Cohen un par de días después del triunfo presidencial del magnate Donald Trump, como si alguna fuerza secreta del cosmos, inaudita y certera, reacomodara el absurdo orden de las cosas: ante la irrupción en el poder de un ser nefasto y arrogante, que niega los principios más elementales de la convivencia entre iguales, la salida del poeta más grande, aquel que buscó durante toda su vida la belleza.
Nos habíamos acostumbrado a no pensar en la muerte de Leonard Cohen; como si a sus más de ochenta años, morir fuera una contingencia remota, imposible de alcanzar a un creador incansable, en actividad permanente, que a través de su poesía –sus libros, sus canciones, sus conciertos, cada una de sus participaciones públicas– seguía elaborando una obra única y total, reverenciada con la fuerza profunda de un salmista.
La leyenda dice que Leonard Cohen fue “nombrado” poeta por su amigo Louis Doudek, profesor en la Universidad de McGill, en Quebec, en 1954, cuando tenía veinte años. Los dos hombres caminaban por uno de los pasillos de la Facultad de Artes cuando el profesor obligó a Cohen a que se arrodillara y con el manuscrito de uno de sus poemas lo “armó poeta”. Esa designación de corte medieval, anacrónica en el siglo de la electricidad y del ritmo, se ajusta a la perfección al propio trabajo de Leonard Cohen con la poesía, en que el verbo, la palabra en su expresión elemental y callada, se convierte en una suerte de grial a perseguir por siempre.
Ríos de tinta –real y virtual– corren por estas horas aciagas para horadar el secreto de su magnífico cancionero (desde “Suzanne” a “You Want It Darker”; desde “Bird on the Wire” a “Traveling Light”), para glosar su admiración por el no menos genial Federico García Lorca o para perseguir las gemas incluidas en la impresionante continuidad de conciertos de los últimos años (a la que se largó luego de que su ex manager lo estafara, dejándolo prácticamente en la ruina). Ante esa catarata de reacciones, todas válidas, todas necesarias, todas inútiles ante el eco perdido que nos devuelve el paso de las horas, encontraremos siempre, inalterable, la mismísima obra de Leonard Cohen, el legado de este inmenso hombre pequeño, que halló en su arte la forma más elevada de trascender la brevedad de la existencia, el paso efímero por el mundo. Él mismo lo dijo alguna vez: “Encontré el coraje para escribir mis propias oraciones, dedicarme a la fuente de la misericordia. Descubrí que el acto de escribir era la forma apropiada de mi oración. Somos una época extravagante. Nadie quiere afirmar esas realidades. No va bien con nuestras gafas de sol”.