Uruguay no puede tener 70 mil presos por razones que deberían ser evidentes para cualquiera. No tenemos recursos económicos, ni infraestructura material, ni personal capacitado para manejar la población penitenciaria actual, que es seis veces menor, ¿cómo diablos haríamos para manejar ese número elevadísimo de reclusos? ¿Y dónde los meteríamos? Si Uruguay tuviera ese censo penitenciario, tendría unos 2.200 presos cada 100 mil habitantes. Una tasa de encarcelamiento absurda, que triplica la de Estados Unidos, que es uno de los países que más encarcela en el mundo. Dentro de Estados Unidos hay, es verdad, distintas realidades. El distrito de Columbia, por ejemplo, tiene una tasa de unos 1.200 presos cada 100 mil habitantes. Con 70 mil presos, nosotros duplicaríamos prácticamente esa tasa. De tal manera que, con recursos que no se sabe de dónde saldrían, deberíamos mantener el mayor sistema penitenciario del mundo en términos proporcionales a nuestra población. Por no mencionar el hecho de que también deberíamos tener el mayor sistema de administración de justicia penal del mundo (también en términos proporcionales a nuestra población), porque los infractores no van a dirigirse a los establecimientos penitenciarios de motu proprio a pedir que los encierren.
Pero que esa utopía sea de imposible realización no es el punto, porque eso es exactamente lo que ocurre con todas las utopías: por definición son imposibles. Uruguay nunca va a tener 70 mil presos, pero podría tener 20 mil. De hecho, quizás no estemos tan lejos de conseguirlo. Y cuando tengamos 20 mil, podríamos ponernos el objetivo de llegar a 30 mil. Nunca llegaríamos a los 70 mil, pero la utopía sirve para eso: para caminar, decía Eduardo Galeano. Así, la utopía de los 70 mil presos, absurda como es, sin dudas, en su expresión literal, tiene sentido en tanto que identifica un objetivo, fija un rumbo.
Meter presos a todos los individuos con conductas antisociales no solamente es inviable desde el punto de vista material, también lo es desde el punto de vista legal. La ley no lo ampara. Pero eso tampoco es un problema. O, mejor dicho, sí lo es, pero, al menos mientras no cambien las actuales normas procesales, si es que algún día cambian, existe una solución. Con las leyes actuales, el procesamiento es en los hechos una sentencia. Por supuesto que en las facultades de derecho se enseña otra cosa, pero fuera de ellas nadie se preocupa ni siquiera mínimamente por fingir que el procesado es técnicamente un inocente y que el procesamiento no es una sentencia. “Lo que hay que buscar es que haya más detenciones, y más procesamientos con prisión. (…) Después, los años que les vas a dar (entiéndase: la sentencia) no deja de ser una exquisitez, a mi juicio, secundaria. No hay que modificar tanto las penas, sino conseguir que más gente caiga y que más gente sea procesada con prisión.” Esto, aunque parezca increíble, es lo que el fiscal letrado penal de Montevideo de 8º turno, doctor Gustavo Zubía, le dijo a la revista Paula del diario El País en octubre del año 2015.
Así, pues, hay un horizonte utópico: el ideal de los 70 mil presos. El sistema lo realiza imperfectamente en la medida en que captura a todos los antisociales que puede y los mantiene a la sombra todo el tiempo que puede, aunque después de emitida la sentencia haya que liberarlos –o incluso antes de que sea emitida, como ocurrió en el caso infame y vergonzoso de los presos “de la Coca-Cola” del año pasado–. Ese es el ideal. Ese es el horizonte utópico. Esta utopía se confunde frecuentemente con otra, que en realidad es muy distinta. Se trata del ideal de que cada ofensa sea reprochada. Esto es, que el delito no quede impune. El reproche penal y la cárcel no necesariamente deben ir de la mano. El problema es que para muchos uruguayos (entre ellos, muchos jueces y fiscales) reprochar una conducta sólo puede hacerse a través de la cárcel: es el único instrumento de castigo que conciben. Es “cárcel o nada”, como dice Roberto Gargarella. Pero existen alternativas.
El Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social (Ceres) es un instituto de investigación orientado al análisis y la recomendación de políticas públicas (lo que los estadounidenses llaman un think tank, una “usina de pensamiento”) de orientación liberal conservadora. Su director, el economista Ernesto Talvi, que en estos días suena como posible precandidato a la Presidencia por el Partido Colorado, no es un abolicionista noruego. Pues bien, esta institución acaba de publicar un informe sobre el estado del sistema penitenciario uruguayo cuyo autor principal es el ex comisionado parlamentario Álvaro Garcé, un hombre que tampoco es sospechoso de ultraizquierdismo. Ese informe, entre otras cosas, constata que la aplicación de medidas alternativas no está considerada realmente como una opción de castigo en Uruguay. Y, entre otras recomendaciones, sugiere establecer una infraestructura que permita extender la aplicación de medidas sustitutivas de la prisión (como el cumplimiento de la condena bajo monitoreo electrónico sin privación de libertad, el trabajo comunitario y el tratamiento en libertad), principalmente a ofensores a los que les hayan sido imputados delitos de menor cuantía.
Por supuesto que es posible seguir abrazados a la utopía de los 70 mil presos. Es más, ese ideal podría convertirse en una verdadera política de Estado, en caso de que ya no lo sea. El sistema penitenciario uruguayo recibió en 2010 recursos presupuestales extraordinarios que permitieron descomprimir temporalmente algunas situaciones críticas, sobre todo en materia de hacinamiento. Pero al día de hoy la crisis no sólo no ha sido superada sino que tiende a perpetuarse, en la medida en que la población carcelaria no deja de aumentar. Si la idea es que esta tendencia se consolide y que haya cada vez más presos en Uruguay, no obstante las muchas señales de que esta política no es buena (como la elevada reincidencia en el delito, la escasa inserción laboral una vez cumplida la pena y los elevados niveles de violencia intracarcelaria, entre otros males del sistema), entonces habrá que hacer una inversión muchísimo mayor en los próximos años. Los partidos políticos deberían sincerarse y comprometerse a dar los pasos necesarios para el apuntalamiento del sistema. Deberían firmar, por ejemplo, un compromiso preelectoral que incluyera, entre otros puntos, una previsión de los enormes desembolsos presupuestales que supondría mantener el rumbo actual, así como un cronograma de construcción de cárceles (públicas, privadas o semipúblicas) para albergar al creciente contingente de presos.
Pero también podríamos elegir cambiar el rumbo.
Para los que dicen: “¡Necesitamos una solución ahora! Las ensoñaciones utópicas de la izquierda biempensante no solucionan los problemas de seguridad que tenemos todos los días” hay una mala noticia: el ideal de que cada infractor esté preso también es una ensoñación utópica que no soluciona los problemas urgentes. Por supuesto que es posible acercarse, muy lentamente y tras muchos esfuerzos, a lo largo de varios lustros, a la utopía de los 70 mil presos. Lo que habría que preguntarse es si se trata de una utopía deseable o más bien de una distopía terrorífica. Y si no nos gusta el destino, quizás deberíamos considerar la posibilidad de tomar otra senda.