Kingsman es a James Bond lo que Kick-ass al género de los superhéroes. Esta afirmación podría parecerle una obviedad a quien sepa que el director de la primera entrega de Kick-ass es el mismo que el de ambas Kingsman, pero el dato no es tan evidente, sobre todo teniendo en cuenta que el británico Matthew Vaughn es un cineasta al que no se lo pondera lo suficiente, aunque sin dudas se merece unas cuantas ovaciones. Lo cierto es que tanto una saga como la otra supieron parodiar, con altura, desenfreno, irreverencia y unos cuantos galones de sangre derramada, a ambos géneros. De hecho, todas las películas de Vaughn son inteligentes, ingeniosas y hasta adictivas (también filmó X-Men, grimera generación y las menos conocidas Stardust y Layer Cake), y podría decirse que ese tono desenfadado, libre y volátil es la constante de su recorrido cinematográfico, así como el de su habitual coguionista, la también británica Jane Goldman.
Como corresponde, el so british universo de los agentes secretos parecería calzarle perfectamente a la dupla Vaughn-Goldman, y esta secuela1 es, por fortuna, tan buena como su precedente. Si bien el humor negro y los despliegues gore ya son esperables y no cuentan con el factor sorpresa presente en la primera entrega, la película sigue siendo igual de graciosa y entretenida. El ampliado reparto cuenta hoy, además, con estrellas hollywoodenses de primera línea: Jeff Bridges, Halle Berry, Channing Tatum y el nuevo ídolo latino Pedro Pascal, todos ellos interpretando a miembros de una nueva organización secreta estadounidense, parienta de los Kingsman. Como siempre en el cine de Vaughn, cada personaje está notablemente delineado, aun los que aparecen brevemente. Esta vez quienes se llevan las palmas son Julianne Moore y el cantante Elton John (como se oye), ella en su papel de narcotraficante extravagante, una villana psicópata y egocéntrica que conserva una radiante sonrisa incluso cuando explica sus planes de exterminar a millones de personas; Elton John, por su parte, cumple con varios de los cameos más hilarantes jamás vistos, en una autoparodia constante interpretándose a sí mismo siendo esclavizado por la villana.
Quizá lo único criticable sea alguna breve escena supuestamente emotiva y algo anodina, pero la inventiva general compensa esos instantes con creces. Como antes, son brillantes las escenas de acción, desde el abrupto comienzo: una lucha cuerpo a cuerpo dentro de una limusina en la que se emulan con efectos de posproducción los movimientos de una imposible cámara giratoria, hasta varios enfrentamientos finales de los protagonistas contra los más variados enemigos –incluyendo dos temibles perros-robots–, pasando por un vertiginoso escape a bordo de un teleférico. Otro detalle genial es que la reina del narcotráfico le exija al presidente de Estados Unidos la legalización de las drogas –algo que un narco nunca querría–, para poder salir así de la clandestinidad y ser reconocida como cualquier otro multimillonario (como cualquier dueño de una tabacalera, según señala). Por supuesto, esto es impensable para el primer mandatario, complacido con la amenaza de su antagonista de asesinar a millones de consumidores de drogas en todo el mundo.