En el vigésimo quinto aniversario de las revueltas de Rodney King, Los Ángeles refulge de amistad racial… y supura disparidad económica. Tal como podría haber dicho el mismo King, nos vamos bandeando bien… pero, a propósito, muchos de nosotros somos muy pobres, aunque trabajemos todo lo duro que podamos.
Eso es lo que puede deducirse del notable sondeo publicado la semana pasada por el Centro Leavey para el estudio de Los Ángeles, de la Universidad Loyola Marymount. Hasta un 76 por ciento de los encuestados respondió que los grupos étnicos y raciales de Los Ángeles se llevan bien. En 1997, cuando el centro realizó su primera encuesta entre los angelinos, sólo el 37 por ciento declaró que las relaciones raciales y étnicas eran buenas.
Los progresos de Los Ángeles han sido, sin embargo, sorprendentemente desiguales. Tal como hizo notar Los Angeles Times en su información sobre la encuesta, puede que la tasa de desempleo de la ciudad sea la mitad de la de 1992, pero la renta media de los angelinos es en realidad inferior a la que había cuando estallaron las revueltas, y la tasa de pobreza de la ciudad –22 por ciento– es comparable al nivel de los años que precedieron a las revueltas. Con el final de la Guerra Fría y el casi derrumbe del sector aeroespacial de defensa concentrado en Los Ángeles, lo que se desprendió de la economía de Los Ángeles no fue el fondo sino el medio.
El arco ascendente de las relaciones raciales y el descendente de la prosperidad de amplia base ilustran el triunfo y las limitaciones de lo que puede alcanzar una ciudad. Tanto en 1965 como en 1992, los disturbios que asolaron la ciudad los provocó un departamento de policía racista y brutal y, en el caso del estallido del 92, un sistema de justicia personificado por el jurado enteramente blanco del Simi Valley que absolvió a los uniformados de azul que habían atacado a King, y a los que sólo les faltó gritar que las vidas de los negros carecían de importancia.
Tom Bradley, alcalde de la ciudad entre 1973 y 1993, trató repetidamente de cambiar la cultura y estructura del Departamento de Policía de los Ángeles (Lapd), pero sólo después de que se airease en televisión la paliza propinada a King pudo persuadir a los votantes de la ciudad para que llevaran a cabo cambios, y solamente después de los disturbios del 92 logró espolear a intermediarios poderosos para que echaran al jefe de policía Daryl Gates, el cual seguía la tradición de muchos jefes pretéritos que consideraban tarea del departamento la represión de las comunidades minoritarias.
Desde aquel entonces, la tarea de transformar el Lapd en algo distinto del encargado de la opresión racial ha supuesto un desafío constante. Pero ante la insistencia de tres alcaldes sucesivos (James Hahn, Antonio Villaraigosa y Eric Garcetti), respaldados por un electorado que se iba moviendo a la izquierda, y con ayuda de supervisión federal, la ciudad se ha enfrentado en buena medida, aunque sea provisionalmente, al reto.
Ese electorado desplazado a la izquierda es en parte resultado de la recomposición racial de la ciudad. La proporción de angelinos de color se ha incrementado desde 1992, mientras que ha menguado la de los blancos. Pero los temores políticos y raciales de los blancos de Los Ángeles también han cambiado. En el sondeo de 1997 del Centro Leavey, sólo un 27 por ciento de los blancos afirmaba que las relaciones raciales en la ciudad de Los Ángeles eran buenas, una cifra considerablemente más baja que las de negros, asiáticos o hispanos. Hoy, el 81 por ciento de los blancos afirma que las diversas razas de la ciudad se llevan a las mil maravillas… una cifra sólo un par de puntos más elevada que la de los negros, asiáticos o hispanos.
La reacción blanca tras la revuelta, que llevó a los angelinos a elegir al republicano Richard Riordan (que concurrió con el lema “Lo bastante duro como para darle la vuelta a Los Ángeles”) como alcalde suyo en 1993 (o, por lo que a eso respecta, a reelegir al provocador racial Sam Yorty en 1969), no constituye realmente un rasgo del paisaje intelectual de la ciudad hoy en día, por buenas razones (una creciente tolerancia), pero también por algunas no tan buenas (la recesión económica). Ciertamente, los ricos, blancos en buena medida, aunque no todos, y muchos dentro de la clase media alta todavía blanca en buena medida, pero más diversa, han ascendido a un mundo socialmente liberal pero económicamente acordonado de colegios y servicios privados.
Las grietas que se han ensanchado hasta convertirse en abismo en Los Ángeles desde 1992 son más de clase que de raza, aunque las líneas entre clases y las que hay entre razas se solapan de modo sustancial. Como en el resto del país, la clase media ha menguado, mientras que los pobres con empleo se han convertido en legión.
Una ciudad puede trabajar sobre su cultura, sus grupos interraciales, puede reformar su policía, elegir un liderazgo racialmente representativo y reforzar los valores de tolerancia. Los Ángeles ha conseguido todo eso. Lo que una ciudad no puede hacer por sí misma, aun cuando, como Los Ángeles, suba el salario mínimo por hora a 15 dólares, es crear una próspera clase media. Eso necesita recursos y compromisos del gobierno federal, un sector empresarial que invierta más y premie menos a los accionistas, y un movimiento social, todavía por nacer, que sea lo bastante poderoso como para volver a configurar la economía más general.
En Los Ángeles no hay revueltas. Eso no significa que vaya todo bien.
* Meyerson es editor general de The American Prospect (donde se publicó esta nota) y columnista de The Washington Post. Se lo considera uno de los 50 columnistas más influyentes de Estados Unidos y es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America. Tomado de la revista digital Sinpermiso.