La confrontación a la venezolana tiene lugar en diferentes frentes de batalla: electoral, mediático, económico, social, político-ideológico, entre poderes y, además, la calle, en tanto terreno bélico. A ello se añade el cerco internacional en torno al país en sus variantes económica, geopolítica, diplomática y mediática, que se nutre de los intereses de la oposición y a su vez los alimenta.
Con la mira puesta en la salida anticipada del gobierno actual, durante el último año y medio la oposición venezolana ha concentrado su estrategia en tres frentes: la Asamblea Nacional, desde donde se potencia un período de conflicto y bloqueo institucional entre los poderes del Estado; la presión de la comunidad internacional, con el apoyo e impulso de Luis Almagro, secretario general de la Oea; y la presión de la calle, a través de marchas, trancazos, guarimbas, paros y huelga general, que derivan en hechos violentos, destrucción, linchamientos, heridos y un importante número de fallecidos.
La estrategia de calle promovida por sectores de la oposición ha tenido dos picos importantes: la Salida 2014, con una duración de dos meses, un saldo de 43 muertos y más de 800 heridos; y la Salida 2017, que se inició el 1 de abril y hasta el 31 de julio llevaba un saldo trágico de 157 fallecidos e incontables daños físico-ambientales. En este contexto una oposición victimizada y promotora de la violencia reclama al gobierno de Nicolás Maduro que la represión no es el camino para dirimir las diferencias y construir un país. Igualmente le exige garantizar el derecho a la vida, la integridad, la libertad y de manifestación pacífica, cuando sus acciones de calle no son en absoluto pacíficas.
Todo parece anunciar que el extremismo político avanza en su intención de imponer y legitimar la violencia política, hasta instaurar la cultura de la violencia como estrategia política legítima para eliminar al adversario.
Las guarimbas y barricadas de la oposición ocurren sustentadas y justificadas por los discursos de odio construidos intencionalmente, que tienen como objetivo deslegitimar al adversario y justificar su necesaria eliminación. Se naturalizan los crímenes de odio, fundamentados en la legitimación social de la violencia como vía para transformar la estructura política de la sociedad.
Desde 2014 el gobierno ha promovido el diálogo con la oposición con miras a solventar la conflictividad política. Recientemente, con el auspicio de la Unasur, se intentó una mediación a través de una comisión compuesta por tres ex presidentes –Rodríguez Zapatero (España), Fernández (República Dominicana) y Torrijos (Panamá)–, que contaba además con la participación del Vaticano. Hasta el momento todos los intentos dirigidos a establecer puentes, promover un pacto de convivencia, el diálogo y la paz han fracasado ante la negativa de ambos sectores a hacer concesiones, quizá porque aún no hay una voluntad efectiva de concertación.
Es de vital importancia entender el papel que los medios de información han jugado en todo este proceso. Con la anuencia de la sociedad, los medios se han ido imbricando cada vez más en el entramado del poder político, hasta establecerse como actores centrales y cambiar las relaciones tradicionales entre el poder político, los propios medios y el resto de los actores sociopolíticos. En el caso de Venezuela, los medios han sobrepasado ampliamente la canalización de la información, para extenderse a la producción de acontecimientos políticos, hasta convertirse en movilizadores y operadores políticos.
Los últimos acontecimientos políticos han potenciado la polarización y radicalización. El espacio mediático no ha escapado a esta presión y, afectados por una alta polarización informativa, los medios representan la crisis multidimensional y paradójicamente forman parte de ésta. Con claras intenciones políticas, saturan a sus audiencias con un flujo inagotable de imágenes, informaciones y rumores sobre sucesos electorales, políticos, hechos violentos, confrontación de poderes y cerco internacional.
En el frente de batalla electoral resaltan las elecciones parlamentarias realizadas en diciembre de 2015, que resultaron en el triunfo de la oposición, que ganó 112 de los 167 escaños de diputados de la Asamblea Nacional (56,2 por ciento de los votos). Luego de una sequía de 17 años, esta victoria electoral de peso potencia a la oposición en tanto actor bélico-político, que inicia su gestión legislativa con la promesa de sacar a Maduro en “seis meses”. Se abre en consecuencia un nuevo frente de batalla, el conflicto de poderes. Y, en este escenario de mayoría legislativa y con la promesa de la salida inminente del presidente, la oposición promueve una etapa de protestas de calle y una importante escalada de la violencia.
El 1 de mayo de 2017 el presidente Nicolás Maduro, en consejo de ministros, anuncia la convocatoria a una asamblea constituyente con la intención, según sus palabras, de dirimir el conflicto político y alcanzar la paz. Persigue, además, institucionalizar el sistema nacional de las misiones y grandes misiones sociales; sentar las bases jurídicas para un nuevo modelo económico pospetrolero y dotar de rango constitucional a las instituciones del poder comunal.
El Consejo Nacional Electoral informa que las elecciones regionales tendrían lugar el 10 de diciembre, proceso que era reclamado por la oposición y estaba pendiente desde finales de 2016, cuando los gobernadores elegidos en diciembre de 2012 cumplían cuatro años en el poder. Igualmente convoca oficialmente a una asamblea nacional constituyente, anuncio que produce un efecto negativo en la oposición, que lo califica de “golpe de Estado”, disparándose una nueva etapa de la confrontación política.
En respuesta, la oposición, en la voz del presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, convoca a un “plebiscito simbólico” a realizarse el 16 de julio, con miras a deslegitimar la constituyente pautada para el 30 de julio. Según Borges, se realiza “en virtud del artículo 5, 333 y 350 de la Constitución” y busca demostrar el rechazo de los venezolanos a la asamblea nacional constituyente convocada por el presidente Nicolás Maduro.
Se realizan ambos eventos. Según datos de la “comisión de garantes” del plebiscito opositor, de un total de 7.186.170 votos, 98 por ciento rechaza la constituyente. Como dato curioso, luego de finalizado el proceso se quemaron todos los libros y cuadernos electorales en los que se llevó el registro de los consultados, supuestamente por miedo a represalias.
La semana previa a la constituyente impera un clima de alta tensión. El Ejecutivo pide diálogo sin cancelar la constituyente, mientras la oposición apuesta a más calle, anuncia un paro de 48 horas con la intención de “fracturar al adversario” y forzar una negociación que conduzca a “una oportunidad pacífica de cambio”.
Se lleva a cabo la votación por la constituyente en medio de amenazas, trancas y cierres. La presidenta del Consejo Nacional Electoral, Tibisay Lucena, informa que 8.089.320 personas votaron en estas elecciones. En su opinión, una participación alta y sorpresiva que alcanzó el 41,53 por ciento del padrón electoral de Venezuela. ¿Cómo explicar este repunte en el voto? Sin duda, al voto duro chavista se le añade el voto castigo y abstencionista que migró a la oposición el 6 de diciembre (elecciones parlamentarias), más el voto opositor descontento ante la estrategia violenta promovida por su propia dirigencia.
Estos resultados implican un cambio importante en las reglas de juego. Se dota de legitimidad a la asamblea nacional constituyente. Con una votación de 8 millones el chavismo es nuevamente la mayoría electoral del país; la oposición vuelve a ser minoría y debe aprender a administrar su peso político-electoral. Se derrota la violencia, al igual que queda muy golpeada la lógica de confrontación permanente, y se pueden abrir espacios de diálogo con miras a abordar y atender los problemas urgentes de la sociedad venezolana.
Desde la asamblea es imperante encontrar una salida dialogada que se sustente en la convicción de la necesidad del entendimiento político; en relaciones fundamentadas en el respeto mutuo y en la convivencia entre los sectores en conflicto; en la construcción de consensos y de una agenda común; en la visión compartida y negociada de futuro y en una cultura política para el fortalecimiento de la democracia.
* Socióloga venezolana y analista de medios de comunicación. Su cuenta de Twitter es @maryclens