Vacaciones, ese concepto a veces tan burgués. El Programa Educativo de Verano (Pev) les da a muchos una oportunidad única de salir de sus casas, de escapar del letargo. “Muchos de los chiquilines no conocen otra cosa que no sea el Cerro, no saben si hay otra vida pasando el Pantanoso, no salen de paseo con su familia ni con nadie”, dice Jessica, la joven maestra de la escuela 226 del Cerro oeste, donde el programa de verano ha funcionado de forma ininterrumpida desde 2012 con chiquilines de varias escuelas de la zona. Son niños en extrema vulnerabilidad social y económica, explica la maestra, hijos de padres en su mayoría desempleados. Las fichas de ingreso les permiten a los maestros obtener a principio de año una foto de los contextos familiares. Son niños que quieren seguir los pasos de sus padres, pero no más: si el papá terminó primaria, el logro de los niños será terminar la escuela. Si la mamá tiene muchos hijos, quedarse en casa y reproducir el esquema de madre prolífera y joven será la mayor aspiración.
“La mayoría no sale, no han cruzado el puente del Cerro”, coincide la directora Susana. Para esos chicos, muchos de ellos hijos de padres presos o madres empleadas domésticas, “las únicas salidas son las que brinda la escuela”. Prontos, con la malla asomando apenas debajo de la ropa y el sombrero en la mano, se quedan con las ganas; las primeras gotas de lluvia les arruinan el paseo a la playa El Nacional (pegada a la del Cerro), y por lo tanto la práctica de canotaje de cada jueves.
“Es la cantidad de agua lo que deslumbra”, piensa por su lado María, la directora de la colonia de vacaciones número 261, de Malvín. Aunque reconoce que son muchos los niños que llegan de visita cada semana desde barrios montevideanos periféricos y que no conocen el centro de la ciudad, lo que no deja de sorprenderla es la carita de deslumbramiento del niño del Interior cuando ve por primera vez el mar. O las de los propios docentes que vienen con ellos: “Hay maestros del Interior –ni que hablar de los niños– que nunca vieron una escalera mecánica, ni el mar, la playa, la isla, hasta la cantidad y velocidad de los autos los sorprende. Es increíble, no se olvidan más de la experiencia”.
DE TODAS PARTES VIENEN. Mateo tiene 6 años y recuerda que una vez fue a la playa de Punta Yeguas, allí donde “las olas te caen arriba”. También cuenta que hay piedras abajo del agua que te dan suerte, sólo hay que llegar hasta el fondo para tocarlas. Mateo es menudo, de ojos bien verdes y tiene como hermanas a las mellizas Romina y Candela (7 años). Los tres rubiecitos y fatales van a la misma escuela y viven junto a otros dos hermanos y su mamá en el hogar Pablo Sexto, perteneciente al Inau. Cerca de 20 niños de los casi 100 que van al programa de verano de la escuela 254 (Tres Cruces) son niños bajo el amparo del Inau, informa Carmela, la directora de la escuela.
Nicolás, en cambio, con sus 11 años, cuenta fuerte que en diciembre se fue de vacaciones familiares a Brasil y Argentina, y que si lleva buenas notas en el primer carné del año lo dejan usar el celular y la Internet. Salvador (6) salta de la nada para decir que vive en un apartamento y su padre trabaja en una oficina.
Como parte de un convenio con el sindicato de Antel, los niños pasan todas las mañanas en el parque de vacaciones del Sutel, que tiene piscina, gimnasio y unas preciosas instalaciones de verano en pleno centro de la ciudad. Allí el Mateo del principio se divierte con Lautaro, que vive junto a sus 14 hermanos frente la plaza Liber Seregni y escribe el 7 (su edad) con un palito y muchas rayitas que lo cruzan. También con Matías y Pablo, que cursan juntos en la 254 (escuela especial de discapacidad intelectual), son amigos, y uno le enseña a nadar al otro. O con la nena con síndrome de Down que le da miedo entrar sola a la piscina y por eso tiene que meterse acompañada de su maestra. Entre los varones se despiden chocando los puños después del almuerzo.
“Los niños del Inau conviven acá con niños que los vienen a buscar en coches de alta gama”, resume una maestra. “Se integran todos por igual, los niños no hacen diferencias”, recuerda la directora Carmela. “Es muy positivo para ellos tener su tiempo de recreación en el verano –agrega–, porque si no quedan durmiendo en la pensión, en la casa, en el hogar, o pernoctando en la plaza Seregni, con todo a lo que se exponen…”, subraya la directora.
La experiencia de verano de la escuela 254 va recién por su primer año, este mes también ha recibido a niños de otras escuelas vecinas, como la 61 o la 45, y le ha servido para “reflotar el barrio, para que vean que algo está pasando cerca de ellos, si no sucede lo que les pasa a los del Centro: todo el mundo hace sus actividades por fuera y el barrio queda vacío”, explica la directora. Carmela se lamenta de que los barrios más céntricos sean los más impersonales, mientras que los más periféricos son los que generan mayor sentido de comunidad y pertenencia.
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Hoy termina el verano en las escuelas. En el Pev participaron unos 12 mil estudiantes de más de 130 escuelas, ocho de ellas de Montevideo. Y como cada verano, el presupuesto otorgado por la Anep fue un poco menos de un millón y medio de dólares. Desde su creación, en el año 1990, el programa fue cambiando de nombre –y de énfasis–: Verano Solidario, Verano Feliz, Verano Educativo, hasta llegar al actual Programa Educativo de Verano.
Al principio tuvo una función “casi exclusivamente asistencial y recreativa, siempre tuvimos escuelas abiertas en el verano, pero eran comedores”, explicó a Brecha Héctor Florit, consejero de Primaria. Lo que hasta la década del 90 era exclusivamente un servicio de alimentación, a partir del año 91 fue incorporando actividades recreativas en el lugar donde estaban los comedores, privilegiando las zonas con mayores necesidades básicas insatisfechas, tratando de seleccionar escuelas que reuniesen un entorno barrial y a otras escuelas, explicó Florit.
Posteriormente se le fue sumando al programa un mayor énfasis educativo. Con un alto en 2002 –cuando la contención que daban los comedores volvió a ser fundamental para los niños de la crisis–, a partir de 2005 el verano se concibió como una segunda oportunidad para repasar los contenidos curriculares más importantes del año, desde un enfoque distinto y distendido. Incluso una circular de Primaria (la 200) permitió la promoción de los alumnos a cualquier altura del año, y la arremetida de verano podía ser la salvación para muchos.
Desde 2007 en adelante, recuerda Florit, el programa de verano fue visto cada vez más como una oportunidad de encarar, entre varias cosas, la lectoescritura en grupos más pequeños (un maestro cada 15 alumnos). Actualmente el Pev pone el énfasis en los contenidos poco trabajados durante el año, pero desde lo lúdico: el teatro, la danza, el canto, el audiovisual, el ajedrez, la educación física, los deportes y las actividades en el agua.
“Claramente son políticas focalizadas y compensatorias”, opina el consejero. Y agrega que, como política de promoción y de oportunidades complementarias que es, tiene que priorizar a los sectores con más necesidades. Todo sin desconocer que pueda haber otras realidades familiares que también requieran este tipo de apoyos, por ejemplo los padres que trabajan. Es el caso del departamento de Maldonado, donde el programa tiene una modalidad distinta y a través de un convenio con la Intendencia recibe a los hijos de los trabajadores de la temporada estival durante una jornada extendida a diez horas (de 8 a 18 horas).
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Entre las 8.30 y las 9 reciben una taza de leche con bizcochos, pan o galletitas. Los chicos desayunan por la mañana y se van “almorzados” a su casa a las 13.30. “Cuando es muy rica la comida no podés repetir porque se termina enseguida”, dice una niña terminando el plato de capeletinis con tuco, sentada en la mesa de las maestras de la 226 del Cerro. Recuerda que a veces es arroz con atún, otras pan de carne, guiso de lentejas. A veces es hamburguesas con puré, y los días de suerte, milanesas con ensalada. El postre del jueves no gusta: el caramelo de la crema está amargo y quemado, juran unos, otros se relamen viendo el fondo del cuenco, y hasta le pasan el dedo.
Como requisito para participar del Pev las escuelas tienen que tener un comedor tradicional y hacer su propia comida, ya que la empresa tercerizada que abastece con las conocidas “bandejas escolares” durante el año no funciona en verano.
Una de las docentes consultadas apunta la hazaña de cocinar con un presupuesto de 21 pesos por niño –un total de 2.100 pesos para 100 infantes–, y que además eso varíe cada día de acuerdo a cuántos chiquilines vengan. En esos casos valen oro la creatividad y audacia de las cocineras.
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El ómnibus viejo pero encarador parte a las 10 en punto de la colonia de vacaciones número 261, en plena rambla de Malvín. La playa está contaminada por cianobacterias y el paseo se redirige al Aeropuerto Nacional de Carrasco. Los afortunados visitantes de la colonia hoy son los niños de la 226 de Cerro oeste, los mismos de la maestra Jessica y la directora Susana.
Primero una parada por la plaza Virgilio o Plaza de la Armada, un análisis fugaz de la historia del monumento del arquitecto Eduardo Díaz Yepes y los caídos en el mar. A lo lejos se ve la Isla de Flores, y los niños juegan a adivinar por qué allí se encuentra el “faro más caro del mundo”.2
Esther y Diamela, las maestras casi convertidas en guías turísticas, recuerdan a los chiquilines que deberán tener modales y hacer silencio porque en esta “aula abierta” o “aula expandida”, sus voces compiten con el ruido ambiente de los autos, entre otros. El salón de clases es la ciudad: unos días en el Museo del Fútbol, otros en el Sodre, el Museo del Carnaval o el Oceanográfico.
A lo lejos se ve Pocitos, y los niños se enteran de que allí viven nada menos que medio millón de personas, un tercio de la población de Montevideo. “Maestra, ¿por qué no se ve el Cerro desde acá?, no se ve la montañita de la fortaleza”, pregunta, confundida, una de las nenas. La geografía de Montevideo y esos edificios tan altos y pegados no permiten verlo, responde Esther.
Con la ñata contra la ventanilla, los niños observan las hermosas casas de Punta Gorda y Carrasco mientras el bus avanza por la interbalnearia.
“¿Trajeron sus pasaportes?”, bromea Esther ya en el aeropuerto, y redobla la apuesta: “¿A dónde viajarían?”. Miami, Bariloche, el Caribe, Disney, Tokio, Estados Unidos, Brasil, México…
Jessica (11) recuerda que una vez se subió a un avión con sus padres, sus siete hermanos y la abuela rumbo a Cancún, luego de ganarse un premio en un programa de tevé. “Yo tenía miedo porque pensé que el avión iba a explotar, pero no”, recuerda. Otra interviene para decir: “Yo nunca, pero mi hermano con el fútbol se fue en avión y en barco”. Y otra la interrumpe para decir que la fila de embarque se parece a la cola del cine. Otros, boquiabiertos, observan el tamaño de las naves a medida que se acercan, cuando a lo lejos parecían tan chiquitas.
De nuevo con la ñata contra el vidrio jugamos a que viajamos en ese avión que, como dice Esther, guarda las ruedas en la panza y levanta vuelo sobre la pista.
- Del Consejo de Educación Inicial y Primaria (Ceip).
- La luz de ese faro nos costó un buen pedazo del territorio nacional, porque Uruguay entregó las Misiones Orientales a los portugueses a cambio de su construcción, en el llamado “tratado de la farola”, de 1819.
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En el debe
A pesar de que el programa de verano educativo, con sus distintos nombres, ya lleva 27 años en marcha, de que es articulado a través de la escuela pública (“la institución de mayor penetración social en el país, ninguna con ese alcance”) y es “de las pocas experiencias de autogestión pedagógica que tiene Primaria, de las más redonditas”,1 festeja Héctor Florit, quedan “muchísimas cosas por mejorar”. Según el consejero de Primaria los proyectos que cada escuela debe presentar para participar del programa hay que prepararlos con mayor anticipación, lo mismo sucede con el análisis de la ubicación de las escuelas o la supervisión: hay pocos inspectores, admite.
Pero el desafío más grande, reconoce Florit, es lograr un continuo de la actividad escolar del año, la experiencia de verano y la del año lectivo siguiente: “Hay escasos puentes, no conocemos todas las historias personales de los niños o sus necesidades. Es decir, tanto por las particularidades de cada niño como por los objetivos pedagógicos, no está construida la continuidad”. Durante el verano “estos niños van a tener experiencias que muchos otros no van a tener, tendríamos que tener como una plataforma de acogida de la experiencia y que no sea una cuestión espontánea, o que se pierde en el verano. Ese es el nudo más complejo”, agregó Florit. El mismo desafío se presenta con “el puente roto” entre primaria y secundaria, cuando el niño pasa al liceo, agrega.
Carmela, la directora de la 254 de Tres Cruces, coincide que falta tiempo y planificación a la hora de presentar los proyectos, que siempre se entregan en noviembre en medio del caos del cierre de clases. Lo resume así: “Habría que estudiar la idea de abrirlo a otras escuelas: hay algunos niños que necesitan venir y otros que no tanto, habría que completar el cupo de 100 pero con una selección analizada, no a último momento. Hacer un seguimiento de los niños desde el comienzo, investigar en las escuelas, pedir información a los directores, que los maestros sugieran. Mezclar entre las zonas este-oeste-centro, para que no queden las tres áreas tan aisladas”.
Para Susana, la directora de la 226 (Cerro oeste), lo que el programa necesita es más difusión: “Nosotros no nos podemos quejar porque tenemos muchísimos niños, ya está institucionalizado: llega fines de noviembre y los padres vienen a preguntar cuándo apuntan para el verano. Pero no sé si pasa lo mismo en otros lados. Esta experiencia es maravillosa, hacen falta más escuelas participantes y que se acerquen más niños”, concluyó la directora que, luego de 38 años de carrera, se jubila el último día de febrero.
- “Las escuelas presentan su propio proyecto educativo, tienen un espacio curricular abierto, toman las llaves y piensan la institución.”
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