Marcha como publicación, y con ella el país, tuvo dos críticos de arte notables que formaron a mi generación: Fernando García Esteban y Celina Rolleri. Sí, trabajábamos para el público en general, pero si había que ser honestos, en realidad producíamos con el sueño de lograr un comentario de ellos. No importaba cuál de los dos. Un comentario bueno, mejor. Pero ya un comentario cualquiera era la confirmación de que éramos artistas serios, que habíamos pasado de amateurs a profesionales.
Tenían estilos distintos. García Esteban era el crítico docto, profesoral, tan intelectualizado en su lenguaje barroco que a veces solamente se le entendía con un diccionario a mano. Importaba más su mención que lo que realmente decía. Celina, en cambio, escribía desde el estómago. La página de arte, en aquella época la única con presencia constante en la prensa uruguaya, vibraba gracias a ella. Elogiaba o no, pero sus textos siempre tenían algún consejo cálido. Celina escribía con una antena conectada con lo sensible más que con el intelecto. No solamente entendía nuestra obra, sino que nos captaba como personas. Sin complejos, sin necesidad de probar su erudición con citas ajenas, Celina opinaba y tomaba riesgos. Era una crítica de arte que en otro medio habría sido vista como hereje. En un medio relativamente desierto, nadie notaba esa cualidad. Como parte del equipo de Marcha, Celina era vista como una persona más que administraba el canon que modelaba a mi generación intelectual. No estábamos equipados para ver más allá. No percibíamos la joya que teníamos: alguien que sabía qué era el rigor y al mismo tiempo nos trataba como parte de su familia. Sin necesidad de intimidar, era capaz de mirarnos con distancia al mismo tiempo que se zambullía con nosotros. Sabía, pero aprendía junto con nosotros.
La primera pérdida ocurrió cuando se mudó a Italia. La segunda es esta, más definitiva. Pero seguirá viva en todos los que nos formamos con ella.