Jérôme (Mathieu Amalric), que vive y trabaja hace tiempo en Shangái, a propósito de un asunto de negocios que debe cerrar en Londres recala en París con su novia y socia Chen-Li. Allí visita a su madre, Suzanne (Nicole García), y a su hermano Jean-Michel (Guillaume de Tonquédec), y enterado de la segura venta de la gran casa familiar donde pasó su infancia retrasa su ida a Londres para ir a ver la tal mansión y enterarse de su situación. La casa no viene sola; por ahí cerca anda la que fue amante de su padre fallecido, que tiene una hija llamada Louise (Marine Vacth), ambas apoyadas por Grégoire (Gilles Lellouche), un amigo de infancia de Jérôme. Rápidamente aclarado que la muy hermosa Louise no es hermana del regresado, se sucede una serie de descubrimientos, rechazos, acercamientos, enamoramientos, peleas entre varios de los personajes, etcétera.
El regreso a la dirección del veterano Jean-Paul Rappenau (El salvaje y la dama, 1975; Todo fuego todo llama, 1981; Cyrano de Bergerac, 1990; El jinete en el tejado, 1995) sucede después de varios años; Bon voyage, no proyectada en Uruguay, está fechada en 2003. Es un realizador poco prolífico; no más de ocho largometrajes y un corto en más de cincuenta años, aunque se ha desempeñado también como guionista, y con Cyrano, totalmente concebida para el brillo de Gérard Depardieu, obtuvo un notable éxito de crítica y de público. Autor también del guión junto a dos colaboradores, uno de los cuales su hijo, Rappenau concibe un relato exasperado, dinámico pero tan previsible y chato como un telefilme, con situaciones dignas de ese género –la más teleteátrica, el impacto amoroso casi instantáneo entre Chen-Li y el pianista chino–, y con tantos gritos y enfrentamientos que más que en la calma campiña francesa la película parece ambientada en un sur italiano caricaturizado. Lo de la campiña importa poco porque son escasas las escenas en exteriores, en cambio importa, en sentido negativo, el escaso partido que se saca a la mansión, que por su emplazamiento, su tamaño, su significación en la historia –haber sido el entorno de dos familias sucesivas, guardar por tanto las huellas de ambas–, podría haber sido ese personaje silencioso que a veces son las casas en las películas que se ocupan de ellas, cuando son capaces de apresar su aire. Un enredo judicial bastante entreverado en torno a la posesión de la casa tampoco ayuda demasiado en una narración donde el elemento dramático no tiene fuerza para que importe, y los pasos de comedia –un vodevil familiar, digamos– tampoco cargan gracia suficiente.
De todas maneras, la película se ve con facilidad, porque el ritmo es ágil y porque algunos de los actores presentes son de esos que salvan cualquier situación. Mathieu Amalric es uno de ellos, y su presencia y la del impagable Gilles Lellouche, más una muy breve pero contundente aparición de André Dussolier, aportan a una empresa donde curiosamente las mujeres se lucen poco, tanto que la notable belleza de la joven Marine Vacth no alcanza a compensar el carácter monocordemente retobado decidido para su personaje. Las familias en cuestión poco de familiar tienen; ese carácter en cambio le cuadra a una producción donde un hijo del director es coguionista y otro hijo el responsable de la música.