En el año 1982 Haruki Murakami cerró el local de jazz que le dio de comer durante años y decidió que, en adelante, se dedicaría sólo a escribir. ¡Ah!, y a correr. Casi sin darse cuenta logró completar el trayecto que separa Atenas de Maratón. Y no se detuvo. Tiempo después, cuando sus novelas ya se habían traducido a más de cincuenta lenguas y era el escritor japonés vivo más leído en el mundo, dio a conocer De qué hablo cuando hablo de correr (2007), título que corteja la ocurrencia persuasiva de Raymond Carver en De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981) –Murakami tradujo a Carver al japonés y lo considera uno de sus maestros–. En aquel libro reflexionaba sobre el alcance que el ejercicio de correr a diario tuvo en su vida y en su obra. Entre las exigencias del entrenamiento, el afán de superación, la música que escucha mientras se desplaza y los lugares que atraviesa, cuenta anécdotas, reflexiona, introduce al lector en su universo personal y creativo.
Acaba de llegar a Uruguay De qué hablo cuando hablo de escribir, nueva paráfrasis del título contagioso. El tono íntimo y conversacional que elige Murakami hace sentir al lector que se dirige a él, o quizá a un público imaginario. Pero el creador de ficciones colosales como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y 1Q84 asegura que nunca leyó esos textos a un auditorio real, por pudor a hablar de su vida y porque se resiste a dar explicaciones sobre lo que escribe y lo que piensa. Contradictorio y en cierto modo ingenuo, no deja de llamar la atención que alguien que representa el paradigma del artista ensimismado publique estos De qué hablo…, donde el autobiografismo es inevitable, aunque la excusa sea historiar una vocación. Tampoco es sencillo vincular sus ficciones alucinadas con el hombre ponderado y rutinario que confiesa ser, un profesional que organiza su trabajo de forma racional y llena diez páginas cada día en horarios estrictos, “como cualquier persona que ficha a la entrada y a la salida del trabajo”.
Sumido en estas tensiones, que a la vez muestran y ocultan, un Murakami cansado de declarar que escribe para sí mismo reflexiona sobre la literatura, la imaginación, la originalidad, los personajes, los críticos y los premios, el magisterio de Kafka, Dostoievski, Chandler y Hemingway. Los seis primeros capítulos habían sido publicados por entregas en la revista japonesa Monkey Business, los últimos cinco fueron escritos para completar el volumen. El lenguaje es llano y el libro tiene un aire demasiado elemental, aunque a veces revela verdades que redimen la propuesta. Muchos de estos temas circularon en entrevistas, reseñas, tesis, ensayos y, hace un par de años, fueron plasmados en el prólogo a la reedición conjunta de las dos primeras nouvelles de Murakami: Escucha la canción del viento y Pinball, 1973. Es siempre el mismo relato volcado en una mitología epifánica afín al autor, la historia a la que vuelve, una y otra vez, a partir de la escena fundacional de aquel partido de béisbol donde nació la certeza, que él nunca había explorado, de que iba a escribir una novela.
Visto el fervor que despiertan sus ficciones, es legítimo sospechar que la publicación de los De qué hablo… responde a una estrategia de marketing. Un editor reconoció en la prensa que imprimir libros de Murakami era lo mismo que imprimir dinero.
Autor de relatos cortos, novelas breves y ensayos, en el libro sostiene: “mi terreno de lucha fundamental es la novela larga”, que creó su estilo “construyendo frases como si tocara un instrumento”, que la originalidad no es una fórmula sino un sentimiento, y que para él fue importante convertir su originalidad “en norma”. Su destino de escritor parece sorprenderle: “Mi vida durante estos treinta y cinco años ha consistido, en gran medida, en el esfuerzo constante para no dejar escapar esa sorpresa”.
No obstante la desilusión que puede provocar el libro, esta cronista se cuenta entre los millones de lectores que disfrutan el cautivante vuelo imaginativo de Murakami y aplauden la aparición de cada nueva novela. Sus detractores –el autor reafirma la necesidad de tener una personalidad estable para soportar las críticas adversas– alcanzan cifra similar. Cada año en las puertas del Nobel, el japonés no deja indiferente a nadie.