Uno no es nacionalista, o no quiere serlo, y menos de una nación a la que no pertenece ni de lejos. Pero una lengua donde la lluvia se llama pluja, los ojos ulls y el abejorro borinot merece, a mi modo de ver, la independencia. Si el azar histórico le hubiera dado al reino de Aragón y no al de Castilla la potestad sobre América, hoy llamaríamos a un simple jabalí porc senglar, y los muchachos hablarían de els malucs de les noies (y no de caderas o culos). Se me concederá que la vida hubiera sido más amable. Los estados consagran las lenguas, las imponen, pero incluso estando uno contra el Estado, contra cualquier Estado, no dejará de pensar que la lengua catalana merece uno. Al menos hasta que las cosas, todas las cosas, recuperen sus nombres verdaderos.
Cuando no es un derbi futbolístico, la pugna entre Barcelona y Madrid parece un caso de violencia doméstica. Madrid viene exhibiendo la estrategia del marido desesperado. Ese que quiere impedir violentamente que su mujer lo abandone. El discurso del rey lo confirmaba después: el Estado español se disponía a la violencia. Nadie creyó oportuno recordar que con esta estrategia se perdió Cuba y tantas otras cosas. Resulta tragicómica la manera en que el gobierno español demanda judicialmente a toda persona involucrada directa o indirectamente con el govern catalán. Pero es grave: muestra hasta qué punto en la democracia actual toda novedad política se convierte en delincuencial.
En los medios y en las redes sociales bulle un debate machacón en torno a la legalidad del separatismo. Pero los separatismos nacionalistas son trayectos ilegales por definición: rupturas del orden constitucional. A veces lo legal es sólo un pretexto. Se suponía que nuestras juntas criollas de 1808 y 1810 eran en apoyo al rey castellano, prisionero en Francia. Todos sabemos en qué terminaron. La libre autodeterminación fue siempre la fundación de un Estado a costa de otro.
Además, el remoto principio de todo Estado, de toda ley, es una violencia originaria que borra sus huellas. Una vez consolidado, el Estado hace como si siempre hubiera estado allí, o como si fuera el resultado de la libre deliberación ciudadana. Pero los estados han nacido siempre de una derrota, de una imposición. Y si te olvidas, la policía se encarga de refrescarte la memoria. Lo que llamamos un Estado de derecho es el sistema que proscribe la única libertad que en el fondo vale la pena: la de proponer algo distinto.
También se quiere olvidar que la Constitución española de 1978 fue el producto de una extorsión, un compromiso forzado entre el miedo a la dictadura y las ansias de justicia y libertad. En puridad, una ardua pieza de ingeniería para que no se desbocaran las esperanzas. Su inmediato efecto fue la despolitización, a la que se llamó “desencanto”. En esencia, un Estado, un orden legal, es un dispositivo de congelamiento.
La actual comunidad autónoma de Cataluña ha vivido siempre como un Estado embrionario y como tal ha creado su propia versión de la historia. Me acuerdo de haber visitado un museo sobre la guerra civil en Barcelona. Allí vi la revolución social de 1936 transformada en una cuestión nacional, en una guerra por la libertad de Cataluña. Es lo que los niños catalanes aprenden desde hace décadas en l’escola. Pero si a mí me hubiera tocado vivir esos años, presumo que no hubiera sido catalanista, hubiera sido del Poum. Al fin y al cabo, la justicia social es internacionalista o no es nada.
Cuando los partidos de la burguesía catalana temen ser barridos por la protesta social eligen la independencia alentando una alianza con cierta izquierda. En los años treinta lo intentaron apoyándose en un proletariado armado y libertario que ya hablaba catalán. Los oligarcas de Madrid hacen lo mismo, pero con la ultraderecha y su folclore de águilas y cruzadas, de cruces y legionarios. Es cierto: aquí se enfrentan dos nacionalismos (o particularismos, y por lo tanto estrechos), pero siempre hay uno que nos hiela el corazón.
Mi congénita debilidad por el catalán y, en general, por el sedicioso, hacen que este acorralado y trágico govern cuente con mi simpatía. Pero hay algo que me parece todavía más importante: el pasado 1 de octubre, el día del referéndum “ilegal” en Cataluña, toda Europa pudo ver en la tele a una multitud desobedeciendo organizadamente al Estado; un tipo de desorden que se creía desterrado del entramado biopolítico europeo. Nunca se podrán calibrar las consecuencias de unas imágenes, pero ese día los consternados políticos de la Unión no sólo se enojaron con Rajoy por la torpe violencia policial que urdió. Más bien se asustaron de una cosa mucho más intangible, más innombrable y antigua: el perfume de la revuelta.