En L’Ère du témoin (Plon, 1998), la historiadora francesa Annette Wieviorka (1948), analizaba el peso del contexto en el momento en que se produce el testimonio, pues el que cuenta dirime –en relación con otros– los problemas morales que implica su relato. El eje conceptual de 1945. Cómo el mundo descubrió el horror (Taurus, 2016) es la huella en tanto habilitadora de una historia que surgirá marcada por las pulsiones y los intereses de quien la cuenta y de la sociedad que la recibe. “Nunca se ‘descubre’ más que aquello que ha dejado una huella”, explica, “y se ‘descubre’ cuando la sociedad o el mundo político sienten la necesidad de hacerlo”. Hay fotografías y relatos que no interesan en el momento en que se realizan, pero que constituyen una reserva a la que la sociedad puede acudir. Cuenta que el doctor František Bláha, comunista checo, internado en Dachau en 1941, habló de los gaseamientos en un tribunal levantado en el campo en noviembre de 1945 y en Nuremberg en enero de 1946: “hubo que esperar a la aparición mediática, en la década de 1980, de los que negaban la existencia de las cámaras de gas, y por ende el genocidio de los judíos, para que se prestara otra vez atención al testimonio de Bláha”.
Wieviorka elige seguir la peripecia de dos reporteros que entre el 5 de abril y finales del mes de mayo de 1945 acompañan a los aliados por Alemania, Austria, Polonia. Meyer Levin es escritor y periodista estadou-nidense, Eric Schwab, fotógrafo francés. Comparten con Wieviorka una dualidad sustancial: los tres son judíos y profesionales talentosos. Levin y Schwab representan dos maneras de ser judíos: para el primero, el judaísmo será una identidad absorbente, para el segundo, una posibilidad que convive con otras. A partir del primer encuentro con un campo de concentración, Levin focaliza su interés en el destino de los judíos, Schwab busca a su madre, judía alemana, de la que no sabía nada desde 1943. El descubrimiento de los campos es fortuito, una “revelación”: el ejército y los periodistas encuentran lo que no buscaban y conocían sólo por rumores.
La historiadora hace un relato paso a paso de ese periplo: las reacciones de los reporteros y de quienes los acompañan; lo que registran en sus artículos y con sus cámaras, lo que es tomado por la prensa y la memoria colectiva y lo que es dejado de lado. Delinea la figura de cada uno antes de que entren en la secuencia de su trama: es una narradora contenida y eficaz. Enumera las encrucijadas de sus vidas hasta el momento del comienzo del viaje. Le interesa el lento advenir de la conciencia: Ambos habían escuchado rumores de “masacre en masa” y dieron testimonio de un acontecimiento “que entonces no tenía nombre: la persecución y destrucción de los judíos de Europa”. Detalla el proceso que lleva a distinguir los “campos de concentración” de los “centros de exterminio”, va desbrozando lo específico del destino judío.
El 23 de noviembre de 1944 los estadounidenses liberan el campo de Struthof: sus internos habían sido evacuados hacía dos meses a campos satélites. En diciembre de 1944 y enero de 1945 la prensa y las radios francesas y estadounidenses dan cuenta de las torturas y las condiciones terribles en el lugar, pero no hay testigos. El arsenal de imágenes lo proporciona la apertura de Buchenwald en abril de 1945.
En 1942 los aliados habían decidido castigar los “crimenes contra la humanidad”. Cuando entran en Ohrdruf (5-IV-1945), que se desvaneció pronto de la memoria de los campos, encuentran 29 cadáveres en círculo: la orden es dejarlos como están para investigar e identificarlos. Se toma una decisión que se repetirá: “hacer visitar el campo a los ediles y luego a la población de los alrededores; reclutar a esta última para enterrar los cuerpos”. Al regresar de la visita el alcalde de Ohrdruf y su mujer se ahorcaron.
Buchenwald y Dachau, liberados el 11 y 29 de abril, respectivamente, son los que durante mucho tiempo mostrarán el horror nazi. Wieviorka explica que hay dos Buchenwald: el campo grande, en el que estuvo Jorge Semprún, en el que la vida es posible y los internados tienen nombre; y el campo chico, reservado a los inválidos, los judíos, los gitanos, que es un “lugar de agonía y muerte” en el que los prisioneros no tienen nombre. Es de este último del que se toman las imágenes. Schwab fotografía resistentes franceses en Buchenwald que están en buen estado físico: no figuran en ninguna obra sobre las fotografías de los campos. Tampoco hay foto de la biblioteca de la que Semprún sacaba los libros. Se crea una imagen unificada que ignora las diferencias entre los presos.
Sutil, elegante, Wievorka levanta esta historia sin dejarse llevar por la posibilidad de novelar porque los datos son preciosos y el relato está al servicio de iluminarlos.