DE ADENTRO
SU VACA. Partiendo de un acápite de esa obra mayor que es “Guitarra negra”, de Alfredo Zitarrosa, Juan Pablo Maresco se mira cara a cara con el tótem nacional y busca domesticar la vaca para la escritura en verso.
Animales domésticos, bellamente diseñado por Gustavo “Maca” Wojciechowski, como es usual en el amplio y a la vez desparejo catálogo de Yaugurú, está dividido en tres partes que buscan trazar el atlas de ese enfrentamiento. Primero la “Representación” de lo que parece, luego la “Intuición” de lo que se siente, para llegar a la “Revelación” de lo que es.
La disección puede ser la de la vaca, pero también la del poeta reflejado en esa mirada que lo mira. Más allá del tono lúdico que en muchos segmentos acomete Maresco, con desigual suerte, y de las diferencias esenciales que siempre hay entre una voz poética y otra, sobre todo cuando una es una voz en formación y la otra es la voz de un poeta mayor, Animales domésticos trae a la memoria un momento de Octavio Paz en El mono gramático. Aquel en el que se miraban, aparición y poeta, desde el abismo de uno ser mono y el otro ser hombre. Y en ese abismo, en la inmanencia “artificial” que ese abismo propiciaba, creando entre ambos un sistema cerrado imposible, Paz encontraba la interrogación poética. A un cráter similar se asoma Maresco.
Su vaca (advierte desde un poema inicial que quizás hubiera requerido un mayor trabajo de limpieza con el texto) es la vaca arquetípica que siempre estuvo. Testigo pasivo (“ignorante, estática, parca, lamentable”) de ese “golem sensible con mirada de vaca” que es el hombre blanco de estas llanuras. Y de este tiempo. Hombre con el cuero del pecho abierto a fuerza de punta de flecha y luego rellenado de paja para tener una apariencia de algo, plantea el poeta.
Sobra, es verdad, algún texto como “Hotel animal”, que claramente no está a la altura del resto, y en unos (pocos) momentos la enunciación patina y se sale del tono general en que rumiaba su tema; pero el conjunto transpira una sustancia metafísica, un “humanario de la modernidad tardía”, que justifica el entusiasmo de Rafael Courtoisie en la contratapa.
EDITOSE. También con palabras de Courtoisie en contraportada, y también a través de Yaugurú, Cristina Beatriz Piñeyro Fernández publicó Vacante de sombra. Por otra parte, Invitación al trumpicidio y alabanza de la poesía de urgencia, de Rodolfo Levin, inauguró las ediciones El Ojo de la Ternera en explícito diálogo con la nerudiana Invitación al nixonicidio y alabanza a la revolución chilena.
DE AFUERA
FRIDA Y MÉXICO. “La pubertad cercana no ha arrebatado todavía/ su gracia a las Pléyades/ la mirada de nuestros ojos llenos de sombras se dirige hacia el adoquín que caerá/ todavía no existe la fuerza de gravedad de las olas”, escribió Max Ernst al pie de su cuadro “Las Pléyades”.
Desde un momentum similar (porque no es tiempo solamente, sino ímpetu) enfoca la uruguaya Mariella Nigro su lente poético sobre Frida Khalo. Antes de la adolescente fiebre pop que, primero, vació de contenido pictórico a la pintora mexicana y que, luego, al llegar ese proceso al estado de maduración, la volvió mercancía de souvenir y camiseta. Antes que eso estuvo la mirada de Nigro.
El libro Frida y México, subtitulado “De visiones y miradas”, está formado por la reedición de Impresionante Frida, poemario al óleo y por el diario poético México en los ojos. Las 115 páginas de generoso gramaje editadas por Yaugurú se abren con unas palabras preliminares de la autora. Ahí acota que se encontró por primera vez con un cuadro de Frida en los años ochenta, que a fines de los noventa publicó en la Biblioteca de Marcha el poemario que abre el volumen, y que recién en marzo de 2001 pisó tierra mexicana.
Primero tuvo que “no ir a México” para echar a andar su experiencia poética sobre Frida y lo mexicano. Ese “no ir” inicial fue el antídoto para poder navegar luego por las aguas de ese canal donde hundió sus naves y desde el cual, en su propia “Noche triste”, regresa “perturbada, escuchando el flujo del agua y de la sangre”.
Esa trayectoria, ese escribir “desde fuera” antes de sumergirse en la arqueología del lugar (“No tomé fotos”, escribe Nigro en el poema sobre la visita a la casa-museo en Coyoacán, uno de los lugares tópico de la Frida objeto) es lo que la lleva al hueso. Y desde el hueso intentar devolver el sentido incluso a lo que está en la superficie. No tiene más guía que su viejo diálogo con la pintora muerta. “¿Acaso puedan mostrarme/ el camino que dejó/ tu pie de Huitzilopochitli/ junto a las ardientes buganvillas?” No va como visitante ajena, sino a entregarse. “Yo vuelvo a la terraza como hacia un sacrificio”, dice al evocar su paso por otro museo, el Anahuacalli, donde Diego Rivera construyó su fantasía precolombina. Se deja hipnotizar por un mundo que gira de un modo tal que cada vez es menos materia y más hipnosis. Y le da un nuevo giro, draga con su voz ese medio acuático que es el fondo del suelo que pisa para que el navegante, al leerla, no encalle en los limos de lo sólido.