“Bancatelá” - Semanario Brecha

“Bancatelá”

“¿Y entonces, qué hacer para proteger a esa gurisada que antes de empezar a caminar le tiene que poner el cuerpo a la agresividad de los adultos, a sus prepotencias sexuales, o a su indiferencia y su abandono?”

Ilustración: Cardozo.

La pregunta del copete –formulada desde este mismo semanario hace más de 25 años en la serie de notas “Niños en suplicio”–, sigue estando vigente.1 Es que los relatos sórdidos del pasado se parecen demasiado a los expedientes actuales. Homicidios, fracturas, hematomas, humillaciones, desprecio, sometimiento, violaciones, abandono. La telaraña de la violencia intrafamiliar contra los más chicos se teje en silencio y con la complicidad del miedo y cierta indiferencia social. La inventiva cruel del torturador doméstico es tan vasta como el sufrimiento y el daño que reciben esos chiquilines que tuvieron la mala suerte de nacer bajo su techo. Niños violentados por quien debía protegerlos. Niños atrapados en el secreto sucio del abuso sexual, colgados o golpeados con sábanas mojadas porque se hacen pichí en la cama, de plantón porque se portaron mal, marcados con la hebilla del cinturón porque no entienden, encadenados en la cucha del perro porque no hacen caso. El problema es grande y estos chicos no son pocos. Según datos oficiales, sólo en 2015, se registraron más de cinco situaciones de maltrato y abuso sexual hacia niños y adolescentes por día (un total de 1.908).2 Y esa, según los expertos, es una partecita de la realidad, ya que existe un importante sub registro y la información que se sistematiza continúa siendo fragmentada e incompleta.

Si bien es cierto que las épocas cambiaron y que estos casos son parte explícita de las preocupaciones públicas y las políticas de Estado, llegan a Inau sólo las situaciones más truculentas, hay muchas que quedan por el camino y hay muchísimas que ni son detectadas. E incluso cuando lo son, la pesadilla no se acaba. Porque “hay una distancia enorme entre los casos de violencia doméstica que se atienden y los que llegan a la sede penal. La gran mayoría queda en la órbita policial, en una simple llamada telefónica, sin abrir ni siquiera un expediente ni investigar… Por tanto tampoco llegan a un proceso penal y hay un gran número de abusadores que permanecen impunes”, dijo a Brecha la especialista en la materia, Diana González.3 Agresores impunes quiere decir niños que siguen encerrados entre cuatro paredes de terror.

Más de la mitad de los niños que sí fueron registrados en 2015 como víctimas de violencia tenía entre 4 y 12 años, y en el 13 por ciento de los casos, eran criaturas de menos de 3. El 55 por ciento de quienes sufrieron maltrato emocional o físico, abuso sexual o negligencia, fueron niñas y adolescentes mujeres, y el 45 por ciento niños o adolescentes varones. El lugar de detección más frecuente de esta problemática sigue siendo la escuela.

PERFIL DEL AGRESOR. La mayoría de los agresores son varones, pero en muchos de estos hogares también se da la ley del gallinero, o la violencia en cascada. Esto es: mujeres que son víctimas de violencia, que a su vez le pegan a los hijos y a su vez estos hijos, cuando son adolescentes, castigan a los adultos mayores.

Nueve de cada 10 agresores son familiares directos o personas que conviven con los niños. La mitad tiene entre 30 y 44 años de edad. El 63 por ciento son varones y el 37 por ciento, mujeres. En el 38 por ciento de los casos el victimario es el padre y en el 28 por ciento, la madre. En lo que se refiere a abuso sexual, en el 94 por ciento de los casos el abusador es el hombre; en el maltrato físico, la responsabilidad se reparte así: 58 por ciento el hombre, 42 por ciento la mujer.

Según dijo a Brecha Wanda Oyola, psicóloga clínica que integra el equipo central de Asse dedicado a la violencia basada en género y generaciones: “La violencia se da cuando hay una asimetría de poder. Hay uno que está por debajo, sometido. El tema es el control y el poder hacia el otro”. También, dice, responde a una construcción social de género y a la crianza en una lógica patriarcal, donde el hombre es el dueño y los gurises no tienen derecho ni a hablar. En este paradigma nacen las formas correctivas violentas, puerta de entrada y legitimación del maltrato.

Muchas veces los maltratadores provienen de familias con historias complicadas de violencia. Sin embargo, todos los consultados para esta nota coinciden en que ni la mayoría de los violentos fueron violentados, ni la mayoría de los abusados se transforman en abusadores. “No me gusta plantear que la víctima termina siendo victimario. Es uno de los daños que pueden ocurrir, pero no es así de mecánico. Es un mito porque se trata de una justificación para naturalizar el problema”, opina González.

Si bien el maltrato empieza muchas veces por el empleo del golpe como elemento educativo o disciplinante, hay que diferenciar un punto que no es menor: una cosa es no saber cómo educar o ponerle límites a un hijo y otra cosa es someterlo a la tortura psicológica y física. Oyola opina que “no es lo mismo el maltrato severo que esos castigos que se dan por una malentendida puesta de límites. ‘A mi me pegaron y salí bueno’, razonan algunos, ‘de alguna manera lo tengo que enderezar’. Venimos de una construcción cultural donde la puesta de límites era a través de una chancleta o un cinto. Eso no se cuestionaba. Por suerte cambió, pero está instalado en la memoria”. “El que pega una cachetada desubicada para poner un límite –explica González– podemos decir que se relaciona con los hijos de forma muy inadecuada, pero es mucho más grave cuando hablamos de maltrato sórdido, donde además de castigarlos los someten, los humillan, no los valoran como persona. Cuando el sometimiento sucede en forma crónica genera en los niños una vida esclavizada. Están permanentemente bajo el rigor de un o una déspota.”

DAÑOS Y SECUELAS. El daño que sufren estos niños muchas veces resulta irreparable. Las secuelas son profundas y si bien algunos logran aprender a vivir con eso, otros cargan con su vida rota para siempre. Depende de sus estructuras de personalidad, de la resiliencia y de si tienen algún “colchoncito afectivo de dónde agarrarse”, dice Oyola. Y si no lo tienen, posiblemente repliquen la violencia, porque no recibieron esa caricia que les demostró que la vida podía ser de otra manera.

Desde el punto de vista forense, según dijo a este semanario la doctora Fernanda Lozano, “no hay una lesión que sea característica del maltrato, lo que más orienta es cuando vemos un hematoma con la forma del objeto, se ven dedos marcados o hebillas”. Pero encuentran casi siempre lesiones contusas, machucones, lesiones en piel, fracturas de distinto tipo, hasta llegar a heridas por armas de fuego. “Lo que vemos más habitualmente son las lesiones contusas en piel o internas, viscerales. También se ve seguido el ‘síndrome del bebé sacudido’, que puede no tener ni una lesión por fuera y sin embargo puede presentar lesiones intracraneanas graves y hemorragias, que luego pueden derivar en trastornos de aprendizaje, ceguera, etcétera.”

En lo que refiere a los casos de abuso sexual, Lozano cree que “lo más importante es saber que la ausencia de lesiones no descarta el abuso. Hay una tendencia en buscar el himen o el desgarro y la enorme mayoría de los abusos cursan con un examen físico (genital y anal) normal”.

Respecto a lo psicológico, si bien no hay un patrón único, existen indicadores comportamentales que manifiestan situaciones de violencia. Si el niño es muy retraído, no quiere jugar, no habla con nadie, no se quiere ensuciar, dicen los expertos que hay que hilar fino para ver qué pasa porque puede estar manifestando un problema de violencia. Si por el contrario, es muy desafiante y asume todo el tiempo conductas de riesgo, “hay que tener claro que no son simples travesuras, puede ser un indicador de violencia, son llamados de atención”, explica la psicóloga. En general los niños con trastornos de conducta viven en un marco de violencia familiar. Le pegan a los pares, replican lo que aprenden. Llegan a consulta porque los echan de todos lados y no los quieren ni en la escuela. El niño que está siendo violentado y recibe ese rechazo, dice Oyola: “Concluye que el mundo adulto es súper hostil, porque en la casa le pegan y lo rezongan todo el tiempo y en la escuela también lo rechazan, la maestra lo saca de clase, la directora lo manda a medicar. Son los detestables, y sienten que nadie los quiere. Y en realidad, aunque parezca un contrasentido, con esa conducta lo que están buscando es todo lo contrario. Los mismos gurises, tratados con afecto cambian su actitud”.

El rendimiento escolar también dice cosas. Hay que estudiar los cambios abruptos. Si el niño viene rindiendo bien en la escuela y cae violentamente o al revés, le empieza a poner mucho ímpetu al estudio, puede ser un indicador. Las dificultades intelectuales de muchos adolescentes son la huella que le dejó una niñez violentada. “En el caos de la violencia el niño no puede rendir. El bajo nivel muchas veces va de la mano de las historias de violencia y maltrato.”

En los casos más graves los niños viven sentimientos ambivalentes y contradictorios. El que pega, abusa o maltrata es la figura del padre, pero a la vez es el mismo que lo lleva a la escuela, le festeja el cumpleaños, le da de comer, le compra ropa. Oyola dice que “esa confusión genera estragos emocionales. Muchas veces no entienden lo que está pasando e igual quieren estar con los agresores. En los casos de abuso, cuando ya son adultos, muchos tienden a perdonar, de última, dicen, ‘es mi padre’. Esos lazos son muy fuertes y no se rompen a pesar del daño que se pueda haber generado. Sin embargo, las víctimas de maltrato no perdonan tanto”.

Los niños y niñas que sufrieron maltrato y abuso crecen sin reconocer sus derechos: no los han ejercido ni los han aprendido, y entonces, según explica González, “no ponen bien los límites, no pueden distinguir entre la situación de peligro y las otras, porque la misma persona que les daba cariño, los protegía y los alimentaba, también era la que abusaba. Hay una gran ambivalencia en los sentimientos, lo quiero, lo odio, me gusta, me hace sufrir. En lo sexual es más complejo porque biológicamente el abuso puede generar determinados estímulos que pueden ser vividos por la víctima como satisfactorios o placenteros aunque los rechace. Eso genera mucha culpa. Vos construís una forma de ser en base a la desvalorización de tu cuerpo y al no ejercicio de derechos”.

Otros síntomas o consecuencias de vivir en un ambiente de violencia crónica pueden ser: retraso en el crecimiento, insomnio, pesadillas, anorexia, bulimia, regresiones como: enuresis, encopresis, ansiedad, depresión, baja autoestima, tristeza, aislamiento, vivir todo el tiempo con sensaciones de culpa, desprotección y amenaza.

Para seguir viviendo, estas personas a veces niegan y disocian y el daño permanece latente, pero aunque la secuela siempre queda, muchas veces procesan el problema y salen adelante.

EL NIÑO NO MIENTE. A pesar de que el informe del Sipiav de 2015 dice que, en el total de las situaciones de violencia contra niños y adolescentes registradas, sólo en tres casos se consignó violencia institucional contra las víctimas, tanto a nivel policial como judicial se incurre en prácticas que terminan revictimizando al agredido. El poner en duda el relato del denunciante, el justificar al agresor o mantener una actitud de cero empatía con la víctima son los fallos que más se repiten.

“En el discurso, con los niños, se tiende a ser más garantista, pero en la prueba es al revés, se le cree menos por ser niño”, dice Diana González. “Y se tiende a negar. Por ejemplo en casos de abuso los operadores judiciales o policiales llegan a decirles a los niños ‘es porque te quiere tanto, te pareció… o se equivocó…’.”

Para Clyde Lacasa, coordinadora de la Red Uruguaya contra la Violencia Doméstica y Sexual, “si un niño habla de abuso sexual, estamos hablando de abuso. No es algo inventado por la madre, no es una fantasía de él. Y si el niño se retracta, reconfirma que es real. Lo que pasa es que en general en vez de ser investigado el agresor se investiga a la víctima. Primero se supone que miente, que está siendo manipulado por la madre, vio una película o alguna situación sexual… La voz del niño no es escuchada, está devaluada. Todo lo que venga del niño es cuestionable.”

En el ámbito de la protección, el abuso sexual siempre genera desconfianza de los operadores. A los niños se les cree más cuando denuncian maltrato físico. Sin embargo, según explicó Oyola, el relato de los niños es siempre creíble porque no fantasean con esas cosas. “Los niños no pueden fantasear con algo que no les haya atravesado por el cuerpo, no pueden reproducir algo que no vivieron. Y te lo cuentan de acuerdo a la edad que tienen. Teníamos una nena que decía que el padre le ponía un dedo peludo en la cola, que la mojaba. Tenía 6 años. No dijo nada más elaborado. Eso no lo podía inventar. Y si hubiese un niño que fantaseara con ese tipo de cosa, estaría muy mal psíquicamente y evidentemente algo le estaría pasando.”

Según la psicóloga, lo que opera en la negación o minimización es que, en el mundo adulto –tanto a nivel familiar como institucional– cuando un niño da cuenta de una situación de abuso, moviliza mucho y se prefiere no creer porque la historia pone todo en cuestión. “Es como tirar una bomba en el líving. No se reconstruye más lo que había antes. Y ahí aparece una cosa que refuerza esta idea de que los niños mienten, y es la retractación. Cuando un niño se retracta le pongo la firma de que sí hay abuso. No me cabe duda.” Lo que opera en el niño, explica, es la necesidad de que todo vuelva a ser como antes. Cuando habló se desató un operativo en la familia, y de repente se quedaron sin comer, sin vivienda, porque se tuvieron que ir, tuvieron que pasar por interrogatorios, los hermanos le echan la culpa del lío en que están, la víctima pierde su espacio, su dormitorio, su lugar de juego, y se vuelve doblemente víctima. Entonces quiere volver atrás y dice que no dijo lo que dijo, o que lo inventó. “Se siente culpable, porque si no hubiera abierto la boca, todo esto no habría pasado y además el resto de la familia se lo hace saber.”

Cuenta Oyola que lo primero que tratan de hacer en el proceso cuando aparece la información de que existió abuso “es desculpabilizar al niño, decirle que no fue su responsabilidad, que la responsabilidad es solamente del adulto; y algo que los tranquiliza mucho es saber que no le tendría que haber pasado lo que le pasó y que hay otros niños a los que les pasa lo mismo, que no es el único. Para aliviar esa idea de que está fallado. Hay que decirles que pase lo que pase, que cuenten, que les vamos a creer. Darle esa confianza es fundamental”.

Lacasa piensa que tanto el Ministerio del Interior como el Poder Judicial han mejorado mucho en esta materia, que las herramientas básicas están, pero que “hay distorsiones subjetivas en los procesos, y es necesario un cambio cultural. No se puede cuestionar a la víctima. Si yo denuncio un robo, el policía no me cuestiona ni pide que piense que de repente el ladrón me robó porque no tenía para comer… me toma la denuncia y ya. Eso mismo tiene que pasar con estos delitos”. Dice que hay oficinas especializadas que en un turno funcionan como debe ser y en otros no. Lo mismo pasa con los jueces especializados, algunos toman resoluciones de protección y otros no toman ninguna resolución. En estos casos, explica, “la diferencia puede implicar la vida o la muerte del niño o la mujer. La víctima lo único que tendría que hacer es denunciar la situación y que automáticamente se activara un protocolo de amparo. Y eso a veces pasa, a veces no”.

Y cuando no se da la respuesta adecuada y la actitud institucional resulta refractaria o indiferente, las personas involucradas en el proceso terminan evaluando que no estuvo bien denunciar, porque se expuso al niño y a toda la familia y no se consiguió nada. Como ya se dijo, hay un abismo entre los casos que se denuncian y los que llegan al ámbito penal, pero incluso en los casos que vienen del ámbito penal la respuesta es desalentadora. Se estudió la deriva de 38 casos registrados con intervención penal y el resultado fue que sólo uno llegó a una condena, después de un año; sólo dos tuvieron medidas de protección y en 19 casos no pasó de un llamado telefónico. “Si tenemos esa brecha de impunidad, la respuesta para la gente es que no es tan grave. Y para los que son agredidos, lo usual  es dejar de creer en la justicia. No hay homicidios que no sean considerados graves, y por tanto se investigan, pero muchos de estos delitos ni siquiera se investigan. Y hay jueces que en casos de abuso sexual plantean que los agresores puedan continuar con las visitas. Entonces es un delito naturalizado”, opina González.

“TRES VIEJAS DE CERA.” Otro ángulo para revisar la respuesta estatal en estos casos es el de las instituciones de amparo. Tanto en la órbita del Mides (a través de Inmujeres) como del Inau, existen refugios para mujeres con niños en situación de emergencia por violencia doméstica. Pero aún no hay un abordaje integral para la reinserción de esa familia luego de pasada la crisis ni el acompañamiento en el proceso: ¿cómo elaboran esos niños su cotidianidad luego de que tienen que cambiar de escuela, de barrio, de amigos, lidiar con las sensaciones de miedo y confusión? Un misterio.

Un caso concreto acompañado por educadores del programa Bus, que trabaja con niños en situación de calle, perteneciente a la Ong El Abrojo, da el tono de la respuesta institucional.

Se trata de una madre que tenía dos de sus hijos institucionalizados en Inau y no hace mucho tiempo los recuperó. Estaban conviviendo, ella, sus hijos y su nueva pareja. Los niños iban a la escuela y ella cumplía con sus deberes de cuidado. Pero el hombre la golpeó y la amenazó de muerte. Y no era la primera vez. Se acercó al mencionado programa porque quería denunciar la situación y encontrar una salida. Según dijeron a Brecha los educadores, “ya había hecho varias denuncias y nunca se tomó ninguna medida cautelar”. Enterado de la situación, Inau decidió que los niños volvieran a ser institucionalizados. Pero la madre no quería: era un retroceso que la familia se separara otra vez. Desde el equipo de El Abrojo intentaron encontrar una solución “para que siguieran juntos y buscamos el ingreso en un refugio de madres con hijos en situación de violencia dependiente de Inau. Pero los gurises estaban descompensados por toda la situación que estaban viviendo y no los aceptaron. Dijeron que no daban con el perfil necesario para quedarse en el refugio. Hubo que empezar a buscar otra salida”. No la encontraron.

Acompañaron a la mujer a la comisaría especializada en este tipo de violencia y encontraron un ambiente frío, sin mucha contención ni comprensión. El policía le aclaraba a la mujer todo el tiempo que nadie podía obligarla a denunciar, que denunciaba porque quería… Pero nunca le aclaró cómo es el procedimiento, ni por qué teniendo golpes no la vio un médico. La mujer pidió medidas cautelares y tampoco las tuvo. Y entonces decidió irse de Montevideo, abandonar su casa y marchar con los niños a vivir en una carpa en un terreno de un familiar en el Interior. Todo por sus propios medios. Ninguna institución del Estado la apoyó ni la acompañó en ningún sentido.

“Está buenísimo que exista la comisaría especializada, Inmujeres hace un trabajo bárbaro… pero a veces entre la idea y la implementación de las políticas públicas hay una distancia enorme”, dijo a Brecha uno de los educadores. En este caso nada funcionó. “Y las que quedan en el medio son familias que viven una situación de inestabilidad tremenda. Si vos vas a denunciar y te atienden fríamente, sentís que nadie se hace cargo del problema… si ibas con alguna duda, te das media vuelta y te vas. No te esperás esa actitud, nadie te ofrece protección. Entonces empezás a entender por qué mucha gente tiene dudas al denunciar.”

Y esa frialdad o falta de empatía también se da “cuando vas a los juzgados y te atienden tres viejas de cera que lo primero que hacen es cuestionar o poner en duda al denunciante”, dice otro de los educadores del equipo, y agrega: “Desde la perspectiva del niño, el mundo adulto casi siempre le dice: ‘Bancatelá’”.

Ahora la mujer de la que se habló ya volvió con la pareja, a la misma casa donde recibió los últimos golpes y la amenaza de que la iban a cortar en pedacitos.

  1. Realizada por Ernesto González Bermejo.
  2. Este y los demás datos estadísticos manejados en la nota provienen del informe del Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (Sipiav).
  3. Doctora en derecho y ciencias sociales. Integrante de Iaci, cooperativa de abogadas para la defensa y promoción de los derechos de niñas, niños y adolescentes.

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