Como las cosas cambian de hora en hora, es imposible saber si este panorama cambiará para cuando estas líneas lleguen a sus lectores, más allá de que hay motivos para suponerlo. Aunque la oposición parece abrumada por los hechos y uno de sus principales partidos ha manifestado su voluntad de ir a los comicios regionales de diciembre, viendo las cosas en una perspectiva más amplia, es difícil pensar que esta calma no es la del ojo de un huracán.
Veamos: está por reunirse una asamblea nacional constituyente que no ha sido reconocida por Estados Unidos, la Unión Europea, Colombia, Reino Unido, Panamá, Brasil, Argentina, Paraguay, México, Costa Rica, Chile y Suiza; hay un presidente considerado dictador por Estados Unidos y sometido a sanciones que pueden tener un importante impacto en la economía; pende la amenaza de otras medidas, que en el caso más extremo incluirían a la industria petrolera; la oposición que es mayoritaria no ha podido romper el bloque de poder, al menos no lo suficiente como para obligar a una transición, cosa que puede favorecer el surgimiento de otros liderazgos; hay un chavismo disidente que puede crecer, sobre todo ahora que sectores que participaron en la constituyente se han unido a las denuncias de fraude; las protestas sociales que han ocurrido de forma autónoma a los partidos de oposición no tienen motivos para detenerse; y una economía en bancarrota, que de aplicarse más sanciones se pondría peor. Pocas sumas podrían ser más inflamables que la del descontento social, más la crisis de legitimidad, más la condena internacional. La suma de todos estos factores es potencialmente explosiva. Detengámonos en tres que pueden resultar clave.
LA PROTESTA SOCIAL. Primero, hay que entender que el gran telón de fondo de todos estos acontecimientos es una crisis económica y social muy profunda. Estructuralmente, ya suma unas tres décadas, pero en lo coyuntural se ha agudizado por la combinación de la caída de los precios del petróleo y los resultados desastrosos del Primer Plan Socialista de la Nación, aplicado a partir de 2007. Esto impulsó una conflictividad social ascendente que poco a poco se fue politizando y radicalizando. La gente que protestaba reclamando que el gobierno le resolviera problemas puntuales comenzó a protestar contra el gobierno, a hacerlo de forma cada vez más violenta y a ver en la oposición una alternativa. Si algo caracterizó los cien días de movilizaciones que hemos vivido desde marzo fue que sectores populares y usualmente chavistas se unieron de diversas formas, aunque muchas veces con una agenda propia y hasta distinta a la de la dirigencia opositora. Han sido objeto de una represión particularmente severa, pero eso no ha logrado acallarlos y no hay ningún pronóstico en la economía que puede hacer pensar que sus grandes problemas se resolverán en lo inmediato. Venezuela tiene la inflación más alta del mundo, un desabastecimiento del 80 al 90 por ciento en muchos rubros, especialmente la medicina; vive una dolarización de facto en los precios del mercado negro y un hambre creciente: si en 2015 era un escándalo que un tercio de los venezolanos comiera sólo dos veces al día, hoy es común ver ejércitos de personas escarbando en la basura por las calles.
No es de extrañar, entonces, que la oposición haya arrasado en las elecciones legislativas de 2015. Con la Asamblea Nacional en sus manos, emprendió el camino para convocar, de acuerdo a la Constitución, un referéndum para revocar el mandato de Maduro. La propuesta tuvo rápidamente un 70 por ciento de respaldo, según los sondeos. La respuesta del gobierno fue anular en la práctica a la Asamblea con constantes sentencias del Tribunal Supremo de Justicia, que sistemáticamente alegaba la inconstitucionalidad de todo cuanto hacía. Después, cuando la oposición logró sortear todos los obstáculos para obtener las firmas necesarias para solicitar el referéndum revocatorio, otras sentencias, esta vez de tribunales de provincia, suspendieron el proceso. La indignación produjo una ola de protestas que, sin embargo, fueron detenidas para darle opción a un diálogo mediado por el Vaticano que no logró ningún resultado. Entre tanto, el Consejo Nacional Electoral (Cne) postergaba infinitamente la convocatoria a las elecciones regionales y municipales.
PÉRDIDA DE LA LEGITIMIDAD. En marzo de este año otra sentencia del Tribunal Supremo disolvía en la práctica la Asamblea Nacional, asumiendo las funciones legislativas. El escándalo que produjo internacionalmente, así como la denuncia de inconstitucionalidad por parte de la fiscal general de la República, Luisa Ortega Díaz, hasta entonces una de las grandes adalides judiciales del chavismo, hicieron que Maduro reculara, pero también prendieron la chispa de un ciclo de protestas inédito hasta ahora en la historia venezolana. Marchas multitudinarias convocadas por la oposición, disturbios de todo tipo, que a veces incluyeron quema de casas del Partido Socialista Unido de Venezuela y entidades gubernamentales, y derribo de estatuas de Chávez; saqueos y decenas de muertos, llevaron a que Maduro optara por la solución de convocar una asamblea constituyente. No obstante, fue convocada sin atenerse a lo estipulado por la ley y sin respetar los principios de individualidad y universalidad del voto: cada circunscripción eligió un representante, sin distingo de la población; como a eso se le unió otra elección “sectorial”, había electores que podían votar dos o tres veces, por su circunscripción y por sus “sectores”. Era evidente que quería evitarse que los municipios más poblados, generalmente opositores, se impusieran.
Naturalmente esto sólo elevó la conflictividad. Detener la constituyente se convirtió en la gran bandera. Según los sondeos, sólo había una intención de voto del 13 por ciento, mientras el rechazo ascendía al 70 por ciento. El 16 de julio la oposición logró el prodigio de que siete millones y medio de personas salieran a la calle para firmar contra la propuesta. Después convocó a dos paros exitosos, al tiempo que la comunidad internacional pedía su suspensión y que in extremis se intentó retomar el diálogo. Pero Maduro siguió adelante. Se hicieron los comicios en medio de un día sangriento de protestas y del llamado a la abstención por parte de la oposición. Esa noche se anunció que 8 millones de personas habían ido a votar, es decir, no sólo más de las que habían firmado el 16 de julio… sino tantas como las que votaron por Chávez en la elección en la que recibió más respaldo. Es una cifra que pocos creen. Las mejores estimaciones calculaban unos cinco millones (y otras tan sólo dos millones y medio). Smartmatic, la empresa encargada de las máquinas de votación, declaró tres días después que efectivamente hubo manipulación.
CONDENA INTERNACIONAL. La sospecha del fraude terminó de decidir a muchos países a desconocer los resultados. El impacto de esto dependerá del tipo de sanciones que se establezca, cosa en la que Estados Unidos jugará un papel clave. Inicialmente, se les han aplicado a algunos altos funcionarios del régimen y a Maduro. Como van de congelar sus bienes en Estados Unidos a prohibir hacer negocios con ellos, parece que la idea es cercarlos internacionalmente. Es probable, por ejemplo, que la declaración de Smartmatic tenga que ver con eso. Pero también pueden aplicarse medidas a la industria petrolera, aunque ello acarrea el riesgo de hacer aun más penosa la vida de los venezolanos y, sobre todo, de que suba el precio del combustible en Estados Unidos.
En cualquier caso, Donald Trump tiene un buen margen de acción. Una decisión de Chávez que tuvo justo el efecto contrario al esperado lo ayudó a esto. Como Venezuela cada vez le vendía menos petróleo a Estados Unidos para diversificar su mercado, actualmente a Trump le resultaría más fácil sustituir los 700 mil barriles que recibe de Venezuela por lo que puedan venderle otros proveedores. Por el contrario, Venezuela necesita cada vez más de Estados Unidos, porque los otros mercados son países que pagan a crédito, o con servicios y especies (Petrocaribe), o China, que ya pagó por adelantado en un fondo en el que no queda dinero, por lo que el petróleo que se le envía está hipotecado. El flujo de caja, entonces, lo produce el odiado imperio del Norte. Además, no es fácil colocar esos 700 mil barriles de crudo pesado en otros mercados, por lo menos no a buenos precios. Queriendo ser más independientes de Estados Unidos nos hicimos más dependientes que nunca.
Este es el contexto venezolano a 72 horas de la constituyente. Como se ve, comienza una travesía que se vislumbra larga y, lamentablemente, llena de turbulencias.
* Historiador venezolano, investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas.