Michel Azcueta1 no debía estar vivo. Lo está porque ese 16 de junio de 1993 miró a su asesino a los ojos. “Dicen que un asesino nunca debe mirar a su víctima de frente, y que si lo hace, es probable que no pueda tirar. Él me miró, y yo también.” Le habían tendido una trampa los senderistas a este profesor de origen español vinculado a la izquierda cristiana que había sido el primer alcalde de la Comunidad Urbana Autogestionaria Villa El Salvador. Lo esperaron en el colegio donde daba clases, el único sitio al que siguió asistiendo regularmente luego de que decidió cambiar de casa de continuo para escapar de las amenazas de Sendero Luminoso y de la represión del ejército. Ocho hombres lo arrinconaron. Lo hirieron en la pierna. También a uno de sus dos guardaespaldas y a cuatro estudiantes. “Lo tuve ahí al asesino, cuando iba a rematarme, con la pistola casi en la cara.” Fue cuando se miraron y él se salvó.
Contra Michel Azcueta ya había atentado Sendero Luminoso un año antes, el 14 de febrero de 1992, con dos bombas colocadas en su casa. Al día siguiente la que fuera su teniente de alcalde, María Elena Moyano, una negra combativa y feminista de 33 años, dirigente de la Federación de Mujeres de Perú, organizadora de comedores populares, era masacrada por un comando senderista. Una mujer le pegó un tiro en la cabeza y otro en el pecho delante de sus dos hijos chicos, arrastró el cuerpo y le colocó una carga de dinamita. Moyano fue despedazada. Enterraron partes de su cuerpo. A los pocos días otro comando voló su tumba. Piensa Azcueta que el asesinato de esta mujer, a la que llamaron luego Madre Coraje y le construyeron un monumento en la villa, fue tal vez el comienzo del fin “de un grupo al que muchos en la izquierda les costó reconocer como terrorista y profundamente contrarrevolucionario, en su esencia contrarrevolucionario. Reaccionario. Lo más parecido a los camboyanos de Pol Pot, que exterminaban campesinos y dirigentes populares”. Y peores todavía eran los senderistas que los polpotianos en ese delirio mesiánico que les hacía creer que estaban refundando la historia, dice el profesor. “Proclamaban que 1980, el año de fundación de su grupo, era el año 1 de la historia de la humanidad. Y que quienes se les oponían o les hacían sombra o los contradecían tenían que ser borrados de la faz de la tierra”. Eran tan diferentes a la mayoría de los grupos de la izquierda revolucionaria latinoamericana, dice, y subraya la “paradoja” de que la gigantesca mayoría de sus víctimas no eran oficiales del ejército de alto rango, ni terratenientes, ni grandes capitalistas, ni grandes empresarios. “Los asesinados eran gente de pueblo, gente de abajo, campesinos, obreros, dirigentes sociales, pues. Los senderistas los acusaban de ser ‘colchón del sistema’, algo que además en Villa El Salvador era absolutamente falso, porque estábamos a años luz de practicar el asistencialismo. Pero eran tan ciegos en su militarismo que terminaron aislados del pueblo. Y al mismo tiempo el gobierno nos acusaba de terroristas porque queríamos transformar el sistema. El entierro de María Elena fue multitudinario, y enorme la demostración de fuerza de quienes se resistían a quedar encerrados entre la lógica devastadora de Sendero y la lógica devastadora del neoliberalismo del gobierno.”
Moyano era una de las referentes de Villa El Salvador (Ves), asentamiento nacido de la nada misma allá por 1971, después de que un terremoto, el más mortífero de la historia de Perú, matara a 80 mil personas y acelerara el proceso de emigración del campo a las ciudades que amenazaba con desbordar Lima desde la década de 1960. Pero la Ves no brotó como los otros “pueblos jóvenes” de las periferias urbanas peruanas, al tuntún, de manera caótica. Aunque compartía la miseria con esos cantegriles, le sumó otra cosa: un pienso, y una idea de futuro.
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Cuando los campesinos desplazados por el terremoto salen a buscar desesperadamente tierras donde vivir se produce lo que algunos sociólogos peruanos llaman el mayor movimiento social por la vivienda de la historia del país. El ejército reprime las tomas. Hay muertos. Un grupo de cientos de familias que se había instalado en una zona conocida como Pamplona, en las Pampas de Miraflores, transa con el gobierno –estaba en el poder en Perú una junta presidida por Juan Velazco Alvarado, un general nacionalista e izquierdizante– el traslado hacia otra área de las afueras de Lima, en la periferia sur. En pleno desierto y cerca de la costa. Animados por dirigentes campesinos, sindicalistas y militantes de izquierda, muchos de ellos ligados a grupos cristianos, y todos con ideas autogestionarias, los desplazados deciden armar una ciudad. “Había que resolver las necesidades básicas de la gente, por supuesto, pero esos pioneros se plantean ir bastante más allá”, dice Azcueta. Se plantean esencialmente que ese asentamiento, esa barriada, “tuviera algo de sueño. Una utopía concreta en algunas decenas de quilómetros cuadrados”.
Construyen chozas en la arena, con palos, esteras, juncos; trazan calles; organizan las calles en lotes, los lotes en manzanas: 24 lotes una manzana; 16 manzanas un grupo comunal. Y luego en sectores. Se inspiran de las comunidades indígenas, de las viejas comunidades indígenas y su modo de organización. Se inspiran del ayni, un sistema de ayuda mutua de los nativos andinos. También, los más politizados, de la organización territorial cubana.
Los pioneros que saben escribir anotan en cuadernos sus prioridades: qué quieren levantar en la ciudad. Definen un lema: “porque no tenemos nada, queremos todo”. Se ayudan en la construcción y discuten en asamblea los criterios para establecer a las familias: solteros (muy pocos), parejas, parejas con hijos (muchas), familiones (los más). Dividen las casi 40 hectáreas en cuatro zonas: residencial, agrícola, industrial, de esparcimiento. Ésta en la playa, sobre el Pacífico. Para cuando se pudiera eso de las zonas como tales, porque al inicio y durante varios años ni agua hubo, había que ir a buscarla lejos, como la comida.
Trabajan sábados y domingos en la autoconstrucción y el resto de la semana changan fuera. No reciben del Estado más que la tierra (la arena, poblada de lagartos y alimañas) y el asesoramiento de una oficina pública integrada por arquitectos, ingenieros. El resto corre por su cuenta. Con el tiempo impulsarían una pata financiera, pero terminaría ahogada. El Estado central poco y nada estuvo presente a lo largo de la existencia de la Ves.
La enorme mayoría son pobres de toda pobreza, campesinos llegados en aluvión del interior del país, y muchos son analfabetos. Una de las primeras preocupaciones es fundar algo parecido a una escuela; otra, una posta médica; otra, un área productiva.
Tony Palomino, uno de esos pioneros, cuenta en un documental2 y en declaraciones a la Bbc Mundo su orgullo de haber participado en los orígenes de la villa. Palomino llegó a la Ves cuando tenía 13 años. Venía de la Sierra, de la “extrema, extrema pobreza”, y en su casa había visto morir de hambre a varios de sus 17 hermanos y hermanas. “No quería reproducir esa historia de miseria en otro lugar. Cuando llegué a lo que sería la villa vivía debajo de dos esteras, sobre la arena. Imaginarse algo que saliera de ahí era imposible, pero tenía un terreno mío y empecé a compartir un sueño.” Palomino lee en voz alta el estatuto fundacional de la Comunidad Urbana Autogestionaria de Villa El Salvador, Cuaves, creada en 1973 y responsable de los primeros planes de desarrollo de la barriada: “Los pobladores de Villa El Salvador rechazamos, condenamos y repudiamos toda organización social, económica, política y cultural basada en el sistema capitalista e incorporamos a nuestra conducta social, a nuestra organización vecinal y a nuestras creaciones económicas, políticas, sociales y culturales los principios socialistas de solidaridad y fraternidad entre los pobladores”. Cuarenta y cuatro años más tarde, por esos principios se fueron colando otras realidades. La propia Cuaves, para empezar, que era la principal organización vecinal de la villa, ha ido perdiendo poder ante el gobierno municipal de lo que en 1983 se convirtió en distrito, uno de los 43 de la provincia de Lima.
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En el inicio eran algunos miles de pobladores, al mes llegaron a los 100 mil, en los noventa treparon a 300 mil, y hoy rozan el medio millón. La villa creció tanto, pero tanto, que con el tiempo se fue armando un nuevo asentamiento al lado del original, ya sin la planificación del primero. El objetivo a mediano plazo de los pioneros era que la Ves no se transformara en una barriada dormitorio más, como las otras de Lima, donde vive el 40 por ciento de la población, pero con casi nulas fuentes de trabajo locales. “Había que radicar a la gente, para que no se fuera a otro lado, y que en lo posible encontrara empleo en la villa. De ahí que al parque industrial se le asignara un gran terreno para dar cabida a muchas iniciativas”, dice Michel Azcueta. El principio era: “antes fábricas que casas”.
El parque industrial apuntó a agrupar a pequeñas y medianas empresas. De alimentos, calzado, carpintería, construcción, metalmecánicas de confección. Llegó a reunir a unas 2 mil, pero cayó luego a algo más de 1.300. En la villa funcionan además una multitud de talleres y pequeñas empresas, y en la zona de producción agropecuaria, que por no contar con la irrigación suficiente ha derivado en parte hacia otros fines, se crían algunos animales (pollos, gallinas, chanchos) y crecen algunos vegetales.
No siempre, casi nunca, los sueños se concretan, y el objetivo a veces se acerca, otras se aleja, y otras se aleja, se aleja, se aleja. “Jamás nos pareció que la villa pudiera ser una isla, una burbuja autogestionaria aislada del contexto nacional. Los gobiernos centrales en su mayoría nos han combatido, porque éramos un mal ejemplo. Pobres que se organizan para dejar de serlo, que no se conforman con el papel que les asignó el sistema y quieren cambiarlo, son siempre un mal ejemplo”, dice Azcueta. Y piensa en los gobiernos de Alberto Fujimori y su descarada represión, en cómo Ollanta Humala se dio vuelta como una tortilla, y en casi todos los otros. Indiferencia, “tolerancia”, fue tal vez lo que más obtuvieron en la villa por parte de los distintos gobiernos centrales “a lo largo de décadas signadas sobre todo por el neoliberalismo puro y duro o por versiones un poco más edulcoradas, con tintes más sociales”.
La Ves, en sus muchas escuelas y liceos, tiene índices de repetición y abandono menores a los de las otras barriadas, pero los tiene, y altos. El parque industrial es único como experiencia integradora y generadora de producción y empleo en una zona marginal, pero la gran mayoría de los pobladores trabaja fuera de la Ves, y menos de uno de cada tres liceales o estudiantes cursan sus estudios en la villa (la Universidad Autónoma y la Universidad Científica del Perú tienen campus en el distrito), de acuerdo a datos de un estudio de más de una década atrás, pero que otras fuentes confirman como aún válido en sus grandes números.3 “Y hay droga pesada, y tráfico, y delincuencia, claro, cómo no la va a haber si vivimos en el Perú”, dice Azcueta. Y hay mucho menos equidad social que en otras épocas, porque a la villa “hoy la gestiona la derecha”. Pero matiza enseguida que a pesar de todos los pesares un pobre de la Ves tiene todavía “muchas más esperanzas que un pobre de cualquier otra parte de la capital. Tienen asegurada la comida, por ejemplo, desde las épocas en que María Elena Moyano animaba el programa de Vasos de Leche y los comedores populares, los primeros creados en Perú. Y no se van. La mayor parte de la gente sigue radicada en la villa porque saben que en otro lado estarán peor, y esa manifestación de pertenencia es un buen síntoma. Hace de Villa El Salvador un distrito diferente a cualquier otro de Perú”.
Azcueta parece de todas maneras añorar aquella Ves “experimentadora” de mucho tiempo atrás. La barriada que creó, durante una de sus tres gestiones como alcalde (dos consecutivas, de 1984 a 1990, y de 1996 a 1999), el sistema de presupuesto participativo. “Por los contactos que teníamos con el PT (Azcueta fue parte de Izquierda Unida) ellos lo llevaron luego a Brasil, pero el presupuesto participativo es un producto nuestro. Partíamos del principio que era la comunidad organizada en asamblea y representada, la Cuaves, la que mandaba al alcalde, y no al revés. Fue en la villa que nació la primera federación de mujeres de todo Perú, y fuimos capaces de generar el parque industrial, de planificar un territorio que de otra manera hubiera quedado librado a la nada, al mercado, algo único en los ‘pueblos jóvenes’ de toda América Latina. En 1987 nos dieron en España el premio Príncipe de Asturias por nuestra experiencia de gestión única y las Naciones Unidas nos nombraron ciudad mensajera de la paz.”
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Hoy las casas de los habitantes de la villa son en gran parte de ladrillo, hay otras prefabricadas, el ordenamiento territorial se ha mantenido, llega el tren eléctrico, hay escuelas, liceos, universidad, clubes, multitud de asociaciones, un gran estadio de fútbol, parques. Todo pobre, pero de pobreza digna, sugería en 2011, cuando era dirigente de la Federación Popular de Mujeres de Villa El Salvador, Donatilda Gamarra, una veterana luchadora social que luego migró a España.4 Geri Sicco,5 una asistente social italiana que llegó a la Ves a principios de los noventa en el marco de un proyecto de cooperación y encontró una dinámica de “efervescencia social e ideológica especial, una idea de construcción de una ciudad socialista”, dice que aquella villa ya no es la de hoy, que se ha ido “normalizando”, acaso porque las necesidades básicas de la población se han ido satisfaciendo, acaso porque los jóvenes no son tan participativos, acaso porque los años de guerra dejaron su secuela, o porque ya no hay una alternativa fuerte, ni en la villa ni en el resto de Perú, a la hegemonía cultural de la derecha. La Ves “se insertó totalmente en la dinámica económica, y sólo permanece un proyecto de construcción de la ciudad como espacio urbano”. Michel Azcueta tal vez no desmentiría a Sicco, pero piensa que la experiencia de la Ves tiene que ser destacada. Tal vez no reproducida en su totalidad, pero sí en su “espíritu”. “Lo esencial es que no fue producto de la miseria, como lo fueron tantos casos de barriadas, de asentamientos, en Asia, África o América Latina. Nos unió la necesidad, sí, pero también una mística, y la idea de que un mundo mejor es posible”, repite, y sueña, todavía, a sus 70 años, con ver experiencias como ésta, “aun con sus limitaciones, multiplicarse por este continente”.
- Azcueta estuvo en Montevideo, en diciembre pasado, para participar en un seminario organizado en el Centro de la Cooperación Española.
- Villa El Salvador, documental de Carola Rodríguez, 2011.
- Diagnóstico final de Villa El Salvador, editado por la municipalidad.
- Villa El Salvador, documental de Carola Rodríguez, 2011.
- Ídem.