Al menos dos grandes tradiciones se juntan en esta muestra que es necesario repasar.1 La primera de ellas, la del género pictórico de los bodegones, o naturalezas muertas. Una tradición que acompaña el crecimiento de la burguesía en Occidente como un modo de representación de ciertos códigos de opulencia y distinción de clase, pero que con el paso del tiempo se transforma en el ejercicio pictórico-plástico por excelencia, es decir, en un método de abordaje a la pintura donde el tema pierde interés desde el punto de vista de su función social y lo gana el tratamiento de la composición, la sugerencia espacial, la luz, las texturas y colores. La segunda tradición que se revela en esta muestra es la de los museos que sacan a relucir su acervo mediante un corte transversal o temático. Es una práctica saludable que obliga a revisar las distintas concepciones artísticas del pasado. Para la institución implica, además, una necesaria puesta a punto del material expositivo, a la vez que rinde cuentas de un patrimonio cultural que de otro modo puede permanecer por años oculto a los ojos del público (en especial en aquellos museos que guardan colecciones copiosas y por lo mismo complejas de exhibir).
El recorrido en este caso se inicia con piezas de fines del siglo XIX de regular interés, como los óleos sobre tela de Alfred Jean Boucher, de Giuseppe Ricci y Edmond Allouard, y con los primerizos trabajos de Carlos Federico Sáez, que delatan dificultades en la ejecución del drapeado (cortina) y el forzado escorzo de una mesita. Son un testimonio del aprendizaje, arduo también para los genios, porque por esos años precisamente el artista pegará el salto cualitativo que lo convertirá en el más talentoso pintor uruguayo fin de siècle. La modernidad del siglo XX arranca más bien tímidamente, con un correcto bodegón de Alberto Saletto, y prosigue con los enjundiosos trabajos de Alfredo de Simone, en su característica visión sintética y de gran densidad atmosférica a fuerza de empaste y color rudamente aplicado. Las obras de Ricardo Aguerre y de un joven Juan Ventayol son poco más que un correcto ejercicio de estilo –si bien se trata de premios municipales que explican su pertenencia al museo–. Más gracia demuestra el frutero de Amalia Nieto de 1942. Pero es el gran óleo sobre tela de Joaquín Torres García el primero en resaltar como una obra maestra de su género (Salón Municipal de 1941), una pieza de gran complejidad compositiva con una paleta entonada como sólo Torres –y a veces su hijo Augusto– era capaz de conseguir. La Escuela del Sur está representada con obras de Gonzalo Fonseca, Augusto Torres, Edgardo Ribeiro, Julio U Alpuy, y en esa línea destaca la composición piramidal de José Gurvich de 1948. Otra pieza de gran enjundia es el óleo de Alceu Ribeiro de 1959, que parece adelantarse a formulaciones en la veta metafísica que cultivó Juan Storm. Interesantes trabajos de Gladys Afamado, Lincoln Presno y Vicente Martín, de los años cincuenta, suben la apuesta pictórica, que culmina en un cuadro luminoso de Ignacio Iturria de 1975, más cercano a los códigos pictóricos del vitral que a los convencionales de la naturaleza muerta. Interesante es observar cómo en estos 38 bodegones los distintos temperamentos se van fraguando y el tanteo de posibles caminos –a veces a la postre dejados de lado, como en el caso de Iturria– deja ver cómo aquella fórmula pictórica exteriorista, demostrativa de suntuosidades y suculencias, pasa a ser para muchos un ejercicio de intimidad recatada, capaz de revelar no sólo la “cocina” del taller, sino la naturaleza misma del oficio del pintor.
- Bodegones, Museo Blanes.