A la memoria de S A y M C G
Dos caballos aguardan oteando el monte. Presumiblemente, desde un bote que acaba de cruzar el río, alguien extrae el cargamento y, por atrás, lo acomoda minuciosamente en el carro al que están enganchados. Cuando no hay crecida, esta etapa sobra, puesto que los animales cruzan el agua sin necesidad de auxilio. Las lluvias de los últimos días elevaron apenas el nivel del Cuareim, y pasar con el carro ahora significaría arriesgar la mercadería. Al cabo de un rato, arrancan por el camino de tierra alejándose del agua. Llevan un lote de ladrillos brasileños, procedentes de Quaraí, ciudad lindera con Artigas. Amenazante, el diestro conductor sostiene las riendas parado sobre la carga y controla la marcha a golpes de rebenque. Al paso, dirige un saludo por lo bajo, a medias entre la cortesía lugareña y la parquedad de quien camina por el pretil de lo indebido. Minutos antes, un veterano, con destreza adolescente, hizo lo mismo con un carro colmado de garrafas de gas. Ambos subieron al trote hacia el centro de la ciudad uruguaya, ante la pasividad de los vecinos y bajo el sol tórrido del mediodía.
Episodios como este –observado en una de las angostas curvas del río Cuareim, del lado artiguense– son los que mantienen en vilo a los ladrilleros de la ciudad. Hace pocos meses, los “oleros”1 (que así se conoce a los constructores artesanales de ladrillos) estuvieron a punto de cortar el paso del Puente Internacional de La Concordia. Fastidiados por un oficio que en el último tiempo no ofrece más que disgustos, acuciados por las urgencias económicas, e impacientes ante la indiferencia de los jerarcas municipales, se dispusieron a impedir la circulación por la principal vía terrestre del departamento para llegar a Brasil. ¿La razón? El incesante contrabando de ladrillos industriales brasileños que cruzan el río para alimentar las obras del lado uruguayo, mermando la venta doméstica de los viejos bloques de adobe cocido fabricados históricamente a la orilla del río.
Nada sucedió. La Intendencia dirigida por el nacionalista Pablo Caram desactivó la bomba con una partida especialmente dirigida a comprar los miles de ladrillos que se amontonaban en los hornos a lo largo de la costa del Cuareim, al punto de sobrepasar las reales necesidades municipales. Sin embargo la solución es momentánea. Los ladrilleros –manos hendidas, piel oscura, mirada retadora– lograron una reunión con los directores de Aduanas y otras autoridades a fin de solucionar el mal paso. Pero no habituados a las herramientas de organización sindical, la rabia de los obreros del barro se disolvió en aquella dichosa reunión donde les prometieron respuestas que hasta hoy no llegaron. Rumiando el asunto, volvieron a los hornos.
***
Tierra, viruta de madera, cáscara de arroz (ocasionalmente también cama de caballos). Una fuente cercana de agua. Un caballo al menos. Un terreno amplio y nivelado. Algunas pocas herramientas de factura rústica. Mucha leña o cualquier madera que sirva para iniciar el fuego. Una cintura entrenada. Varias horas al sol. Paciencia. Eso y un pacto sobrenatural con alguna deidad que garantice el buen clima durante todo el proceso de producción. Hacer ladrillos, como se hace a orillas del Cuareim, requiere sobre todo del sol rajando la tierra. El verano es la temporada ideal para el oficio. Y el agua es material indispensable, siempre que no venga del cielo o brote del río a borbollones con las inundaciones. La enemistad con la lluvia es peculiaridad del oficio.
A la parcela donde cada ladrillero produce se le llama “olaría”: suele ser un pedazo de tierra de alrededor de 50 metros de lado, generalmente a orillas del río, alambrado y propiedad de la Intendencia. Una parte mínima del terreno se utiliza para disponer un rectángulo en forma de zanja o surco –lo llaman “pisadero”– donde se vierte la tierra, la viruta, la cáscara de arroz y el agua en su justa medida para forjar la pasta barrosa que luego mutará en la piedra rojiza. El barro se hace a pata de caballo. En lo que resta del terreno se disponen los ladrillos cortados para que sequen al sol antes de armar el horno. De ser necesario, se nivela el terreno con pala o azada. Finalizado el día de trabajo, un piso de lodo cuadriculado tapiza el suelo. A Julio, un olero que no llega a los 40 años, del barrio San Miguel, ex zafrero del tabacal artiguense –camiseta aurinegra, gorro Nike, tatuajes oscuros en la piel oscura–, el cuerpo todavía le permite cortar 5 mil ladrillos en un día.
Dos actores cruciales intervienen en el proceso. El “barrero” se encarga de penetrar en el lodazal y a fuerza de pala llenar una carretilla de mano, fabricada generalmente de madera rústica y ruedas de algún vehículo motorizado. Transporta el barro hasta una mesa –de la misma factura– donde trabaja el “cortador”; armado de un molde de madera dura, con cuatro rectángulos, da forma al adobe y lo deposita en el suelo, ordenadamente, arqueando el tronco en cada operación. “Lo primero que te jode es la cintura”, evalúa un ex cortador del barrio Bella Vista, fornido y hablador: “Yo hacía 6 mil por día. Con un molde de cuatro, ¿cuántas veces te agachás?”.
Con buen clima, los ladrillos cortados tardan menos de una semana en secar. Viene luego la etapa de “encasillar”: acomodarlos en hileras de varias plantas, uno encima del otro a lo largo del terreno. El horno se arma como una pirámide trunca (usualmente de 5 mil ladrillos) que sobrepasa la altura media de una persona, con huecos en la base en forma de túnel donde se coloca la leña, de modo que el calor suba hasta la superficie. Antes de encenderlo, se reviste la estructura con una capa de ladrillos unidos con barro y algo de cáscara de arroz para mantener la temperatura. Es “la tapa”. El fuego persiste por al menos dos días, durante los cuales los hornos –solitarios y geométricos– permanecen como montículos de humo blanco en medio el campo.
El “dueño” de la parcela puede contratar barrero o cortador: changadores que cobran unos cientos de pesos por cada mil ladrillos cortados. Esto, junto con la tierra y la leña (a veces ni eso) constituyen el magro coste de producción. La viruta se regatea en las carpinterías de la zona. La cáscara de arroz sale de los establos donde es empleada como “cama” de los animales (a veces no se usa porque “produce sarna”). En estos días las pilas de cáscara podrida se amontonaban en los terrenos (cuando se echa a perder adquiere un tono oscuro) y los ladrilleros la exhibían como símbolo de la producción estancada. Los hornos, en tanto, seguían tal cual fueron dejados luego de apagados hace cerca de tres meses, según los trabajadores. “No hay venta”, “Está todo parado”, repetían, descreídos.
***
Según datos de la Dirección Nacional de Aguas (Dinagua), en 2015 había cerca de seiscientos ladrilleros y areneros trabajando y viviendo en la cuenca del río Cuareim. A principios de 2016 una inundación histórica acabó con hornos, materiales, herramientas y arrasó con el sustento de esas familias, barriendo río abajo meses de producción. Hubiera sido la mayor pérdida si las oscuras corrientes del Cuareim no hubieran avanzado hasta expulsarlos, también, de sus propias viviendas (véase Brecha, 8-I-16). Entre las medidas del gobierno municipal para reparar la situación se ofrecieron terrenos del Ejército para que los trabajadores pudieran rehacer lo perdido. Y, en convenio con la Escuela de Ladrilleros de Rivera, actualmente se dictan cursos para que puedan regularizar su situación laboral y a la vez producir momentáneamente en terrenos a salvo de las crecidas. Dudosos, algunos, de que allí puedan aprender algo diferente sobre un oficio que ya dominan de memoria, renuentes otros a la impronta castrense del lugar, y desconfiados otros tantos de las posibilidades reales de vender lo producido, sólo 23 ladrilleros participan de los cursos al día de hoy. Desde la mañana hasta la tarde, con almuerzo incluido y un viático para locomoción, sacrifican su tiempo apostando por la propuesta. Aún esperan revertir la mala racha y recobrar lo devastado por la furia del río.
***
Es sábado. Son cerca de las seis de la tarde. La ciudad también es un horno, atenuado a veces por breves frescos que arrastran las lloviznas esporádicas. En el barrio Bella Vista –uno de los principales asientos oleros de la ciudad de Artigas– no se ve un alma. Sólo dos veteranos trabajan, silenciosos, en un recodo del río al final del camino de tierra. Se oye apenas el rumor del agua al costado y los gritos distantes, provenientes de un campeonato de fútbol barrial, donde con una nutrida tribuna de espectadores los pibes de los alrededores corretean descalzos, indiferentes a las altas temperaturas y al sol todavía insistente de la tarde.
Ferreira también está descalzo. Pero con los pies en el barro. Tiene 56 años. De su prontuario, que se empeña en sintetizar luego de liar su cigarro con una chala, surge que anduvo cortando caña en Bella Unión, fue peón esquilador, vivió años en un rancho a la orilla del arroyo Tamanduá sacando arena en un bote; e incluso llegó a tener algunos animales, que luego extravió. Y más. Pero su afición al peor vino brasileño durante todos esos años lo llevó a una sala de hospital en Montevideo con la condena perpetua de vivir a pollo y verduras cocidas por el resto de sus días. Hoy reside con su familia en Artigas y desde la mañana hasta la tarde concurre cotidianamente al dichoso curso en los predios del Ejército para poder regularizarse como ladrillero. En eso se le va la mitad del día, por ahora, sin nada a cambio. En tanto, aprovecha la tarde y los fines de semana para trabajar el barro en este terreno, “suyo” desde hace 14 años. De acá fue echado sólo por las inundaciones: una y mil veces el agua le arrebató quién sabe cuántas cargas de ladrillos; “por andar borracho por ahí”, confiesa, esforzándose sin éxito por disimular un portuñol compacto.
Suárez, desde el otro lado del alambrado, bromea con su colega acerca de que su cintura ya no es la de antes. El otro ríe, mientras se agacha para desprender el barro del molde. Suárez –no dice su nombre– tiene 60 años. “Hace 43 años que trabajo en esto”, afirma, y asegura haber sido testigo de cuando en el oficio no se utilizaba la mesa, y se armaban los ladrillos directamente en el suelo; un castigo corporal innecesario que con el tiempo se extinguió. Empezó a trabajar en la caña cuando la dictadura: la zafra, en aquellos años, empezaba en junio y terminaba en octubre. Pasaba luego una temporada por la esquila –“cuando había”– y en verano recaía en las olarías. Según cuenta, hoy divide la jornada en unas horas de trabajo durante la mañana y el resto durante la tarde. “Trabajo solo y despacio”, dice, y en complicidad con el otro reclama que mientras ambos están trabajando en solitario en aquella punta del río, los pibes juegan al fútbol, cuando no vuelven amanecidos de los bailes –o de los ensayos de la escuela de samba del barrio– y no se aparecen al día siguiente. “La gurisada no trabaja. Y yo no quiero gurí trabajando conmigo. Quiero gente con responsabilidad”, espeta Suárez con vehemencia. “Esto está todo abandonado”, remata Ferreira, y el hondo silencio del lugar parece aprobar el comentario.
El cielo parece encapotarse. Suárez optó por no proteger los adobes de la lluvia. Pero dispuso grandes mantos de nailon para cubrirlos luego, en caso de que sea necesario regresar durante la noche. Amenaza volver “enfierrado”, “por las dudas”, y se despide. Queda claro que no es una zona amable para recorrer a esas horas. Más tarde comenzaría a chispear y llovería cerrado hasta el día siguiente.
***
“Esos caballos de ellos saben leer y escribir. Es sólo moverles las riendas y te llevan allá donde fueron a cargar por primera vez.” La gracia pertenece a un funcionario municipal, conocedor de las zonas linderas a la frontera fluvial, y va dirigida a los contrabandistas pobres, que se las arreglan para pasar artículos brasileños en carros por unos pocos pesos. Una práctica cotidiana y regular que ya no sorprende a nadie.
En tanto, mientras un sector de los oleros estuvo a punto de cortar el principal paso de frontera del departamento (y liarse en un seguro embrollo policial), algunos de los ladrilleros más veteranos relativizan el hecho de que el contrabando haya hecho mermar las ventas del ladrillo artesanal. “Los tijolos (ladrillos) brasileros siempre pasaron. ¡Si el río es así…!”, dice Suárez, sugiriendo con un gesto de las manos la idea de estrechez. Lo cierto es que, en Quaraí, mil ladrillos industriales –“de oito furo” (de ocho agujeros)– se pueden conseguir más baratos que el millar de los artesanales uruguayos. Además se necesitan menos para llenar el mismo espacio: son más grandes. Los constructores compran en barracas brasileñas y pagan un flete de carro para contrabandear la mercadería (ladrillos, gas, pórtland, arena) por las angosturas del río (“picadas”).
Manto de ilegalidad, pobreza, cadena de favores, ganancia de pocos. Empezando por el propio idioma sin reglas que esgrimen con total naturalidad sus habitantes, la frontera siempre fue esquiva a las normas. Las autoridades aseguran no contar con recursos para controlar la circulación de mercadería; los ladrilleros especulan con la existencia de grandes coimas que expliquen la trama de intereses detrás del esquema de contrabando; y los funcionarios de Aduanas, acompañados por unos pocos policías, se mantienen atornillados a la cabecera del puente, ajenos –o no tanto– al ajetreo comercial que sucede en el río. Mientras tanto, la Intendencia cede el uso de sus terrenos para el trabajo por fuera de la seguridad social, y hasta acarrea tierra con máquinas municipales para la fabricación de ladrillos (e incluso compra la producción). Las obras, en tanto, pagan sin mayores problemas por el mismo ladrillo artesanal, o por el “tijolo” brasileño importado de forma ilegal por un carrero que cruza toda la ciudad. Y los albañiles construyen. Cimentan habitaciones, refaccionan muros, corrigen paredes, levantan viviendas; propias, ajenas, humildes, refinadas…
***
Toledo está enojado porque la tierra que le trajo la Intendencia tenía vidrios y sus caballos se lastimaron pisando el barro. Es un ladrillero veterano del barrio Rampla. Encolerizado, asegura que en las próximas elecciones pone cualquier cosa en la urna, menos una lista. Con sus hornos parados hace más de un mes, cuenta cómo se las rebusca para suplir las ganancias: “Salgo a changuear. Voy a dar vuelta alguna quinta, a carpir. Si sale algo de albañil allá voy, si sale para colocar un techo allá voy, uno aprende de todo en la vida, algo tenemos que hacer. Si te sale para carretillar, tenés que ir. ¿Qué vas a hacer?”.
Como Toledo, varios ladrilleros reconocen que muchas veces son sus propios carros los que transportan el contrabando, al no tener otra manera de hacer el jornal. Aun tiznados por los hornos y el sol más fatídico del país, aun rotos en la cintura, parecen inquebrantables en la voluntad. Muchas veces ser ladrillero es, también, ser medio cañero, medio carrero, medio esquilador, medio arenero, medio albañil, medio tabacalero o medio contrabandista. Qué remedio.
***
¿Quién fabricó los ladrillos que forman las paredes viboreantes de la Parroquia del Cristo Obrero? Fue, por lo pronto, el reconocido ingeniero artiguense Eladio Dieste quien la puso en papel y en teoría, y es una de las obras insignes de la construcción en ladrillo en Uruguay. Pero como en muchas otras obras –incluyendo las grandes edificaciones o las fachadas a medio hacer de las periferias de las ciudades– poco queda, en la obra consumada, del trabajo de quienes sólo entienden de arquitectura e ingeniería cuando se trata de los hornos llameantes, o del “encasillaje” de los adobes cuando éstos no son aún más que una forma de barro enclenque. Entre los hornos, los oleros del Cuareim ya no esperan reconocimiento ni prodigios de ningún tipo. Tal vez nunca lo hicieron. Sólo se buscan la vida.
- Estas palabras aquí entrecomilladas, tradicionales entre los fabricantes de ladrillos de todo el país, probablemente provengan del gallego olería, que significa alfarería, o cerámica.