Un niño de 9 años y su madre, en un amplio departamento de Turín, a fines de los años sesenta: juegos, bailes, paseos en ómnibus, mirar abrazados series de terror en la televisión en blanco y negro; el círculo perfecto de complicidad y mutua adoración madre-hijo. Pronto tendrá claro el espectador que algo oscuro acecha, algo que de pronto se instala en la mujer, que la lleva a otro lugar, dejando fuera al niño y a todos esos lazos de amor y alegría construidos en común. Y sí, ella muere, otra vez los espectadores intuimos cómo, pero no así el hijo, que vivirá una vida de orfandad en la ignorancia, acosado por esa ausencia definitiva. Un padre responsable pero con escasa capacidad de comunicación con el hijo, unos tíos amorosos pero por edad muy lejanos, algunos curas que tratan de sembrar fe y resignación con escaso éxito, una niñera que marca la insalvable distancia afectiva. Tal el paisaje humano que entorna la orfandad del protagonista; hay cuidado, hay amor, pero no aquel amor.
Aunque toma como base un libro de Massimo Gramellini –el protagonista se llama también Massimo–, el gran Marco Bellocchio confecciona esta película sobre una de las pérdidas más brutales que puede vivir un ser humano, y lo hace con su sello propio, con la enorme libertad que le dan su veteranía y su filmografía de más de cincuenta años. Como si no fuera posible encontrar una linealidad, ni una estructura para mostrar una vida en duelo, la historia se desarrolla en varios tiempos, los inaugurales años sesenta, a fines de 1999, cuando un Massimo adulto (magníficamente interpretado por Valerio Mastandrea) regresa al hogar familiar luego de la muerte de su padre, con raccontos hacia su infancia ya en ausencia de la madre, hacia su adolescencia, hacia distintas experiencias en su vida de periodista. Es una vida en fragmentos, imágenes que se corresponden con vivencias anteriores, como sucede con las asociaciones libres de cualquier mente. A veces son asociaciones más o menos lineales; el salto olímpico en una piscina, el busto arrojado por el balcón, la alusión a la muerte de la madre; o la euforia desatada del niño que festeja el triunfo de su cuadro, el Torino, y el sorpresivo baile espasmódico del Massimo adulto en una fiesta; o la proyección del Nosferatu de Murnau en una reunión masiva y las seriales que madre e hijo miraban en la televisión. Otras veces las correspondencias se dan tan indirectamente que pueden llegar a chocar, como la dura secuencia en la guerra de Bosnia, en la que otro huérfano niño juega obsesivamente a pocos pasos de su madre asesinada en la puerta de su casa, una forma de negación mucho más extrema que la de Massimo, que nunca vio el cadáver de la suya. Y la reacción de Massimo ante otros hijos, y otras madres. Si, recién adolescente, no puede resistirse a la seducción de la de su mejor amigo, que de tan amado se da el lujo de destratarla cuando se le da la gana, también se somete a la extraña catarsis de, sacando afuera toda la angustia de su propia pérdida, contestarle a un lector que confiesa tener deseos de matar a su madre.
Con guiños a la cultura popular italiana –desde Raffaela Carrà a Domenico Modugno, pasando por series televisivas como la protagonizada por Belgefor, un oscuro personaje por nosotros desconocido y que Massimo convierte en su ángel de la guarda–, con un montaje que puede parecer errático por sus idas y venidas, en las que se buscó evidentemente la correspondencia con una afectividad herida y su tramitación en la memoria, Dulces sueños (la última frase que la madre le dice al hijo, y que éste, dormido, no pudo escuchar), es como un dolido, intenso e irregular friso sobre la pérdida, el dolor, la memoria, las cuentas pendientes. El cineasta inconformista de I pugni in tasca, China e vicina (qué buen titulo para este momento, ¿no?) y Violación en primera página, el reflexivo de Vincere y Sangre de mi sangre, acude a los sentimientos primigenios, los dolores sin tiempo, aunque enmarcados y machacados por el tiempo, y lo hace de una manera intensa a fuerza de libertad, de buscar, y en muchos casos lograr, lo esencial.