Soy investigadora en literatura, de Estambul. En enero de 2016, junto a otros 1.127 académicos de toda Turquía, firmé una petición por la paz que instaba al gobierno a acabar con las atrocidades en las provincias kurdas. No era la primera petición que firmábamos, pero ésta nos cambió la vida.
La juntada de firmas ocurrió tras un largo período de frustración que siguió a las elecciones generales de junio de 2015.
El Partido Democrático de los Pueblos (Hdp), de Turquía, se transformó en la tercera agrupación más votada y logró entrar al parlamento para defender la democracia participativa, el feminismo, los derechos de las minorías y el igualitarismo. Estas noticias contribuyeron a sembrar esperanza en todo el país, especialmente entre los jóvenes, quienes habían participado de las manifestaciones del parque Taksim Gezi, del verano de 2013, contra la venta de espacios públicos a grandes conglomerados e inversores, y a favor de la restitución de las libertades civiles. De este movimiento anticapitalista surgieron las primeras críticas hacia el partido oficialista Akp y hacia la actitud autoritaria del propio presidente Erdoğan. El éxito del Hdp, que hasta ese momento había sido un pequeño partido, principalmente kurdo, se explica por la manera en que logró responder a esta nueva tendencia política y por cómo concentró a la oposición izquierdista detrás de una nueva causa: no permitirle a Erdoğan establecer un régimen dominado por un solo hombre.
Durante la campaña electoral, la consigna de Hdp, “No te haremos presidente”, fue coreada por las multitudes. El partido se prometió acabar con la eterna cuestión kurda, que en más de 30 años se ha cobrado la vida de 35 mil personas, y defendió los derechos de los oprimidos. Cuando entraron al parlamento con el 13 por ciento de los votos sus simpatizantes lo festejaron como si hubieran ganado las elecciones. Analistas y politólogos coincidieron en que más allá de superar el umbral parlamentario del 10 por ciento de los votos el apoyo de Hdp era una señal de que Turquía buscaba un cambio.
El año que siguió a las elecciones fue un tiempo de cambio para el país, aunque no en el sentido que la mayoría de nosotros esperábamos. El Akp, que había conseguido 40 por ciento de los votos pero perdido la mayoría propia, bloqueó totalmente el parlamento e imposibilitó la formación de un nuevo gobierno. Entretanto, la oposición se mostró incapaz de unirse.
De repente comenzaron a explotar bombas en todo el país. En menos de dos años hubo 32 atentados, 460 personas murieron y 2 mil fueron heridas. Los enfrentamientos con las guerrillas kurdas recomenzaron cuando el gobierno cesó las negociaciones de paz y lanzó una ofensiva militar contra el Pkk en julio de 2015. La férrea oposición que manifestó el Akp hacia el Pkk fue una maniobra para conseguir votos de nacionalistas turcos para las elecciones anticipadas de noviembre del mismo año, en la cual finalmente el Akp consiguió 48 por ciento de los votos y la mayoría necesaria para formar un gobierno en solitario.
En enero de 2016 la situación en las provincias kurdas se había deteriorado mucho. En siete ciudades de mayoría kurda los toques de queda eran intermitentes, afectando aproximadamente a 1,3 millones de habitantes. A pesar de que aumentaba la cantidad de civiles muertos, la situación en las ciudades kurdas recibió muy poca cobertura en los medios turcos. Las redes sociales, que habían funcionado como un medio de comunicación alternativo durante las protestas del parque Gezi, no se podían usar, ya que el gobierno cortó la cobertura de telefonía móvil y de Internet en la región. A fines de 2015 cientos de casas, muchas escuelas y edificios oficiales fueron destruidos en la ciudad de Diyarbakir y miles de personas fueron desplazadas.
Fue en este contexto que firmamos la petición titulada “No seremos parte de este crimen”. Los Académicos por la Paz eran universitarios de diferentes disciplinas, experiencias y edades. Incluían tanto a profesores de renombre como a jóvenes asistentes universitarios que recién comenzaban su carrera académica. Lo que tenían en común era su valentía para exigir paz y decirle ¡no! a la matanza de civiles.
Poco tiempo después de firmar pasé un semestre sabático en Montevideo. A pesar de que el viaje me motivaba mucho, me fui de Turquía entristecida. Sentí que comenzaba un camino muy largo y difícil para nosotros. Las señales eran inequívocas. Cuando la prensa informó sobre la petición, Erdoğan inició una dura campaña llamándonos “seudointelectuales”, el “equivalente a terroristas” y pidió sanciones inmediatas. Poco después circuló en la prensa un mensaje de un notorio líder mafioso amenazando a los académicos, prometiendo “bañarse en su sangre”.
Cuatro de los firmantes fueron detenidos y encarcelados, acusados de “producir propaganda terrorista”, mientras yo estaba en Montevideo. Sentía una gran impotencia por lo que ocurría en Turquía, pero fue un alivio estar en Uruguay, donde la gente comprendía nuestra situación, al haber vivido experiencias parecidas en los años setenta y ochenta.
En esos momentos escribía una columna literaria para el diario turco BirGün, uno de los pocos periódicos opositores que todavía sobreviven. Redacté un pequeño texto sobre el papel crucial que cumplen las universidades en la sociedad y la importancia de la libertad académica. Ese artículo mencionaba un manifiesto histórico de Carlos Quijano publicado en Marcha en agosto de 1968. Gracias al enorme apoyo de la academia turca y extranjera (también recibieron apoyo de América Latina), nuestros colegas fueron liberados tras 40 días de detención.
En la audiencia judicial los universitarios presos citaron la frase de Quijano “La Universidad es el país” que yo había nombrado en mi nota, una señal de que la historia nunca cae completamente en el olvido y que la solidaridad puede superar fronteras.
La liberación de nuestros compañeros nos hizo pensar que habíamos ganado terreno y que, mediante protestas, lograríamos que el gobierno mandara archivar las investigaciones criminales contra los colegas que todavía no habían sido eximidos.
Cuando regresé a Turquía, en mayo de 2016, el ambiente en los círculos académicos era optimista: habíamos apoyado a nuestros colegas y logrado sacarlos de la cárcel. Cincuenta académicos fueron despedidos u obligados a renunciar, pero nosotros pensamos que pronto regresarían a sus puestos.
Nadie se esperaba el intento de golpe de Estado. Y cuando ocurrió, en la tarde del 15 de julio, no quisimos creerlo. Estábamos festejando la liberación de nuestros amigos en un restaurante de la ciudad vieja de Estambul. Alguien se fijó en su celular y dijo que había soldados en el puente del Bósforo y que las calles parecían estar cortadas. Recuerdo que pensé que sería un mensaje falso. Pero era verdad. De eso nos dimos cuenta cuando sentimos cazas tronando por encima de nuestras cabezas y luego cuando vimos al presidente en televisión dirigiéndose al pueblo por un celular y pidiendo que frenara a los golpistas en las calles.
Todavía no sé exactamente qué ocurrió esa noche. Un amigo lo describió como una película futurista muy mala que uno nunca termina de comprender. La desinformación y los malentendidos en los medios complicaron aun más las cosas. Para mí era claro que a los Académicos por la Paz nos esperaba la persecución, ya que ni el gobierno de Erdoğan, ni los golpistas –próximos al movimiento Gülen– permitirían la disidencia política.
Luego de la intentona el Akp declaró el estado de emergencia y anunció que suspendería la Convención de Derechos Humanos. Desde entonces fueron aprobados varios decretos de emergencia con los que fueron despedidos miles de funcionarios públicos, integrantes de las fuerzas armadas, maestros y profesores universitarios. Aunque el argumento inicial a favor de las famosas purgas de las instituciones estatales fue que todas estaban “infiltradas” por seguidores del predicador Gülen, la caza de brujas pronto se extendió a todo tipo de opositores. Hasta ahora, 312 de los Académicos por la Paz han sido destituidos por decreto. Pero la persecución de los universitarios en Turquía es mucho más general y se ha realizado a través de otros métodos: jubilación forzada, la no renovación de contratos, renuncias tras recibir amenazas…
Poco después del golpe mi esposo consiguió una beca y nos sumamos a la creciente diáspora académica en Alemania. Nuestro exilio fue fruto de una elección propia y no puede compararse con el sufrimiento de nuestros colegas que han sido expulsados de las universidades y despojados de sus derechos civiles.
No obstante, no creo que supere el sentimiento de culpa por haber dejado atrás a mi familia, mis amigos y estudiantes. Además, el exilio es el exilio, independientemente de si es elegido o no. En estos días pienso en Hannah Arendt, quien dijo que cuando uno pierde su hogar también pierde la familiaridad de la vida cotidiana.
Es en este estado emocional que espero el referéndum constitucional que le podría otorgar amplios poderes al presidente y quitárselos al parlamento. El país todavía está regido por un estado de emergencia y los operativos militares en las provincias kurdas son constantes. La oposición ha sido acallada y los periodistas están presos, al igual que algunos legisladores del Hdp.
Es muy difícil predecir el resultado del domingo, porque la gente tiene miedo de expresar abiertamente sus opiniones, so pena de ser procesada o encarcelada. También es imposible predecir si el gobierno será derrocado, en el caso de que pierda la consulta.
Esperamos que ocurra algo inesperado y que Turquía responda con un gran ¡No! –como lo hizo Uruguay en el referéndum constitucional de 1980–, que otra vez más en la historia el pueblo se oponga a la concentración del poder en manos de un solo hombre, y que renueve nuestra fe en la libertad y la democracia.