Hace muchos años el presbítero canario José María Fontes Arrillaga, una pluma perdida y oscura del Parnaso nacional, le escribió un poema al caballo que dice en un pasaje: “El caballo: la ambición/ y el lujo del paisanaje;/ las alas de aquel gauchaje/ que hizo libre a la nación./ Que retoce en mi canción/ ese hermano del pampero,/ que yo como tú lo quiero,/ y tú tanto lo quisiste/ que en tu escudo lo pusiste/ como en el mejor potrero”.
La estrofa citada condensa en su retórica de bronce, de patriotismo y exaltación bravía, el protagonismo que la figura del caballo tuvo no sólo en la poesía gauchesca (extendida en la voz de los payadores y los cantores criollos a lo largo y ancho de Uruguay) sino también en el nativismo de escritores como Pedro Leandro Ipuche y Fernán Silva Valdés, por nombrar sólo a dos autores tan perimidos y olvidados en la actualidad como el cura gaucho Fontes Arrillaga. En el trasfondo se ubica la idealización y la exaltación del caballo como protagonista (involuntario) de las revueltas patrióticas, desde la gesta artiguista a la Guerra Grande, desde la revolución de Aparicio Saravia hasta la imagen de un octogenario caudillo blanco Basilio Muñoz enfrentando, en 1935, a la aviación militar del dictador Gabriel Terra a lanza limpia y a caballo entre las sierras.
Símbolo de bravura y libertad, de patriotismo y combate, el caballo se transformó también en el principal pasatiempo del hombre de campaña, que supo convertirlo en participante de jineteadas, cuadreras y carreras de sortija, entre otras variantes “lúdicas” en las que, naturalmente, el animal es exigido al máximo para lograr un triunfo que, como toda victoria, es efímero y sólo le reporta una ganancia al jinete. La institucionalización de ese dominio exhibicionista convertido en fiesta popular es la Semana Criolla de la Rural del Prado, el tradicional encuentro que nuclea campo y ciudad durante, justamente, una semana, y que viene realizándose desde hace casi cien años. Durante ocho días con sus noches, bajo la organización de la Intendencia de Montevideo, conviven en las amplias instalaciones de la Rural tropilleros y cantantes de cumbia, garrapiñeros y payadores, jinetes y turistas, gobernantes y apadrinadores. Entre el humo de los chorizos asados y el hedor de la bosta de las caballerizas, miles y miles de personas pernoctan por la Rural para asistir al espectáculo del enfrentamiento entre hombre y equino, previo pago de una entrada. El eufemismo es tan evidente como canallesco, pues para que el enfrentamiento publicitado se produzca debería, en principio, existir la voluntad de las dos partes en la contienda.
Lo que ocurre en Semana de Turismo en la Rural del Prado no es un fenómeno aislado, ya que la “fiesta de las jineteadas” se repite invariable en diferentes puntos de lo que se denomina el Interior uruguayo, en ciudades, pequeños pueblos y remotas localidades, donde el caballo es atado a un palenque y “contenido” para que el jinete, en una performance que dura unos segundos, logre la gloria (a través del puntaje alto o la vuelta de honor) o el fracaso (con su aparatosa caída sobre el ruedo, llegando a lisiarse o a morir en ocasiones). Esa fiesta institucionalizada y repetida en todo Uruguay, organizada por sociedades criollas, aparcerías y gobiernos locales, es lo que vuelve especialmente anodino el reclamo de los activistas en defensa de los animales durante la Rural del Prado. De hecho, su presencia en las inmediaciones del lugar desde hace algunos años, con pancartas y cánticos –todos justos e incuestionables en sus argumentaciones–, tiende a convertirse en una postal más de la propia “fiesta”, porque mientras un centenar de personas hace sentir su verdad en la Semana Criolla montevideana, al mismo tiempo, en diversos puntos del país, otras réplicas del evento se desarrollan con total naturalidad, al son de la campana.
El problema, me temo, es mucho más complejo que el espectáculo de la violencia generada sobre un animal, para el que los defensores de las jineteadas disponen de una serie de argumentaciones esperpénticas, de una ridiculez que pretende pasar por verdad comprobada (desde afirmar que el animal sólo es castigado durante unos segundos para ser tratado a cuerpo de rey el resto del año, hasta el hecho de describir –como le escuché cantar a algún payador– el carácter amigable de las espuelas empleadas para picar al caballo y propiciar la jineteada en sí). El problema excede también la lógica de la tradición, esa que pretende ver a las jineteadas como una práctica heredada de la propia conformación histórica del país, entre la idiosincrasia y el ser nacional. El problema tiene que ver con la institucionalización de la violencia en una sociedad cada vez más acrítica, insensible y colonizada por los juegos de colores del consumo, la inmediatez y la banalidad comunicacional-tecnológica.
En un gesto de una hipocresía sin límites, que podría leerse como una pieza de humor si no fueran tan lamentables las circunstancias, la Intendencia de Montevideo emitió un comunicado, el miércoles de Turismo, confirmando que en las jineteadas nocturnas del lunes anterior “ocurrió un accidente por el cual uno de los caballos sufrió un traumatismo con compresión medular a nivel cervical”, agregando que “pese a los esfuerzos del equipo veterinario, dicha lesión significó su deceso el martes”. A renglón seguido, el comunicado agrega que “ese día se tomó la decisión de continuar con las actividades programadas para la Semana Criolla del Prado y, luego de la misma, reabrir la reflexión sobre las jineteadas como uno de los aspectos de esta fiesta tradicional que une el campo y la ciudad”. Ni las comas que le agregué al texto original logran salvar esta auténtica barrabasada institucional.
Es sabido que los funcionarios van y vienen, pero las instituciones quedan, por lo que tampoco conviene cargar las tintas en el doble discurso de un gobierno departamental que, por los mismos días en que lamentaba el “deceso” del equino y llamaba a la reflexión, mientras seguía cobrando entradas a la Rural del Prado, desataba una persecución a varios frentes contra los propietarios de un local gastronómico de Pocitos por una frase escrita en un cartel. Las baterías deben dirigirse hacia otros aspectos del asunto, más complejos de desentrañar, ya que, por ejemplo, cómo se le explica al jinete que se prepara todo el año para concursar en la Criolla del Prado, que ha vivido toda su vida en contacto directo con los caballos, asumiendo la naturalidad de la violencia concretada en la jineteada, que herir a un animal –en la forma que sea– está mal en sí, al margen de tradiciones, lauros y recompensas; que nadie puede otorgarse la potestad de castigar a otro ser vivo y, mucho menos, celebrar el gesto con aplausos, fanfarria y vueltas de honor; que la vida, en su concepción más elemental y palpable, es un todo en sí mismo, indivisible y, en su concepción más esencial, es asimismo sagrada.
No sólo el trato que le damos a los animales refleja el quiebre que vivimos como presunta sociedad avanzada, sino que la imposibilidad de ponernos de acuerdo ante verdades tan obvias marca la pauta, una más, de una definitiva, contundente, derrota cultural.