—¿Por qué el gaucho?, ¿qué te inspiró?
—Fue un movimiento interno que me generó la necesidad de conectar con mis raíces, con Uruguay, con el basalto, con la esencia, con el hilo conductor de lo que es para mí la uruguayez. Había hecho mi primer proyecto personal unos años antes, cuando me fui a vivir con el maestro zen Moriyama Roshi… Estuve viviendo tres años con él, fui estudiante zen y monje, y fotografié mi vida con él, y su vida. En una de las meditaciones aparecieron los gauchos. Y me di cuenta de que eran mis primeros recuerdos de infancia. Mi viejo era diplomático, y desde que nací pasábamos un mes todos los años en la estancia de un amigo suyo. Tengo nítido el recuerdo del olor del sudor del caballo y de la carne chamuscada en el fogón, las manos de los gauchos, el mate, la escena de ensillar de noche, antes del amanecer, salir al campo, el silencio, el espacio abierto, el horizonte sin fin. Y encontré el tema donde me podía expresar. No era irme a Irak o ir a fotografiar esquimales. Fui en busca de mis raíces.
—Saliste con 20 dólares de respaldo y una idea clara. ¿Cómo empezó a materializarse el proyecto?
—Empecé a hacer fotos, armé un portafolio y salí a golpear puertas. Nadie me daba pelota. Nadie entendía lo que estaba haciendo, a pesar de que la idea era muy simple y concreta. Sufrí todo lo que te puedas imaginar. Me sentí por momentos como el último orejón del tarro, no tenía un mango. Por momentos parecía que se concretaba y por momentos se trancaba. Me llevó tiempo. Hoy creo que eso también fue parte del proceso. Uno se va haciendo, vas armando tu visión y el método de trabajo, te vas desarrollando y hay un momento en que todo se enfoca, se alinea. Lo previo a eso es un proceso friccionado, conflictuado, de pasar de la excitación al bajón. Dudás de vos mismo, de la idea. Estaba pendiente de que me compraran fotos. Pero el momento llegó cuando recibí el apoyo de la New York Foundation for the Arts, y ahí me tiré a fondo.
—¿Cuál fue el primer paso?
—Pasé dos años fotografiando en Uruguay. Pero a los pocos meses, en la frontera con Brasil, me encontré con un gaucho viejo que probablemente no sabía leer ni escribir, y le pregunté: “¿Qué es el gaucho?”. El tipo hace una pausa larga, de casi dos minutos, y me dice: “El gaucho es la tierra que pisa, el terruño en el que vive”. Esa frase materializó la idea. El proyecto era salir a buscar en toda América a ese hombre y su caballo, adaptados a cada realidad geográfica donde vive. Había que recorrer desde Canadá hasta la Patagonia, y me llevaría diez años. En ese momento se me aclaró todo: era descubrir América a caballo a través de su gente, sus gauchos, sus jinetes…
—¿Y después de esos años en Uruguay, por dónde siguió la búsqueda?
—Me fui a un lugar increíble que no sabía ni que existía, que era el páramo andino en Ecuador. Empecé a investigar un poco, conseguí un teléfono y llamé. Me atendió Gabriel Espinosa, que hoy es íntimo amigo, le cuento qué estoy haciendo y me dice que en tres días empieza el rodeo más largo del año: son diez días en los cuales los chagras se meten en la montaña a rodear al ganado salvaje. Llegué al otro día de noche, y en la mañana siguiente me subí a un caballo y no me bajé hasta 15 días después. Gabriel me dejó un par de caballos y me fui con los chagras a meterme en la montaña. Descubrí a este jinete chiquito, con un caballo también chiquito adaptado a la montaña, que trabaja con ganado salvaje a tres mil o cinco mil metros de altura. Es un lugar que Alexander von Humbolt2 describió como “avenida de los volcanes”, un espacio sin alambrar, dividido por quebradas, ríos y precipicios. Estos maravillosos vaqueros usan el lazo más largo del mundo, 45 metros de lazo (el uruguayo más largo tiene 12 metros) hecho con el cuero de un solo toro, cortado en espiral y sobado. Tiene que ser largo porque, si bien enlazan de cerca, le tienen que dar cuerda al toro, porque como es salvaje, se les viene encima, busca embestir. Y me enamoré del lugar y de lo que hacían estos tipos.
—Y te quedaste 15 días conviviendo con ellos en ese mundo casi salvaje y desconocido. ¿Cómo fue esa experiencia?
—Hice diez viajes más después de ese, me llevó dos años retratarlos, y sigo yendo. Lo de Ecuador fue impresionante, un regalo, porque me permitió meterme en las raíces, en el corazón de los Andes. Es un lugar donde prácticamente nada cambió en los últimos 300 años, desde que entraron el caballo y la ganadería. Todo es cuero y madera. Y la gente hace lo que necesita porque no hay dónde comprar, todo queda lejísimos. Si tenés hambre, tenés que ir a cazar conejos. O matar un toro. Cuando empieza el rodeo los tipos matan un toro, juntan toda la sangre en un balde y hacen una suerte de sopa que llaman yahuarlocro. Cocinan esa sangre con carne fritada dos veces –porque como es de animales salvajes es durísima–, cilantro, papa y cebolla, y todos los días es lo que vas a desayunar y cenar. En el almuerzo tiran los ponchos en el piso y sacan de los bolsillos todo tipo de carne seca (conejo, chancho, pollo), un poco de maíz, y todo se comparte. Esa, con mucho trago, es la dieta. Un trago que le llaman “pájaro azul”, un destilado de caña de azúcar que lo olés y te emborracha porque tiene 65 grados de alcohol. Lo cuecen una vez y queda blanco, lo cuecen una segunda vez con patas de chancho y patas de vaca, y le ponen carbón y queda azulado. Y eso toman desde las 6 de la mañana, todo el día y a veces toda la noche. El chagra es económicamente más independiente que el gaucho, porque tiene su chacrita con cuices para sacar la carne, con unas lecheras y planta algo, y vive de eso. Trabaja para él, y una vez cada tanto va a los rodeos como mano de obra. Pero sobre todo van para celebrar su ser macho, su identidad afirmativa de mestizo, porque no ganan mucha plata. El jinete en todos lados es muy orgulloso de sí mismo, en toda América. Se encuentran con sus amigos en estos rodeos y pasan todo el día enlazando toros a alturas increíbles, con riesgos de vida brutales, y exponen sus destrezas… Estos toros cuando los enlazan se emputecen tanto que a veces les explota la cabeza por la presión arterial. Pueden morir ahí. Así que estos tipos se bajan del caballo, los enfrentan a pie y les cortan la cola para alivianar la presión arterial y salvarlos. En todo ese ambiente tan primitivo y básico, tan brutal, pero a la vez tan conectado con la tierra, me sentía dentro de un libro de Jack London. Faltaba que aparecieran los bisontes, que después aparecieron en Canadá. Este proyecto fue eso, encontrar mis sueños, mi imaginación, mi sed de aventura y exploración.
—A esos sueños les tuviste que poner el cuerpo, porque convivir, adaptarte a distintos códigos sociales, en condiciones de vida tan duras, no debe de ser fácil; y que ellos te acepten tampoco… ¿cuál es la estrategia?
—Muy natural. Porque como estás trabajando no pensás estrategias, te salen solas. No pensás nada, vas con la cámara y eso te da una excusa para estar ahí, sos real, vas al grano, no escondés nada. Unos dirán: “Otro fotógrafo que viene cinco minutos a sacar algunas fotos y se va…”. El tema es que yo no me voy. Y ahí se crea un vínculo distinto, porque yo les estoy diciendo que lo que hacen me interesa, me encanta, me fascina, tanto que me voy a quedar ahí hasta que obtenga lo que necesito, que no es ni más ni menos que un retrato de ellos. Hubo lugares en los que me quedé tres meses. Conviviendo, acampando, en montaña, en los ranchos. En Estados Unidos estuve un mes y medio acampando, y eso que los gringos son más lejanos. Con el latino establecés un vínculo más rápido, es más fácil, pero para que me invitaran a un rancho en Texas tuve que hacer tres viajes. Son hiperconservadores y muy unidos, así sobrevivieron. Te miran de reojo, son desconfiados. Pero lo principal es que yo estoy ahí haciendo mi laburo y voy con ellos a todos lados y ando a caballo como ellos y duermo como ellos. Nace un respeto mutuo. No me interesa achicar esa distancia, esa distancia es dignidad. Emana una cierta autoridad natural del tipo que está haciendo un trabajo, entregado a él. Los tipos ven que me quedo y que no importa si está lloviendo, nevando, que nos estemos cagando de frío, no importa que haya polvo o que no haya un colchón para dormir ni agua caliente.
—Después de la aceptación viene el verdadero vínculo y cierta confianza que te permite profundizar y saber más…
—Me hice entrañables amigos. Gente con la que me une, de repente, no un pasado, pero sí un momento que te marca y te vuelve hermano. Por ejemplo, estar perdidos tres días en la montaña con cuatro chagras que hablaban mitad quechua y mitad español, pero te perdiste con ellos y quedó algo sellado ahí. El vínculo para mí es muy importante, yo no voy con un punto de vista académico, voy en búsqueda de una experiencia personal, que no es con el folclore, con el sombrero, con el atuendo que usan, es con el ser humano.
—¿Qué diferencias y similitudes hay entre los distintos tipos de vaqueros de la América que recorriste?
—El caballo y la montura vinieron en la misma época y desde el mismo lugar: España. América se hizo a caballo y con ganado. Así se construyeron las economías de nuestros países. El caballo es un hilo conductor. Te hace ser primo hermano con el otro. Ponés un cowboy americano y un gaucho de acá, y aunque no se entiendan por el idioma se van a entender por el caballo. Las diferencias son más de fuera que de dentro: la ropa, la música, lo que comen, las herramientas, el tipo de caballo que usan, el techo que necesitan de acuerdo al clima en que viven. El gringo se tiene que cuidar de unas espinas que acá no hay, pero acá el gaucho tiene que lidiar con la soledad que el gringo no sufre. La geografía –además del trabajo– forja el carácter de los hombres. Y ahí empezás a ver otras diferencias. En la cara, en el sudor y en las arrugas de los rostros de los vaqueiros del nordeste de Brasil ves el Sertão. La voz del Sertão está en el rostro, en las manos y en el carácter de esos tipos. Vos ves a los del Sertão de chinelas y bermudas, y son un brasileño más, pero cuando se ponen esos atuendos de cuero se transforman en don Quijote. Crecen de golpe. Ellos sienten el legado de su tradición. De golpe surgen los ancestros y se incorporan con esta armadura de cuero que probablemente creó el tatarabuelo de alguno de ellos hace 250 años. Eso está presente en la ropa, en la comida, en el caballo, que es un puerto donde recala la cultura y la tradición del lugar. El caballo se va haciendo según la necesidad del lugar, si es en la piedra, si es en el pantanal, si tiene que andar en el agua o en la montaña, si tiene que subir y bajar y galopar a cinco mil metros de altura… Se va haciendo una selección natural, pero el hombre también actúa.
—¿No aparecieron voces cuestionando el proyecto por una posible apuesta al primitivismo conservacionista o por esta noción romántica de regreso al no desarrollo?
—Sólo busco una raíz. No pretendo electrocutar a nadie con mi visión citadina, ni pasar por mi propia licuadora la realidad que retrato. No. Lo aprecio por lo que es. No quiero cambiar ni imponer nada. Hay formas más sutiles y emocionales de acercamiento al otro, por ejemplo dándole valor a lo que ese otro es. Sin pretender desmenuzar intelectualmente su realidad hasta hacerlo inexistente. Cualquier cosa es desmitificable, pero ¿cuál es la idea? ¿Hacer mierda todo o valorar quienes somos? Mi laburo es abrir una ventana para que gente de todos lados se meta en la vida de estos vaqueros y a la vez para acercar un espejo para que estos vaqueros se vean a sí mismos.
—¿Hay raíces comunes en los valores de estos vaqueros o gauchos? El apego a la libertad, imagino, puede ser una, tener cierto código cuando se da la palabra…
—Hay de todo, como en todos lados. Pero por ejemplo si un gaucho te pregunta cómo estás, es porque quiere saber, no es una cuestión formal o superficial, no es un saludo así por arriba, sabiendo que le importa un carajo cómo estés. Esta gente tiene que tejer una red de solidaridad porque en su gran mayoría vive en el medio de la nada, tienen que confiar en el otro, respaldarse entre sí, porque mañana se necesitarán mutuamente. Están solos en el culo del mundo y tienen que generar una red de respeto y de palabra…
—Dijiste en alguna entrevista que ser gaucho hoy es un estado espiritual: ¿qué hay o cómo es ese estado espiritual?
—Eso es un poco lo que salí a buscar: esa autenticidad. Más allá del sombrero y de las botas. La autenticidad del tipo que hace lo que hace porque le encanta y le apasiona. Que se levanta a las 5 de la mañana con 30 grados bajo cero, con una brutal tormenta de nieve y lo hace con una sonrisa de oreja a oreja. Es una elección. Muy pocos nacen gauchos o cowboys, se hacen. Estuve en un rancho canadiense de 600 mil hectáreas donde hay 50 cowboys en dos equipos. Los jefes tienen 40 y algo y los demás son todos jóvenes de no más de 25 años. Ganan 2 mil dólares por mes y eso en Canadá no te da para educar a tus hijos, tener tu casa… La motivación no es la guita. Si vas de chofer para la industria petrolera, sin preparación ninguna, te pagan mucho más. Estos cowboys eligen serlo a pesar de tener todo en contra. Les apasiona ensillar un caballo a menos 30 grados. Es una gozadera para ellos lo que para la mayoría es una locura. Eso es lo que admiro de esa gente: que cree en lo que siente y le importa un carajo todo lo demás. Se la juega. Y el jinete es así. Ve un poco más desde arriba que el campesino, está a caballo, ve el horizonte más lejos y no anda con la espalda curvada. No menosprecio al campesino, todo lo contrario, enaltezco al jinete.
- La muestra Vaqueros de América, de Luis Fabini, puede verse hasta junio en el Centro Cultural de España (Rincón 629).
- Geógrafo, astrónomo, humanista, naturalista y explorador prusiano.
“Lo importante es hacer la foto”
[caption id="attachment_44908" align="aligncenter" width="905"] Foto: Cce, Marta González[/caption]
Cambió su equipo a digital en 2008, de un día para el otro, cuando consideró que empezó a ser mejor opción que lo fílmico. Se llevó las dos cámaras a un rancho en Texas y probó. Hizo las primeras fotos en digital y al otro día puso en venta todo el equipo anterior. “El planeta ya no es más analógico”, dice. Prefiere la austeridad en la cámara, y pocos lentes, porque cuanto menos posibilidades, “más tenés que involucrarte, acercarte”.
—El acceso a la tecnología se ha expandido, cualquier persona con un celular puede sacar una buena foto. ¿Es la idea lo que pesa más ahora en la fotografía?
—La diferencia es el trabajo. Lo mío es 95 por ciento transpiración y dedicación. Es simple: laburar, laburar, laburar y seguir laburando. El último libro tiene 110 fotos, ahí está el trabajo de diez años. Para poder publicar 110 fotos que me parecen dignas de estar en el libro tuve que sacar cientos de miles. La diferencia entre una foto muy buena y una excelente a veces es milimétrica. Y el trabajo no termina al sacar la foto, tenés que volver a tu casa y dedicarles mucho tiempo a la selección y a la edición. Me paso semanas haciendo eso, meses metido ahí, viendo las fotos una y otra vez. Se precisa mucha paciencia, mucha dedicación, mucho foco, tratando de que destile lo que quiero decir. Eso lo hago solo, a lo sumo con otra persona algunas veces. Lo que elijo es visceral, auténtico. La fotografía fue un refugio, como fue el zen en su momento, y me pude reconstruir a partir de la fotografía y después deconstruirme de nuevo. Hoy en día estoy sacando fotos completamente diferentes, de alguna manera influenciado por mi pareja, Heidi Lener, que también es fotógrafa y tiene otro punto de partida más conceptual. Abrir la cabeza a cosas distintas, abandonar ese lugar seguro que tenías, empezar a estar vulnerable y a exponerte, eso es lo que está bueno. Tomar el riesgo me fascina, te abre, te hace mejor persona y más humano. Te da miedo, pero a la vez decís: qué rico que es esto.
—¿Cuál es el próximo proyecto?
—Está relacionado de alguna forma a este. Voy a trabajar sobre cosechas de Latinoamérica. Es otra vez el hombre y su conexión con la tierra. Me voy a Perú en unos días a ver las terrazas de los incas, pero hoy de mañana fotografié la cosecha de la vid en Pueblo Garzón. Lo importante es hacer la foto, todo lo demás es experimentación y rumbos inimaginables. Esa libertad me apasiona.
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