Hace poco más de un año en estas mismas páginas escribíamos una nota sobre una muestra de máscaras mexicanas que se exhibía en la embajada de ese país. La colección que se ofrecía entonces pertenece al mismo propietario que hoy nos trae esta notable exposición de 51 máscaras ecuatorianas.1 Y lo que afirmamos en la ocasión sobre la disolución del yo cotidiano y la lucha del bien y del mal se aplica también a esta muestra pero con entonaciones diversas. Nuevamente la pasión coleccionista de Claudio Rama se conjunta con la posibilidad que le brinda su profesión de viajar por América y poner a nuestro alcance una realidad para muchos uruguayos desconocida. Es que sabemos casi todo lo que acontece en las grandes metrópolis del hemisferio norte y muy poco de lo que ocurre en nuestro continente, incluso en países de vecindad lingüística. Ecuador no es la excepción, y una fascinante puerta de entrada a su arte popular la aporta el mundo exagerado de las máscaras. Ecuador: país de fulgurantes expresividades religiosas, de celebraciones ancestrales hondamente arraigadas en las serranías andinas y en los paisajes humanos sobre cuyos rostros enmascarados se amplifican las resonancias prehispánicas, los motivos cristianos y las tradiciones afroamericanas. Las festividades nos retrotraen a un deseo primordial de transformación que bien conocemos –también se da en nuestro Carnaval– pero en cuya formalidad se manifiesta intrínsecamente lo local, tanto por el sentido de la autonomía plástica que las rige como por el espíritu sincrético que las convoca. Así los payasos grotescos del Carnaval de Guaranda, que satirizan al conquistador blanco, con el rostro níveo y la profusión de rojos, no tienen –no podrían– un equivalente en nuestro suelo. Tampoco las máscaras de malla de metal, habituales en el rol de danzantes que transforman a los seres humanos en muñecos de una pantomima alegre y eléctrica. El colorido y las plumas definen los ritmos visuales de la danza de yumbo o yumbada –“brujo”, en quechua– que se realiza en las fiestas del Corpus Christi, en San Pedro, San Pablo, San Juan y en las localidades de la sierra central. El diablo Huma, figura principal (sólo representada por hombres), encarna fuerzas positivas y negativas de la naturaleza, “es el guía, líder de la comunidad y guerreros poderosos”. En agradecimiento por las cosechas y la maduración de los sembradíos son las fiestas de san Juan Bautista, en el solsticio de invierno –Inti Raymi– (en la madrugada del 24 de junio), conocidas como “San Juanadas”, donde máscaras de monos, perros, payasos, barrenderos y caporales personifican el enfrentamiento del hombre con la naturaleza. En el otro extremo del calendario, la fiesta del niño Jesús en Saraguro, en el solsticio de verano –Kapac Raimy–, se caracteriza por la intervención de los wikis, padrinos de la imagen del niño dios, seres juguetones que portan semblantes de tela pintada y se manifiestan bailando y cantando la bienaventuranza del recién nacido. En los años viejos, al año que concluye se lo despide con rostros achacosos de ancianos, llenos de verrugas y dentaduras batientes. La Mama Negra, matriarca de los esclavos libertos de las minas de oro, se representa cabalgando a un corcel y vestida de encendidos ropajes: su persona encarna el ansia de libertad de los pueblos oprimidos. La festividad de enero de la diablada de Píllaro “está relacionada con la Fiesta de los Inocentes de la época colonial, en la que los indígenas se disfrazaban de diablo en repudio a las prácticas sacerdotales y al maltrato que recibían de los españoles y criollos”. Elaboradas con papel y engrudo al que luego añaden cuernos y dientes de diferentes animales –cabras, venados, corderos, toros–, parecen hechas para provocar el espanto y la repulsa de niños y adultos. Las imágenes más potentes en este sentido se manifiestan en la diablada de Alangasí, que acontece en la Semana Santa. El cometido de la diablada es tentar a los cristianos con el pecado (billetes falsos de dólares, revistas pornográficas), y el viernes santo 24 diablos se “apoderan” de la iglesia para el domingo de Pascua ceder su dominio ante la resurrección de Cristo, “y el mal es devuelto definitivamente al infierno”. Hay diablos adultos y diablos hijos (en el museo sobre una imponente pared púrpura): la familiaridad los hace más terribles y más humanos al mismo tiempo, pues debe haber una proximidad psicológica para que el espanto se infunda con real efecto. Grotescas, bestiales y también risueñas, las máscaras ecuatorianas definen el contorno de un fenómeno de enorme riqueza multicultural que en esta muestra “salta” directamente a los ojos.