Sus ideas, en cambio, no son tan nuevas, en tanto tienen su origen en fuentes ya clásicas, como el pensamiento de Oswald Spengler, Ernst Jünger, Carl Schmitt, Martin Heidegger o Alain de Benoist. En Uruguay ese movimiento no tiene nombre ni estructura, ni tampoco, presumiblemente, mayor futuro político, aunque algunas de sus ideas circulan, muchas veces como si fueran originales o novedosas y llegan a tener una cierta incidencia incluso entre quienes no se autoidentifican como conservadores.
La nueva derecha toma distancia del consenso liberal posterior a la caída del muro de Berlín y se presenta a sí misma como contraria al sistema dominante, al gran capital y al mundo de la especulación financiera, a los poderes establecidos y a los organismos trasnacionales. En tanto y en cuanto se presenta como antiliberal –y en efecto lo es–, se parece en algunos puntos a la izquierda. También se parece al fascismo, si vamos al caso. Y muchos de sus referentes intelectuales provienen de allí.
La nueva derecha es identitaria: si aborrece las identidades posmodernas (con las que coquetea la nueva izquierda) es porque añora las identidades premodernas, aquellas que encuentran su anclaje en la lengua, la religión, la sangre y la tierra. Los teóricos en que se apoya comparten genéricamente la idea de que todo empezó a ir mal en Occidente cuando la modernidad minó las bases de sustentación de esas identidades tradicionales.
Un sentido de comunidad, un sentimiento de arraigo y un sentido de trascendencia son los principales componentes de esas identidades.
La acción disolvente de la modernidad habría devenido, desde este punto de vista, en una forma extrema de nihilismo: una negación de los puntos de vista tradicionales acerca del hombre, la religión, la sociedad, la existencia y la cultura. Ese nihilismo es, entonces, tanto antropológico (la negación de cualquier idea de naturaleza humana), como religioso (la exclusión de cualquier forma de trascendencia), social (la negación de la idea de comunidad y la afirmación radical del individuo), existencial (la negación de cualquier idea de arraigo) y cultural (la negación de toda autoridad política o intelectual afirmada en la tradición).
La nueva derecha sostiene que hoy los intereses del capital financiero convergen con las tendencias nihilistas de la modernidad (reivindicadas por la nueva izquierda): poco a poco se ha ido configurado un pensamiento único que es hoy el sentido común en que se apoya el sistema. Desde este punto de vista, la nueva izquierda es parte orgánica del statu quo. Las identidades posmodernas son fluidas, inestables, dictadas por el mercado. El capitalismo financiero y el nihilismo antropológico se dan la mano: uno oferta identidades en el mercado global y el otro las compra.
Nihilismo es una palabra bonita pero demodé, así que la nueva derecha usa otras expresiones para hablar de este fenómeno: el imperio de lo políticamente correcto, el feminismo radical, la ideología de género, el marxismo cultural, el progresismo, etcétera.
Este movimiento es políticamente fuerte allí donde existe algo parecido a un pasado glorioso que reivindicar, aunque sea en parte o totalmente ficticio, y donde una vuelta atrás tiene algún sentido al menos en términos retóricos. La nueva derecha añora un mundo perdido de roles sociales y de propósitos bien definidos, de formas de vida robustamente significativas. Se trata esencialmente de una concepción que mira hacia el pasado y no hacia el futuro: hacia un tiempo que fue mejor… para unos pocos. Porque para la inmensa mayoría el pasado no tuvo nada de glorioso ni de admirable: pestes, guerras, hambre, esclavitud, caciquismo, racismo, machismo ocupan la mayor parte de la historia de la humanidad.
La nueva derecha identitaria es en realidad bastante vieja: se remonta a la reacción romántica y aristocrática contra la Ilustración; solamente es nueva frente a la derecha tecnocrática que terminó imponiéndose tras el fin de la Guerra Fría. Para la derecha identitaria, patriótica, el liberalismo es una ideología del sistema: disuelve alegremente los lazos tradicionales que conforman las identidades locales, fuente última de significación de la vida individual y colectiva. Ha transformado el mundo en un lugar desprovisto de sentido, donde solamente circulan las mercancías. La respuesta es volver a abrevar en las viejas fuentes del significado; las viejas fuentes de trascendencia.
La base filosófica de la nueva derecha es, pues, la idea de que hay un conjunto de fuentes prepolíticas de donde emana el sentido de las cosas y de la propia existencia, y que es en esas fuentes donde está el anclaje de cualquier política que no esté destinada al fracaso y al hundimiento irremediables.
Por supuesto que la nueva derecha no crece en apoyos populares porque el presunto avance de la insignificancia, el sinsentido creciente de la existencia, preocupe a la mayor parte de la gente, sino porque la deslocalización fabril hace perder puestos de trabajo, porque la inmigración tracciona a la baja los salarios, y cosas por el estilo. Pero, en este contexto, la nueva derecha ofrece una narrativa global, un marco de comprensión del mundo que no se limita meramente a prometer más puestos de trabajo o mejores salarios. Eso, una narrativa global, era algo que la izquierda tradicional ofrecía y que la nueva izquierda en alguna medida todavía ofrece, aunque, quizás, su discurso se haya atomizado en narrativas fragmentarias y dé la impresión de no constituir ya una concepción global del mundo. Habría que ver si una concepción totalizadora del mundo es algo todavía deseable o no, pero ese es otro problema. En cualquier caso, la nueva derecha tiene una concepción del mundo. Y una concepción del mundo es siempre algo retóricamente atractivo, aunque sea falsa.
Desde luego que la crítica a la modernidad no ha sido transitada solamente por el pensamiento conservador. Pero la izquierda, que tradicionalmente ha asumido los ideales de la Ilustración, ha tendido a considerar ese proyecto más bien como inacabado, antes que como fracasado o nocivo o pernicioso. En cualquier caso, volver a las viejas buenas épocas en que un conjunto de significados densos llenaban nuestras vidas seguramente no es la apuesta política que la izquierda mayoritariamente haya hecho nunca. En este sentido, la nueva derecha sólo superficialmente puede coincidir con la izquierda. Sobre todo en América Latina, donde no parece que podamos tener, de manera razonable, añoranzas de un pasado mejor, ni siquiera de un pasado ficticio.
La nueva derecha probablemente nunca deje de ser un fenómeno cultural eminentemente europeo (y, en alguna medida, también estadounidense) que difícilmente llegue a permear la política latinoamericana. Sin embargo, la idea de que nuestros problemas en algún sentido son de identidad no es ajena a los diagnósticos que con frecuencia se hacen en esta parte del mundo. Cabría preguntarse hasta dónde esos diagnósticos tienen su origen en problemas genuinos y hasta dónde no son más bien una especie de reflejo mimético de algunas tendencias intelectuales y políticas de la metrópolis, que al transportarse a nuestras realidades suenan un poco extrañas.