El amor no florece en su plenitud si no está acompañado por un buen entendimiento de los involucrados. Un pueblo unido puede ser capaz de enfrentar el hostigamiento y la represión. En uno y otro caso, a cada ser humano le corresponde el esfuerzo de encontrar al otro, ayudarlo y hasta sostenerlo, para así vivir en armonía. Tales algunas de las contundentes conclusiones que asoman en tres estrenos recientes.
Incendios (El Galpón, sala César Campodónico), del libanés-canadiense Wajdi Mouawad, dirigida por Aderbal Freire-Filho, acude a temas tan vastos como el hombre, la familia, la libertad, el amor, la violencia y la guerra, poderosamente enlazados entre sí. El autor, además, parece invocar la intemporalidad y la universalidad, es decir, intenta mostrar que lo que sucede en la sala teatral podría muy bien asociarse a lo que sucedió o sucede en cualquier lugar del mundo. Mérito también del dramaturgo resulta el referirse a tan vasta y compleja profusión de puntos con tal dominio que, poco a poco, nada se le pierde de vista al intrigado espectador que se sienta en su butaca sin imaginarse cuál será la culminación de tantos acontecimientos que, más allá de su vuelo trágico, se codean con la poesía –la constante mención de “la mujer que canta”– y la intrínseca magia propiciada por el teatro. El brasileño Aderbal resuelve con maestría el desarrollo de una puesta que implica un ritmo sostenido, fructífera alternancia casi simultánea de épocas y varios despliegues de distinto tipo –de ingenio incluido–, sin perder nunca de vista el sentido de un asunto tan atrapante como conmovedor. Un elenco que acepta el desafío y en el cual se destacan Anael Bazterrica, Héctor Guido, Silvia García, Estefanía Acosta, Federico Guerra, Pablo Pípolo y Elizabeth Vignoli respalda la labor de Aderbal, sin olvidar el apoyo de la estupenda solución escenográfica de Fernando Mello da Costa, las luces de Luiz Paulo Nenén y el vestuario de Antonio Medeiros, otros tres norteños que aportaron lo suyo. No hay que perdérsela.
Amamos y no sabemos nada (Circular, sala 2), del alemán Moritz Rinke, dirigida por Paola Venditto, observa la accidentada comunicación de una pareja que le deja su apartamento a otra. Los súbitos cambios de humor que afloran en los dueños de casa con respecto a los recién llegados reflejan la fragilidad de los vínculos de unos y otros; cuatro seres que se sienten atraídos y por momentos se quieren, pero ensimismados en sus inseguridades y deseos personales hacen poco y nada por conocer y entender a quienes tienen a su lado. Ocultamientos, omisiones, mentiras y, por cierto, egoísmo, emergen en un camino donde el verdadero diálogo no tiene lugar y la atención al otro se desvanece. El amor, si lo hubo, desaparece, señala el autor con sutileza e ironía –vale la pena apreciar cómo cada una de estas siluetas puede conversar con alguien de afuera en mejores términos que con su pareja respectiva–, para conseguir que sea el propio espectador quien diagnostique qué es lo que anda realmente mal en cuatro seres más cercanos a la platea de lo que, en principio, se creía. Venditto, en su primer trabajo de dirección, sabe manejarse para dar a entender todo eso con tensa naturalidad a lo largo de una puesta sostenida por la acabada definición de los personajes: el errático anfitrión compuesto por Moré, su inquieta mujer a cargo de Carla Grabino, el concentrado visitante de Gustavo Bianchi y su sociable compañera, Leticia Cacciatori. Todo un cuarteto encargado de levantar el resquebrajado espejo que Rinke, por cierto, solicita.
El violinista en el tejado (El Galpón, sala César Campodónico), de Stein, Bock y Harnick, sobre historias de Sholem Aleichem, con dirección de Ignacio Cardozo, pinta en clave musical los avatares de una población judía en la Rusia de principios del siglo pasado. Una nutrida galería de personajes populares –más de cuarenta artistas en escena– retrata las alegrías y sinsabores de una comunidad cuya permanencia en el lugar se torna cada vez más difícil. Un clásico ya del género –Omar Varela había dirigido la versión anterior– que Cardozo lleva adelante con sostenida energía, de modo de combinar los altibajos de la trama con los bailes y canciones, tarea que rinde sus mejores frutos en el vibrante comienzo y en la secuencia de la boda y posterior festejo, así como en la chispeante definición de caracteres confiados a Humberto de Vargas (magnífico como el protagónico lechero), Filomena Gentile (su mujer), Elena Brancatti (la casamentera), Coco Rivero (el carnicero), Pablo Musetti (el sastre), Carlos Rompani (el estudiante), Carlos Sorriba (el rabino) y varios más. La complejidad de un trabajo que involucra la participación de tanta gente y la grandiosidad de varias secuencias acarrea asimismo algunos inconvenientes, como la excesiva frontalidad de un par de momentos, el inicio forzado de alguna canción y las demasiado breves apariciones del simbólico violinista del título, a cargo de Fabrizio Beschizza. El ímpetu de un número de coreografías de Pepe Bancic y Gabriela Barboza, los arreglos musicales de Carlos García, el vestuario del propio Cardozo y la iluminación de Agustín Romero constituyen empero destacados puntales adicionales de tan esperado espectáculo.