El escritor colombiano Santiago Gamboa, que vivió en India, decía: “El primer mes creí que lo comprendía todo sobre India. Muchos años después de estar allí descubrí que no había entendido nada”. Lo mismo se podría aplicar para el caso de México, que Juan Villoro define como un espacio en el que “el Carnaval coexiste con el apocalipsis”.
Llegué a México para vivir en el verano de 2006. Entonces me encontré con una profunda crisis política. En aquel momento se definían unas reñidas elecciones entre Felipe Calderón, candidato del Partido Acción Nacional (Pan), y Andrés Manuel López Obrador, candidato del Partido de la Revolución Democrática (Prd). Tras una violenta confrontación que desembocó en protestas ciudadanas –y en una profunda fractura social–, Calderón resultó ganador.
En aquellos primeros años yo recorría este nuevo escenario como un testigo desprevenido en medio del incendio. Entonces me pareció –y me sigue pareciendo hoy– que se trata de uno de los países más fascinantes del planeta. No voy a hacer acá un recuento de sus virtudes, sólo diré que me sentí inmediatamente en casa.
Pero a medida que disfrutaba del Carnaval empecé a detectar rastros del apocalipsis. Uno de los primeros que recuerdo –y que describí en su momento en una crónica para el diario colombiano El Espectador– ocurrió el 15 de setiembre de 2008, día de la fiesta nacional. Un grupo de encapuchados lanzó dos granadas sobre la gente que lo celebraba en la plaza central de Morelia, la capital de Michoacán. Ese fue el primer ataque del narcotráfico contra civiles en la historia del país, y no por casualidad sucedió en la ciudad de origen de Calderón. Fue una retaliación por su política de guerra frontal en contra del crimen organizado.
Tiempo después, a mediados de 2009, recuerdo que fue arrestado Arnoldo Rueda Medina –alias la “Minsa”–, un importante miembro de la organización criminal llamada La Familia. Rueda Medina fue detenido durante un tiroteo en la colonia Chapultepec Sur, también en Morelia. A las pocas horas de su detención, el poderoso cártel al que pertenecía comenzó una macabra venganza. Primero atacaron un cuartel de operaciones de la policía, disparando y lanzando granadas desde unas camionetas blindadas. Luego siguieron varios ataques aleatorios. El lunes siguiente a su captura se hallaron 12 cadáveres en una autopista; tenían las manos atadas a la espalda y señales de tortura. Todos eran policías, y junto a sus cuerpos había un mensaje escrito a mano sobre una cartulina blanca que decía: “Vengan por otro, los estamos esperando”.
Estas escenas empezaron a invadir como tumores el organismo de México. En Tamaulipas, otra de las zonas rojas, unos reporteros de Al Jazeera dijeron que nunca habían estado en un lugar tan peligroso e incierto. En Nuevo León las autoridades empezaron a repartir folletos en los que les indicaban a los ciudadanos qué hacer en caso de quedar atrapados en medio de una balacera. En Chihuahua la gente dejó de asistir a los bares locales y prefirió cruzar la frontera con Estados Unidos para ir de fiesta.
Y en setiembre de 2014 se llegó a uno de los puntos más álgidos de las últimas décadas: la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero.
El caso suscitó todo tipo de reacciones. Pero recuerdo con particular emoción las palabras de la valiente Elena Poniatowska. Durante la entrega del Premio Nacional de Periodismo, en la que recibió el galardón a su trayectoria, ella se pronunció sobre los 43 normalistas. Subió al escenario, se plantó frente al público –entre el que se encontraban varios funcionarios del gobierno– y dijo con voz firme: “Recibir el premio a los 41 días de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa apachurra el corazón. ¿A ellos quién los premió? ¿Qué les dio México? Los premios nunca les tocan a los que más los merecen, a los pobres, a los que atraviesan el día como una tarea sin más recompensa que el sueño. Alguna vez Guillermo Haro le ofreció un aventón a un campesino en la carretera Puebla-México, y por romper el silencio le preguntó: ‘¿Y usted qué sueña?’. Y el campesino le respondió: ‘Nosotros no podemos darnos el lujo de soñar’”.
Felipe Restrepo Pombo es director editorial de la revista Gatopardo. Texto adaptado del libro La ira de México (Debate, 2016), en exclusiva para Brecha.