Patria, la nueva novela de Fernando Aramburu, retoma una temática ya abordada por el autor en Los peces de la amargura (2006) y Los años lentos (2012): el drama que gira en torno al País Vasco y la Eta, actualmente inactiva tras el anuncio del cese de las armas, proclamado en 2011. La propuesta de este narrador nacido en San Sebastián, pero residente en Alemania desde 1985, consiste en seguir los pasos de dos familias de un pueblo cercano a Rentería, a las que une un antiguo vínculo de amistad. Sin embargo, dicho vínculo se rompe una vez que el hijo de uno de los matrimonios participa en el atentado que termina con la vida del Txato, no sólo amigo, sino también dueño de la empresa en la que trabaja su padre. Así, están representadas dos tendencias dentro del nacionalismo vasco: de un lado, una vertiente más identificada con sectores burgueses y de inclinación católica; del otro, una nueva generación de jóvenes que hacia mediados del siglo pasado adoptó posiciones más radicales, volcándose a la lucha armada.
Se trata de nueve personajes protagónicos –y esto explica la extensión de la novela, que supera las seiscientas páginas– unidos por el hecho de estar relacionados en mayor o menor medida con el episodio de violencia. Patria se abre con el personaje de Bittori, viuda del Txato, de vuelta en el pueblo (del que se había ido, siguiendo la voluntad de sus hijos, Nerea y Xabier, “para perder de vista la acera donde mataron a su marido y para no seguir aguantando las miradas torvas de los vecinos”). Ese mismo día, Eta declara el abandono de las armas. De esta forma se da un enclave histórico preciso, pero Patria envuelve una cronología que, mediante saltos temporales, se extiende a lo largo de tres décadas de la historia del pueblo vasco, apuntando en su centro las rupturas dramáticas y las evoluciones que experimentan las familias, fracturadas en sus mismos cimientos por el fanatismo político y el miedo.
A medida que avanza la historia, los perfiles de los personajes asumen espesor. Por sólo destacar a algunos: están la ya mencionada Bittori con su abismo de melancolía luego del asesinato de su marido, y Nerea, su hija (en cierto modo la “descarriada”), con la que tiene desavenencias por no haber estado para el entierro de su padre; Miren y Joxian, los padres del joven miembro de Eta, que expresan, cada uno a su manera, diversas formas de afrontar la ausencia de su hijo presidiario: la primera se vuelve intolerante y con una tendencia a defender posturas extremistas, el segundo dedica su tiempo al cultivo de su huerta. El rol de la Iglesia Católica encarnado por el cura don Serapio merecería un capítulo aparte.
Mediante un centenar de capítulos cortos, la narración vuelve una y otra vez, desde diferentes puntos de vista, a algunos centros nucleares sobre los que gravita el argumento. Expresa el autor en una entrevista realizada por Iñaki Gabilondo: “Lo que yo he pretendido ha sido hacer un dibujo general, en el que estuvieran todos los actores. (…) Es evidente que no hay víctimas si no hay agresores, y yo he querido introducir a unos y otros, pero no reducidos a unos recipientes llenos de ideas o de tesis, a mí lo que me interesa es la condición humana”. El registro pasa, a través de modulaciones sutiles o fracturas, del discurso indirecto libre al traslado de la voz de los personajes, y va articulando modos de vivir la experiencia del dolor con una impronta que resulta próxima. El estilo inscribe una sintaxis que viene de la oralidad: los personajes conversan y monologan, se pierden en discusiones efusivas o se interrumpen por la indignación, dejando el sentido del enunciado inconcluso. Hay un marcado interés por recoger usos y modismos de la lengua, puesto que este es otro de los niveles en los que se desarrolla el conflicto.
Un libro que, sin dejar de ser ficción, establece un diálogo urgente con una coyuntura política muy concreta, insertándose así en un debate más amplio que mueve a recepciones acaloradas en su país. En ese cruce en permanente tensión entre literatura y política, da la sensación de que ciertos giros argumentales que introduce el autor hacia el final –y que conducen a una resolución casi axiomática de todas las líneas de acción– terminan por bajar notoriamente el nivel de la novela. Sin mencionar que el lector que no esté del todo al tanto de la actualidad del asunto posiblemente sienta que se le escapan referencias y sobreentendidos que son sustanciales para captar el sentido profundo de la novela.