Ayer y hoy, el ser humano, por las buenas o por las malas, trata de salir adelante, un objetivo que trae consigo obstáculos cuya derrota no siempre implica un beneficio para los demás. Cinco recientes estrenos teatrales se refieren a esta lucha del individuo para la cual éste siempre saca a relucir sus mejores o peores instintos.
Blumfeld (Sala Verdi), cuento del checo Franz Kafka (1883-1924), adaptado para el escenario y dirigido por Gustavo Molina, echa una aguda mirada sobre el hombre común que, en su lugar de trabajo, resulta utilizado por los demás sin la menor contemplación. Toda una imagen de lo que puede suceder en una sociedad regida por una burocracia que no contempla a los ciudadanos. Tal idea queda aquí expresada con suma claridad en una puesta que, sin embargo, el propio Molina alarga en demasía, al tiempo que maneja conceptos y desplazamientos que caen en la reiteración y terminan por afectar el ritmo y hasta el rendimiento de un elenco más jugado al estereotipo que a la verosimilitud.
Desordenadamente (Castillo Pittamiglio), escrita y dirigida por Michel Jubin Chabaneau, es un trabajo de Tarobá, un centro cultural al servicio de la integración del discapacitado, cuyo punto de partida radica en el encuentro de dos mujeres muy diferentes en el consultorio de un psicólogo encargado de poner las cosas en su lugar, no sólo en el caso de las mencionadas, sino también del espectador, de una situación que atraviesa las líneas de una comedia cotidiana para internarse en una temática más trascendente que juega con el presente y el pasado de ambas en una forma que conviene no revelar. Alessandra Moncalvo y Silvana Grucci animan las siluetas femeninas con regocijantes detalles, a lo largo de un compromiso que incluye la participación del discapacitado Jorge García en el papel del facultativo que consigue encarnar con la soltura del caso.
Negociemos (del Centro), de la argentina Alicia Muñoz (La pipa de la paz), con dirección de Lucila Irazábal, propone la repentina relación que surge entre una mujer que se sienta a leer un libro en una plaza y un hombre mayor que pasea a su perro. El diálogo que se entabla entre los dos, más allá de algunos artificios del texto, logra trasmitirle a la platea los beneficios que la auténtica comunicación puede depararle a un par de solitarios que Diana Bresque y Roberto Allidi colorean con la humanidad y el entendimiento esperados, a lo largo de una puesta que la directora sabe matizar con una banda sonora que culmina de manera adecuada con un tema del gran Elvis.
Macbeth (del Anglo), de William Shakespeare, dirigida por Juan Luis Granato, a partir de una adaptación –en inglés con leyendas en español– de César Herrera y Susana Anselmi para el grupo The Company, que el año pasado pusiera en escena The 12th Night (Noche de reyes), del mismo autor, con excelentes resultados. La presente labor, habida cuenta del esfuerzo que empresas de este tipo demandan, de la jugosa composición del rey Duncan, a cargo de José Luis Morales, y el acierto de la banda sonora que Fernando Ulivi despliega a partir del tema Los sonidos del silencio, de Simon y Garfunkel, no consigue hacer gravitar al elenco con la contundencia que la tragedia reclamaba. Esfuerzos de este tipo, de todos modos, conviene que se sigan desarrollando en un mundo donde el idioma inglés abre tantos caminos. Vale la pena, asimismo, destacar que los actores se despiden de los asistentes al compás de un oportuno baile tradicional muy bien coreografiado por Virginia Ramos.
Galileo Galilei (Solís), de Bertolt Brecht, a cargo de la Comedia Nacional, con dirección de Coco Rivero, pone en movimiento a más de quince actores para retratar la capacidad, la astucia y la visión de aquel sabio, enfrentado a las maniobras oscurantistas de los políticos y religiosos de su época, empeñados no sólo en conservar el poder sino también en extenderlo aun más. La actual versión, más allá de un inexplicable bajo volumen de la voz de casi todos sus intérpretes que afecta y disminuye el contenido de las palabras de un significativo texto enunciativo y de una solución escenográfica tan hermosa como impráctica cuando se la quiere mover, redescubre a la platea la intemporal magnitud de una obra que Rivero desgrana con adecuado ritmo y un imprevisto e inspirado toque moderno en algunos atuendos –vestuario de Mercedes Lalanne– y peinados que le brindan al espectáculo un bienvenido aire de estos tiempos. Juan Worobiov, en el papel titular, apuesta a una naturalidad que, en los primeros tramos, parece quitarle autoridad. A medida que progresa la acción, de todos modos, su sinceridad termina por ganarse la adhesión del espectador. En el resto del vasto elenco bastante perjudicado por el escollo del citado bajo volumen de voz, se destaca Isabel Legarra, como la comedida señora. Sarti, hablando y moviéndose con una energía que Brecht hubiera aprobado con beneplácito.