Algún tiempo atrás, en medio de una fiesta, terminé sentado un buen rato al lado de uno de los miembros de una de las familias más poderosas de Cartagena, de las que tienen, de lejos, mayor incidencia en su vida económica y política. De tanto escuchar en distintos escenarios a hombres y mujeres de esas familias ya me he acostumbrado a recibir ciertas visiones coloniales de la ciudad en la que hay “gente de bien”, emprendedores, cívicos y cultos –unos cuantos repartidos en los mejores barrios– y una masa grande de “gente”, usualmente negra, que vive en los barrios populares, que es la causa fundamental de los grandes problemas por su comportamiento poco cívico y que si no progresan es porque simplemente se beben todo el dinero que ganan.
Aquella fiesta se llevaba a cabo en una discoteca gigantesca ubicada en la calle del Arsenal, en Getsemaní, convertida con los años en el epicentro de la fiesta paga en la ciudad: tres manzanas sobre lo que antes fue el puerto y el mercado popular, retirado de allí en los años setenta, llenas de bares, discotecas y restaurantes.
Hablábamos de cosas intrascendentes cuando algo que le escuché me obligó a quedarme en suspenso, escuchando la continuación de una frase que dicha en sus labios me pareció luminosa: “es que la negra es una subcultura…”.
Por primera vez escuchaba que alguien de una familia así pudiera enfocar el tema con una categoría conceptual que, al menos, ayuda a pensar de otra manera. Aquello significaba un atisbo de comprensión, el comienzo de otro enfoque. Alcancé a imaginar que hablaría de las subculturas urbanas, quizás del hip hop local, muy arraigado en Cartagena.
Abrí los ojos, los oídos y el espíritu para escuchar lo que seguía. Él pareció notarlo y completó con mayor énfasis el resto de la frase: “… sí, por eso tenemos que trabajar para subirla al nivel de la cultura”, dijo haciendo con las manos la mímica de elevar, para seguir luego con el tópico de esas conversaciones sobre cómo esa “gente” bota el papelito de la empanada en la calle y de volver sobre la idea de que la administración de una ciudad de un millón de habitantes, con los peores índices de necesidades básicas insatisfechas, pasa por el tema fundamental de recoger el papelito. El alcalde como un operador de las basuritas en los barrios tradicionales. La cultura como sinónimo de un civismo recortado a su mínima expresión.
Sí, todo eso en Getsemaní, el que fuera el barrio de los esclavos, el de mayor tradición negra de la ciudad. Nosotros, unos extraños, de cabello liso: unos advenedizos.
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Hace algunos años un grupo de amigos reparó en que Pedro Romero no tenía rostro. Fue el único negro líder en la lucha local por la independencia de España, en el temprano siglo XIX, como en buena parte del continente. Sin embargo, era el único prócer cuyo busto de mármol no figuraba, ni aun hoy lo hace, en el Camellón de los Mártires, el paseo insignia de la ciudad, flanqueado a lado y lado de severos y heroicos hombres blancos. Al parecer nunca estuvo. Nunca hubo un mármol para él ni tampoco un óleo, carboncillo o dibujo en alguna parte. Se rastreó pero ¡nada! De los otros sí que había.
Ideas en mano, se propusieron hacer un colectivo a medio paso entre lo social y lo artístico para darle rostro al héroe sin rostro. Le pusieron pelucas afro a aquellos mártires y a otras estatuas ilustres, como la del fundador de la ciudad, el muy español don Pedro de Heredia, que quedó orondo y quieto con sus pelos rizados ondeando al viento caribe, inmune a la previsible oleada de indignación que ese acto simple desató entre los defensores de la tradición cultural, sea lo que eso signifique para ellos.
Su intervención más exitosa fue intentar ponerle una cara, de la mano de la gente, a Pedro Romero. Cada año tomaban una calle en forma de L bastante deteriorada en Getsemaní, el viejo arrabal de negros. Proveían a niños y adultos de pintura para que lo dibujaran según les diera la imaginación y la inspiración.
Luego unos muchachos bogotanos, del interior centralista del país, andinos cargados de buenas intenciones –de esas mismas que está empedrado el camino al infierno, según la tradición– pensaron en hacer algo para protestar por la gentrificación (esa horrible palabra sin equivalente en lengua castellana, aunque se le ha llamado elitización residencial) de Getsemaní. Aquí hay que recordar que Cartagena es la meca del turismo en Colombia y la ciudad de las segundas casas de la clase con más medios económicos del país. Una especie de patio trasero vacacional para muchos chicos de clase alta que la conocen mejor que muchos locales, de los que viven en las periferias y para quienes el centro amurallado es otra ciudad.
Los muchachos bogotanos de esta historia pensaron que una posibilidad era intervenir con grandes pinturas murales las viejas paredes del barrio. En efecto, si el lector malpensado intuyó que de todas las posibles calles la que escogieron para hacer su intervención fue aquella L deteriorada, está en lo cierto: a nadie le preguntaron y nada les sugirió ese rostro negro pintado de tantas maneras y en tantas versiones, como una obsesión.
Simplemente lo borraron con sus buenas intenciones.
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En Cartagena el aliser es un ar-tículo de primera necesidad. Cada tres o cuatro meses miles de mujeres se someten a un potente tratamiento químico que les cuesta entre 15 y 50 dólares para mantener aplacado el afro. “Cada tres o cuatro meses iba sagradamente a ser menos negra”, me dice una de las que ya saldó cuentas con esa nueva esclavitud: la de blanquearse, no solo en lo físico sino también, y principalmente, en lo mental.
Si es temporada de graduaciones en colegios y universidades hay que reservar con tiempo en los salones de belleza o comprar con antelación porque los botes de crema pueden de-saparecer por días de los estantes. “Y yo cómo voy a ir allá con este ‘paraco’” es el tipo de frase que se escucha cotidianamente, con la mujer señalando los rizos desordenados. El cabello liso es a ellas lo que la corbata a un japonés de oficina. Desmontar una tradición así, de casi cinco siglos, no se logra de la noche a la mañana.
Cirle Tatis Arzuza lo está intentando. Hace siete meses creó Pelo Bueno, una iniciativa para hablar del cabello afro y por esa vía inocular temas de fondo sobre ser negra en la ciudad. En tan corto tiempo ha logrado más de 11 mil seguidores en su página de Facebook, es entrevistada con frecuencia, está nominada a un premio nacional de la cultura afro, hace videos con mensajes fuertes sobre el autorreconocimiento de las mujeres negras. Con una mezcla de emprendimiento digital y activismo social, ha logrado meter en la conversación temas como descolonización, discriminación o autoestima al mismo tiempo que habla del pelo “rucho” y del aceite de coco para embellecerlo en sus rizos naturales, en lugar del aliser.
Junto con otras emprendedoras sociales, como las creadoras de Belleza en Rizos y Rosa Caribe, cuyos nombres se explican por sí mismos, se juntaron para crear Afroaquelarre, un colectivo como aquel de Pedro Romero, pero con otro enfoque. Hace un par de semanas abrieron las actividades públicas de una gran biblioteca barrial con un taller al que asistieron unas setenta mujeres, desde niñas hasta abuelas, que terminaron hablando de sus propias vivencias de discriminación a partir de su color de piel, incluso las infligidas por ellos mismos. Aquello surgió como respuesta a una mamá del barrio que señalaba la cabellera muy rizada de su niña e insistía que era “su decepción”.
Aquella pequeña, de 7 años, retraída y con necesidad de reforzar su propia imagen, resultaba uno más de muchos casos cotidianos, en esta ciudad de más de un millón de habitantes, con uno de los mejores indicadores de ingreso per cápita del país, que se quedan en el papel al contrastarlos con los datos de inequidad y de necesidades básicas insatisfechas, entre los peores de las 13 grandes ciudades de Colombia.
Lo último que se les ocurrió fue un “afropicnic navideño” en el único parque verde del Centro. Al llegar, el pasado domingo 18, fue fácil reconocerlas, con una imagen que sería demasiado cliché si no hubiera sido real: recortadas entre las palmeras, un cielo deliciosamente azul, con la clásica postal del atardecer frente al mar Caribe, se destacaban un montón de pelos afros a la distancia. Cuando ya habían comenzado el evento alcancé a contar más de ochenta personas, casi todas mujeres de todas las edades: pieles negras de todos los tonos, incluso casi blancas, con afros de muy diversas formas y colores que llegaban hasta el rubio platinado o mechones de un azul eléctrico.
Hablaron las fundadoras del colectivo, hasta que al final Cirle tomó la palabra. Empezó por decir que resultaba absurdo hablar en Cartagena de gente blanca, cuando todos tienen un ancestro en su sangre, así sea escondido, de un racismo estructural, de los estereotipos y los procesos de blanqueamiento más allá de la piel, de reivindicación, de cómo las esclavas escondían entre el afro las semillas que llevarían al palenque donde, libres, podrían sembrarlas para dar la primera cosecha. “No lo olviden, este pelo tiene historia”, dijo.
Todo eso en las goteras de la histórica muralla: a poca distancia del Camellón de los Mártires, sin su Pedro Romero; cerca de las zonas de bares o discotecas donde, de cuando en cuando, vuelve a surgir un nuevo escándalo porque se hizo demasiado evidente la actitud de no franquearle la puerta a gente afro; cruzando la calle, el puerto de aguas mansas por donde entraron los miles de esclavos que son sus antepasados, que hoy sirve de puerto turístico y en el que suelen permanecer atracados un par de barcos con aires de la Colonia, que ahora solo sirven como escenario para matrimonios y fiestas dando algunos giros por la bahía de otra Cartagena, llena hoy de esbeltos edificios de un casi invariable blanco con ventanería azul: una apretada Miami del otro lado del Caribe.
Parece otro momento de la larga historia de unos modos sociales que aún no terminan. Ya se verá.
José Luis Novoa S es un cronista colombiano y habitante de Cartagena. Es director de Programas de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano.