Hubo un tiempo en el cual la industria y el uso generalizado del plástico no existían. La vida útil de los objetos en general se proyectaba casi a lo largo de la propia vida. Las manos eran la principal herramienta para la fabricación de lo necesario y ellas constituían el nexo entre una pieza que se elaboraba y el sentido de la propia existencia. Los misterios de la naturaleza, su conocimiento
intuitivo y el respe-to a los ritmos de las leyes del universo se concretaban en la dinámica del trabajo artesano.
El rakú o raku-yaki es un ejemplo de esto. Consiste en una técnica oriental tradicional mediante la cual se elaboran cerámicas utilitarias, y se las combinan con esmaltes que aportan a las piezas singularidad, cadencia y equilibrio. La palabra, que significa “diversión” o “felicidad”, da cuenta del sentido de comunión entre el oficio y la vida. Los objetos utilitarios no fueron siempre, ni significaron, lo que hoy: piezas al servicio de su usuario, totalmente descartables y pasibles de ser sustituidas por alguna mejor. La expresión del arte no estaba desconectada del sentido práctico de las cosas; las piezas y las acciones cotidianas se convertían incluso en caminos de búsqueda de la perfección y expresaban la magia invisible de la vida.
La técnica rakú se utilizó en sus comienzos para la ceremonia del té, ritual que en países como Japón es todo un budo, un camino, con diversos niveles de complejidad en cuanto a la ejecución de la técnica. Considerado como una alquimia sofisticada, en el rakú intervienen los cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Los antiguos participantes orientales fabricaban sus cuencos y luego bebían de ellos, en ambientes festivos.
Pero pese a los ritmos frenéticos que hoy se viven, aún quedan rastros de estas actividades, que permiten lograr espacios de calma mental, la convicción de estar haciendo algo útil, así como la satisfacción de que lo elaborado supone un beneficio para la comunidad.
Esta técnica, que en apariencia está tan alejada de la cultura uruguaya, será retomada a partir del 13 de marzo de este año en el Museo Torres García por la docente Micaela Perera Díaz en dos talleres con formatos diferentes. En el taller intensivo, que durará seis clases, los participantes fabricarán su propio juego de té e inaugurarán las teteras al finalizar el curso. En el formato cuatrimestral, que comenzará el 21 de marzo, los interesados podrán llevar sus propios proyectos para realizar desde vasijas, objetos utilitarios o formas escultóricas.
Se partirá con el conocimiento de las arcillas y su elaboración para ir viendo distintas maneras de hacer piezas a mano que concreten los objetivos buscados. Según esta técnica los esmaltes necesitan aproximadamente unos 900 grados centígrados para alcanzar su punto de madurez. En ese momento la pieza se retira del horno tomándola con pinzas de hierro. Una vez fuera es colocada en un recipiente con virutas de madera. El contacto de la pieza incandescente con la viruta forma una atmósfera saturada de humo que reacciona químicamente con los esmaltes, convirtiendo los óxidos en metales. Luego de varios minutos de ahumado el proceso químico es fijado bajando bruscamente la temperatura con agua. Es este el momento cuando se vincula la forma con el color, en un diálogo armónico. La experiencia irrepetible y directa de los esmaltes es así concretada.