—¿Qué debiéramos entender por progresismo hoy?
—Es un concepto que está en crisis, y creo que los llamados “progresismos latinoamericanos” pusieron en crisis el concepto de progresismo. Porque tendríamos que discutir largamente si la suma de un conjunto de políticas contradictorias produce progresismo como si fuera una suma algebraica. Uno podría decir que Hugo Chávez es inocente de Nicolás Maduro, pero yo no acepto eso. Si bien Chávez era una figura continental con grandes cualidades interesantes, no se puede olvidar que él construyó esa sucesión por su personalismo, y porque fue insensible al aspecto democrático de un gobierno progresista. Chávez fue el castrista de los castristas en América Latina.
—Entonces habría que introducir el concepto de caudillismo para entender esa forma del progresismo.
—No todo lo cubre el populismo. Chávez encontró en Cuba lo que él pensó que solucionaba o que enfrentaba de una manera decisiva el poder del imperialismo yanqui en América Latina. Eso en primer lugar es una equivocación. Porque Cuba si bien supo defender heroicamente su territorio en la década de 1960, no es un modelo de independencia política frente al imperialismo. Sobre todo por todo lo que se entrega por el camino. Más allá de esto hubo casos muy interesantes en América Latina de nuevas formas de progresismo o cultural-progresismo.
—¿Por ejemplo?
—Evo Morales. Es un caso muy interesante. Por más que se hayan detectado fisuras en los últimos años, Evo fue el primero que le dio al plurietnicismo, a la pluralidad étnica de Bolivia, una representación política e institucional. Y en algunos momentos de su presidencia supo aceptar derrotas que venían de esa pluralidad. Cuando quiso hacer la carretera que atravesaba la Amazonia boliviana le exigieron un plebiscito, perdió el plebiscito y no hizo la carretera. Eso tuvo que ver con su propia construcción política en la reforma de la Constitución, al incorporar el referéndum y plebiscitos a la propia Constitución. Y respetar el resultado. No hacerlos cuando simplemente se tiene la certeza de que se va a ganar, sino cuando el resultado no está asegurado según la voluntad de los gobernantes. Creo que Evo es un gobernante interesante. Dejo de lado a Uruguay y a Chile, que son países muy institucionales desde la perspectiva latinoamericana y que tuvieron sus gobiernos progresistas con presidentes de rasgos altamente populistas, como Pepe Mujica, y rasgos altamente liberales, como Tabaré Vázquez, pero que supieron manejar sus transiciones democráticas de una manera muy organizada, algo que tiene que ver con tradiciones políticas chilenas y uruguayas que no se dan en otros países de América Latina. No digo que ambos se parezcan, pero tienen una cierta estabilidad institucional, y su respeto por los pactos el resto de América Latina lo considera como una particularidad.
—¿Sólo Evo Morales es un ejemplo de estos últimos años?
—Y el primer gobierno de Lula en Brasil. El camino que hizo Lula es ejemplar. Fundó un partido hace 30 años, cuando era dirigente gremial en San Pablo, y se rodeó de los mejores intelectuales de Brasil. Más tarde ese partido va a tener todos los problemas y vicios de la política brasileña, pero lo fundó. Lula en ese momento quería institucionalizar un partido progresista que superara al conjunto de los partidos estaduales que hacían los pactos en el mundo político brasileño, y lo logró. Y además es inédito en América Latina que un dirigente sindical consiga rodearse de los mejores intelectuales para hacer eso. No se puede comparar con ningún caso latinoamericano. Después en su presidencia pudo haber tomado los rasgos de la época, que era una especie de triunfalismo sudamericanista que hoy se demuestra que no tenía base. Por eso digo que no son comparables.
—Estas experiencias progresistas también son criticadas desde la izquierda tradicional. ¿Qué rol le cabe a esa izquierda crítica?
—Es importante que existan estos grupos, en general de origen trotskista, fuertemente anticapitalistas, porque dan testimonio de la desigualdad radical en las sociedades capitalistas. Hay algo que no parecen aceptar, y es que no hay socialismo en el mundo. No digo que no lo habrá. En 1989 se cayó el muro de Berlín, pero ya antes sabíamos que la Unión Soviética no era socialista. Los trotskistas lo sabían perfectamente. La República Popular China era una república autoritaria. Todos los que estuvimos cerca de la República Popular China como militantes podemos recordar las hambrunas y las muertes. Está muy bien que existan grupos inevitablemente minoritarios que recuerden que el capitalismo es un régimen de enormes desigualdades. Pero hoy no parece haber posibilidad de una alternativa. Estamos en una situación donde lo que se ha impuesto en el mundo son distintas formas de explotación capitalista. Esto, a quienes somos de izquierda, no nos causa alegría, pero tenemos que reconocerlo para hacer política. Esas formas de explotación son siempre desiguales y muchas veces corruptas.
—¿Y sobre esa realidad, cómo trabaja una intelectual de izquierda, como se acaba de definir usted?
—No hay posibilidad hoy de revertir esa situación. No hay masas insubordinadas que puedan avanzar sobre las ciudadelas y las fortalezas del poder capitalista. Esta fue una discusión larga dentro del marxismo. Fue la discusión que dio origen a la socialdemocracia en la Segunda Internacional, en el siglo XIX. Ahí hubo dirigentes marxistas que pensaron que no estaban dadas las condiciones sino para una democracia representativa que se trataría de llevar lo más adelante posible. No es la primera vez que esto sucede. Contra las previsiones del marxismo, la revolución se produjo entonces en una zona marginal y atrasada del capitalismo, como era Rusia. El marxismo veía la revolución antes en Alemania o en algún lugar similar. O sea que uno tampoco puede decir que las previsiones del marxismo se han cumplido al pie de la letra.
—Frente a ese retroceso de la izquierda también aparece en retroceso globalmente la idea de militancia tradicional, y surge lo mediático primero y la “cibermilitancia” hoy. ¿Cuál es su mirada sobre este fenómeno, teniendo en cuenta su libro clásico Escenas de la vida posmoderna?
—En los años en que aparece en Argentina el Frepaso, a comienzo de los noventa, no había cibermilitancia. Ese fenómeno lo conozco bien. El Frepaso de Chacho Álvarez y Graciela Fernández Meijide aprovechaba, con esos dos grandes dirigentes muy bien entrenados para los medios de comunicación audiovisuales, esas posibilidades de difusión. Era un partido con elementos populistas y progresistas muy fuertes, y con un gran peso de los intelectuales y las ideas. No es tanto si las redes sociales remplazan a la televisión o la televisión remplaza a las redes sociales. Sino, y esto lo conozco por experiencia propia, el peso que las ideas tenían sobre los dirigentes. Eso desapareció. Y sobre eso es importante reflexionar.
—¿Podríamos ponerle fecha a ese vaciamiento de ideas en la política?
—No hay un momento, porque cada partido tiene su propia historia. En Argentina uno podría decir que en el radicalismo, que hizo un gobierno desastroso y cayó junto con el Frepaso, las ideas fueron importantes. Ricardo Alfonsín le daba una importancia enorme a las ideas, pero Carlos Menem no. El Frepaso no es el primer partido en el cual hay una fuerte inclinación a pensar la política en términos de horizonte de transformación utópica, digamos.
—¿Pero sí pudo haber sido el último?
—Puede haber sido el último junto con la Unión Cívica Radical. De hecho lo es. Hoy la Ucr ya no es un partido. Ha entregado todo lo que le quedaba, que era su fuerte capacidad territorial. El radicalismo entregó todo eso al Pro de Mauricio Macri y hoy ya es un partido despedazado, desguazado.
Del Frepaso, después de la renuncia de Chacho Álvarez a la vicepresidencia de la república, quedó muy poco. No era un partido de grandes estructuras sino con dirigentes muy movilizados. No es que lo cooptó el kirchnerismo. Los que venían de una matriz peronista volvieron. Y volvieron a un kirchnerismo que era un peronismo que renovaba promesas de 1973. Todo falsamente adornado en una especie de Carnaval ideológico.
—¿Se podía creer en otra cosa cuando asumió Néstor Kirchner?
—¿Por qué no se podía creer en otra cosa? O por lo menos, ¿por qué había que creer en eso? Sobre todo estoy pensando en los intelectuales, dado que muchos de los que se pasaron al kirchnerismo tienen rasgos intelectuales. ¿Por qué no? Cuando yo fui a cubrir para Página 12 la entrada de Kirchner en la Esma, en 2004, y él dijo: “Vengo acá porque el Estado nacional no hizo nunca nada por los desaparecidos”, yo me dije, pero este hombre miente y se miente al mismo tiempo, dado que tenía una enorme convicción en lo que estaba diciendo. Después, a la tarde, tuvo que llamar a Alfonsín para disculparse. La modalidad del kirchnerismo de rearmar la historia pasada, presente y futura ya estaba en ese discurso. Por otra parte hay que ver que en el kirchnerismo confluyó no solamente una juventud militante, que podría ser La Cámpora, sino también gente de entre 50 y 65 años, que dijo: “Yo perdí en 1973, me mataron a mis amigos, fui derrotado, agarro esto”.
—¿Cómo explica que el kirchnerismo enamorara a gente de la izquierda de los años sesenta, si fue una gran mentira?
—Es que no fue sólo una gran mentira. Esa historia tiene que escribirse de nuevo. Los planes sociales con los cuales se salió de la crisis de 2001 estaban todos en marcha cuando subió Kirchner, y los había puesto en marcha Eduardo Duhalde, que para mí es la gran biografía política argentina de comienzos del siglo. La base fueron esos planes, la gestión del ministro Roberto Lavagna, las “manzaneras” (tomadas del ejemplo cubano de trabajo de mujeres en los barrios) y el Fondo de Recuperación que le exigió Duhalde a Menem para llegar primero a la gobernación de Buenos Aires. Sin eso nada hubiera sido posible para contener la pobreza del Gran Buenos Aires.
—Eso es lo que los grandes medios llaman “el relato”. ¿Pero cada gobierno no tiene su relato, el macrismo no tiene su propio relato?
—En el macrismo el relato es pobre porque no cree en esas trasmisiones. Es pobre el relato porque el macrismo es pobre ideológicamente. El Pro es el primer partido de gobierno que le habla a la gente sin tradición política. Los partidos hasta la era Pro se formaban en lo que los latinos llamaban el cursus honorum: uno entraba al partido, militaba en el barrio o en la universidad, según cada dirigente. Esta es gente que viene de otro lado. Su cursus honorum lo hizo en las empresas. Es de una novedad enorme.
—¿Hay ejemplos en otros lugares del mundo? Pienso en Donald Trump en Estados Unidos, el empresario Pedro Kuczynski en Perú o en Guillermo Lasso en Ecuador…
—Sin duda que hay ejemplos en otros países del mundo. Trump es un caso más glamuroso porque entró directamente a la presidencia del país más importante del mundo. La que creo que es la política líder del mundo europeo, Angela Merkel, si uno lee su biografía ve que cumplió todos los pasos que dan los políticos. A los 16 años se afilió al derechista partido Social Cristiano y dio todos los pasos en ese partido. En España, Francia y Gran Bretaña los partidos todavía funcionan. Quizá el primer adelantado de todo esto sea Silvio Berlusconi, que viene de la televisión y del fútbol.
—¿Cómo se para un intelectual de izquierda en este mundo?
—Un intelectual de izquierda, si quiere seguir considerándose un intelectual progresista que haga honor a una tradición que comenzó en el siglo XIX y que es la única que yo conservo verdaderamente del marxismo, debe ser autocrítico. El principio es la autocrítica. Si no, no hay posibilidad de repensar nuestra tradición.
—¿Hay alguna izquierda en el mundo que haya hecho esa autocrítica?
—Hubo una izquierda británica, donde estaban Raymond Williams y Terry Eagleton, que no cometió la misma cantidad de errores que tuvieron la izquierda continental europea y la latinoamericana. Mantuvo algunos lazos con el Partido Laborista y pudo repensar algunas tradiciones. También hay gente que piensa la política de una manera renovada, más allá de que venga de la izquierda o no. Pero en el camino que abre Claude Lefort uno tiene gente como Pierre Rosanvallon, que piensa la política de una manera diferente. Los que venimos de antes, aunque hoy pensemos como Rosanvallon o como Lefort, no tenemos que olvidar nuestros errores.