Es por lo menos curioso ver a un veterano de Hollywood como Ridley Scott (autor de Blade Runner, La caída del halcón negro, Misión rescate y docenas más) abocado a una enésima entrega de Alien,1 saga que él mismo inició hace más de treinta años. Es extraño por tratarse de un cine de subgénero (terror espacial) y porque generalmente cuanto mayor es la cantidad de secuelas –para este caso particular corresponde hablar ya de precuelas–, menor suele ser su calidad. Pero los tiempos parecen estar cambiando: Hollywood ve a la antigua saga terrorífica como una inversión, un filón a explotar y reinventar; y el director como una oportunidad para orientar su capacidad de dirigir a lo grande, con abultadas cifras destinadas a efectos especiales, escenarios vistosos y un reparto digno. Ya en Prometheus Scott pretendía darle una trascendencia mayor al universo de los aliens, con una estética sumamente cuidada, enormes despliegues de producción y un guión, de a ratos, grandilocuente.
Todos estos elementos se reiteran en esta nueva entrega. El mayor mérito de
Scott es que, como pocos, sabe manejar la tensión, crear climas, envolver a los personajes con una atmósfera amenazante y angustiosa. Los monstruos son en sí un mérito aparte: pocos pueden dudar de que las creaciones del demente artista plástico HR Giger fueron, desde sus inicios, piezas fundamentales que dotaron de atractivo a la franquicia. Tanto en la primera precuela, Prometheus, como en esta continuación, una de las ideas fue introducir variantes y mutaciones a los monstruos ya conocidos. Así, unos aliens albinos se presentan como especies menos evolucionadas que las conocidas, y hay otros ejemplares.
(Atención: siguen detalles del final de la película). Ahora bien, esta nueva serie de películas que profundiza en la mitología de los aliens, pretendiendo dar cuenta de su gestación, apela a algunas explicaciones bastante trilladas y baratas que, lejos de aportar, parecen frivolizar una saga que siempre estuvo aderezada por el misterio. El hecho de que sea un androide, una inteligencia artificial rebelde, la creadora de los aliens, y que lo haga con el objetivo de exterminar a la humanidad de la forma más horrenda posible, es un giro bastante perezoso –“la rebelión de las máquinas” es uno de los lugares comunes más extendidos en la ciencia ficción de la segunda mitad del siglo XX–, pero además que los temibles alienígenas sean en sí “mascotas” de uno de ellos, les resta dignidad. Justamente la gracia era pensarlos como criaturas autónomas, tan inteligentes como nefastas.
Pero es un poco peor que el guión no respete siquiera las reglas del universo ya existente: si bien al final de esta película ya aparecen los aliens “negros”, mutados y evolucionados –los de siempre, bah–, éstos se saltan los tiempos de gestación y de crecimiento que se introducían al comienzo de la saga, en Alien el octavo pasajero, filme que el mismo Scott dirigió. La aparición de otro alien negro, al final, que no pudo haberse gestado dentro de ninguno de los humanos presentados, es un bache de guión poco entendible. En definitiva, la coherencia interna parece haberse sacrificado en función de un entretenimiento más bien irreflexivo.