La película empieza con el desayuno en la apretada cocina de una familia porteña de clase media baja. Francisco (Diego Velázquez) lleva, en colectivo, a sus dos niños a la escuela, y va luego a su trabajo en una distribuidora de alimentos, donde su ascenso es una y otra vez postergado aunque, en cambio, recibe como reconocimiento a su trabajo una caja con productos de la misma empresa. También recibe la llamada de una mujer que estuvo en su pasado –compañera de militancia estudiantil, quizás algo más–, que, ahora esposa de un militar, le encarga nada menos que avisar a dos desconocidos que esa noche las fuerzas armadas irán a buscarlos. Es 1977, y ese “ir a buscarlos” tiene un sentido bien preciso y escalofriante. Francisco en principio no quiere saber nada del asunto. Si alguna vez militó –y hasta escribió unos versos bien malos sobre el sentimiento que entonces lo animabas–, todo eso está enterrado en una rutina de sobrevivencia y cuidado familiar. Leerles cuentos a los niños a la hora de dormir, comprar un vino para la cena con la esposa, esperar el postergado ascenso, encontrarse en un bar con un viejo amigo para jugar al billar y tomarse algún trago es el horizonte de Francisco en esos años oscuros. Uno más de la “mayoría silenciosa”. Sin embargo, algo comienza a incomodarlo adentro, algo que lo impulsa a tratar de cumplir con ese encargo que podría salvar la vida de dos desconocidos, pero poner en riesgo la propia. De ese periplo interior trata la película.
Sobre un guión adaptado de una novela de Humberto Costantini por los directores debutantes Francisco Márquez y Andrea Testa, La larga noche de Francisco Sanctis1 es una aproximación al tema de la dictadura –la argentina, pero perfectamente podría tratarse de la uruguaya– absolutamente inusual. Porque no se apoya en discursos –el único que puede tomarse como tal es la cínica perorata del amigo pragmático encarnado por el siempre eficiente Marcelo Subiotto– ni en ninguna forma de épica ni de presencias o acciones concretas, sino en lo que podría llamarse la noche interior. Cuando evocada, la dictadura siempre transcurre de noche; sin ayuda de ninguna clase, la propia memoria le asigna su lugar de sombras. La noche que vive ese Francisco Sanctis –expuesta en muy exactos 76 minutos– es un periplo por las dudas, es el impulso generoso frenado por el miedo que acecha, es el deambular por una ciudad, unas calles, en apariencia vacías de vida humana y cargadas de presagios. La represión no se ve pero se intuye; un notable uso del fuera de campo hace saber que está o puede estar por ahí o llegar en cualquier momento. Los planos cerrados nunca dejan a la mirada expandirse hacia alguna forma de totalidad, convirtiendo las calles en una suerte de patios estrechos que parecen repetirse como una pesadilla de laberintos, donde suenan los pasos de un hombre solitario tironeado a la vez por la conciencia y el miedo.
Francisco Márquez y Andrea Testa, que no habían nacido en el tiempo en que transcurre la película, construyeron, más que un retrato, una metáfora, a la vez cruda y esperanzada, de los años del terror y los obligados dilemas de un ser “común y corriente” inmerso en ellos.