Track (“Siete personajes en busca de amor”) (Circular, sala 2), de Fernando Schmidt, dirigida por Ovidio Fernández, tiene a Moré como único intérprete y anfitrión, encargado de inmiscuirse en los asuntos de algunos espectadores, ocurrentes desplazamientos de por medio, para luego transformarse en una serie de siluetas de ambos sexos que, desde el propio subtítulo de aroma pirandelliano, describen sus infortunios amorosos o casi. El actor recorre así una vía –un track– que lo lleva a convertirse en unos y otras casi a la vista de la concurrencia con la velocidad del caso, sin incurrir en aparatosos subrayados. Tanto en la silueta silenciosa del comienzo como en el parlanchino desfile que viene después, el hombre exhibe una indiscutible versatilidad, acompañada de un apreciable don para comunicarse con la platea. Menos favorecido, esta vez, resulta Schmidt, quien a menudo ha sabido destacarse en los terrenos del humor con afilados tonos. En la presente ocasión el autor parece dejar de lado el ingenio para prestarle mayor atención al trazo grueso de lenguaje y situaciones que se ven venir de lejos y que la mano de Fernández debería haber abreviado.
Mi familia (Circular, sala 1), de Carlos Liscano, con dirección de Leonel Dárdano, pone a los montevideanos de nuevo en contacto con el empeñoso grupo Eslabón, de la ciudad de Canelones. La tal familia es la que propone con desarmante sagacidad Liscano para referirse al ser humano, en general tan propenso a usar a quienes lo rodean a extremos que, a veces, sería mejor no divulgar. Con toques del teatro del absurdo que nuestro dramaturgo domina con naturalidad y el director traslada con cabal entendimiento, las cuatro figuras que, al parecer, integran una “familia tipo” se complementan para ilustrar las actitudes de padres e hijos cuyos papeles los eficientes Niccola Pisano, Federico Rodríguez Luzardo, Lucía Montenegro Castro y Karina Martínez –bien entrenados en sus transformaciones por Carlos Sorriba– encarnan todos ellos con sorpresivas idas y venidas. Nada más que cuatro simbólicas sillas, un telón de fondo y un par de instrumentos musicales que acompañan alguna significativa canción le sirven a Dárdano para poner en marcha la intempestiva saga de secuencias que, al tiempo que lo divierte, le sirve al espectador para ponerse en guardia con respecto a la forma en que muchas veces procede para obtener beneficios en circunstancias que perjudican a terceros y cuartos.
Autoestigma (Notariado), de Isabel Flores, dirigida por Leonardo Pacella, quiebra una sincera lanza a favor de la comprensión de las diferencias entre los seres humanos, a partir de la relación que una mujer de comportamiento varonil entabla con un hombre que siempre parece reaccionar con gestos o comentarios de corte femenino. La frescura del planteamiento va por cierto de la mano de un llamado a la sencilla comprensión de la platea que, de una vez por todas, debería tener claro que, más allá de la ingenuidad de las frases harto repetidas, todos somos iguales por el simple hecho de no ser otra cosa que diferentes. Simpáticas, entradoras y, en verdad, nada agresivas, resultan las figuras que componen con desenvoltura Luis Alberto Carballo y Rosina Benenati, personajes y estandartes de una causa –la autoestima con la que juega el título– que Flores trasmite con desarmante ingenuidad y calidez, y que Pacella mueve con oportuna concreción. Por más que la resolución escenográfica –en medio de la cual el rostro de Freud debería, quizás, permanecer– impresiona como demasiado escueta con relación al espacio, la imprevista gracia del asunto se abre camino por sí sola. Pacella y Carballo desde los créditos del espectáculo recuerdan asimismo a la concurrencia que el Carnaval y el teatro se hallan a mucho menos distancia de lo que se podría suponer.