Desde hace dos décadas Andrés Manuel López Obrador (también llamado AMLO) ha generado odios y amores, pero nunca indiferencia. Hoy es favorito en las encuestas para las elecciones presidenciales del domingo. Ha sido capaz de transformar el miedo, la paranoia y la angustia de la gente en alegría.
Atrás, muy atrás, quedó la consigna “AMLO, un peligro para México” que –fraude mediante o no– le costara la presidencia en 2006. Con inteligencia, pragmatismo puro y mucho colmillo político, el candidato de la coalición de izquierda formada por el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), el Encuentro Social (Pes) y el Partido del Trabajo (PT) ha exhibido un perfil disidente aunque conciliador –haciendo incluso alianzas con grupos empresariales que antes definió como parte de “la mafia del poder” (véase nota de Eliana Gilet)–. Y por más que lo atacaron los plutócratas mexicanos (como las firmas líder en gestión de inversiones Black Rock y Citibanamex), al igual que sus adversarios políticos, los gurúes ideológicos del liberalismo oligárquico y la “comentocracia” de los medios hegemónicos privados, logró superar con éxito las fake news y las campañas negras y ya gastadas que lo asimilaban al populismo, al autoritarismo y al “estatismo fracasado”, al siempre diabólico eje “castro-chavista” y a la “influencia rusa”.
Desde el arranque de las campañas, en abril último, fueron millones los spots de los derechistas Partido Revolucionario Institucional (Pri) y Acción Nacional (Pan) –y sus coaliciones– dedicados a pintar una imagen negativa del candidato presidencial de la alianza Juntos Haremos Historia. A modo de ejemplo, el Pri y su candidato presidencial, José Antonio Meade, en abril y mayo inundaron los medios con 2.401.000 trasmisiones dedicadas a repetir que Amlo es un “peligro”, que pactó con delincuentes para otorgarles una amnistía y que quiere “venezolanizar” a México. “Elige: miedo… o Meade”, remataba el spot. Sólo que esta vez azuzar el miedo como emoción primaria no funcionó. La ira es una expresión distinta al miedo, y quien mejor la entendió, comprendió y administró durante la campaña fue López Obrador, que por la vía de la esperanza ofreció dar una salida a ese enorme caudal de bronca contenida.
A su vez, el tres veces frustrado candidato independiente Jorge G Castañeda, ex canciller de Vicente Fox y uno de los principales coordinadores de la campaña de Ricardo Anaya, aspirante de la alianza Por México al Frente, aseveró que el panista tenía que arremeter contra “ese angry old man” (hombre viejo y enojado), cuando él mismo, de 65 años, es mayor que el fundador del Morena.
Al comenzar abril, Castañeda le diseñó a Anaya una estrategia de “contraste y polarización” con López Obrador, en la que ya no se dijo que el tabasqueño es chavista o castrista, sino un símil del ex presidente de México Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), por sus tesis “nacionalistas, estatistas y autoritarias”.
Según Castañeda, esta es una elección entre dos alternativas: López Obrador y Anaya. Y una elección entre un “cambio hacia atrás o cambio hacia adelante (…). Cambio hacia el pasado o hacia el futuro”. En ese contexto, según el estratega del candidato panista, López Obrador “no es chavista, no es castrista, no es partidario de Evo Morales”; su “referente” es Echeverría, responsable, como secretario de Gobernación de Gustavo Díaz Ordaz, de la matanza de Tlatelolco, y ya siendo presidente de la República, el hombre que llevó a México “a la debacle económica de 1976”. Debido a que López Obrador ha expresado admiración por Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda de Adolfo López Mateos (1958-1964) y Díaz Ordaz (1964-1970), arguye Castañeda, y que no se puede separar la política económica de ambos regímenes de sus actos “represivos, autoritarios y corruptos”, sin saberlo el tabasqueño se está colocando a favor de “la política económica de Pinochet y su dictadura” (sic).
ATAQUES DE LA TRIBU. La impostura de Castañeda ha estado en sintonía con las diatribas apocalípticas de otros dos exponentes de lo que Emir Sader ha definido como el “liberalismo oligárquico latinoamericano”: el peruano Mario Vargas Llosa y el mexicano Enrique Krauze. Fiel a su vocación de polemista reaccionario, Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura en 2010, aprovechó la presentación en Madrid de su libro El llamado de la tribu, en febrero, para afirmar: “Hay una posibilidad de que México retroceda de una democracia a una democracia populista, una democracia demagógica. ¿Van a ser tan insensatos los mexicanos, teniendo el ejemplo dramático de Venezuela, de votar algo semejante?”. López Obrador contestó que Vargas Llosa tiene su manera de pensar, “es un buen escritor, pero mal político. No me voy a enganchar. Amor y paz”.
El 7 de marzo siguiente, Enrique Krauze publicó en The New York Times un artículo que tituló “¿Adiós a la democracia mexicana?”. En él, tras describir al México del siglo XXI como una democracia, admitió un “descontento profundo” con sus resultados: pobreza, desigualdad, violencia, inseguridad, corrupción, impunidad. Y dijo que ante ese balance desolador la reacción natural en cualquier democracia sería “castigar” al gobierno de turno. No obstante, tras aceptar que las preferencias en las encuestas perfilaban como ganador a López Obrador, afirmó que “entre sus seguidores y él hay un genuino vínculo de fervor religioso que no es exagerado llamar mesianismo”, que AMLO ha mostrado una “inflexible intolerancia” a la crítica de los medios e intelectuales y exhibe una marcada inclinación a “dividir” al país entre el “pueblo” que lo apoya y todos los demás, que apoyan a “la mafia del poder”.
El riesgo, según Krauze, es que si una vez en la presidencia López Obrador decide apelar a las movilizaciones populares y los plebiscitos, podría convocar a un congreso constituyente, anular la división de poderes, subordinar a la Suprema Corte, restringir a los medios y silenciar las voces críticas. En ese caso, “México sería otra vez una monarquía, pero caudillista y mesiánica, sin ropajes republicanos: el país de un hombre”.
CONTRA EL “NACO”. Ya en junio de 2006 Krauze había escrito el texto “El mesías tropical”, en el que presentó a López Obrador como un líder autocrático y caricaturizó a sus seguidores como un conjunto de fanáticos inconscientes. Desde entonces, Krauze ha venido ayudando a construir y difundir entre la clase política, los comentaristas y twiteros lo que Gabriela Rodríguez y Hernán Gómez Bruera han dado en llamar la “AMLOfobia” o “pejefobia” (en alusión al sobrenombre del líder del Morena, el “Peje”); el rechazo a que un sujeto de origen relativamente humilde ocupe o pretenda ocupar un espacio de poder reservado a las elites. Es el temor a que un rústico nativo del poblado de Tepetitán, municipio de Macuspana, Tabasco, cuya madre vendía abarrotes en una “panga” (pequeña embarcación a motor), alguien cuya tez no es tan clara como las de Meade y Anaya, que se come las eses, no habla otros idiomas ni tiene posgrados en el extranjero, quiera acceder al sillón presidencial.
En buen romance, para las elites y algunos ilustres intelectuales antimesiánicos que sufren ese padecimiento sin confesarlo, López Obrador es un “naco” (palabra peyorativa usada con frecuencia en el español mexicano para describir a las personas mal educadas o con mal gusto). En ese sentido, la “pejefobia” es mucho más que el rechazo a López Obrador como político, es el desprecio a lo que él simboliza; el “populacho” que pretende igualarse, la posibilidad de un cambio social.
A los “pejefóbicos” les inquieta la manera en que López Obrador se comunica con el pueblo llano, su forma de hablar sencilla –su “pobreza de lenguaje”, exaltan sus críticos–, que no deja de ser una cualidad en un México donde la tecnocracia ha expropiado el lenguaje de la política para excluir de ella a las mayorías empobrecidas. Les preocupa, también, su carisma. Se sienten más cómodos con un burócrata gris como Meade o con un Anaya –el candidato de los fundamentalistas del mercado total y del Consejo Mexicano de Negocios–, reputado como “el joven maravilla”, güerito y con corte de pelo neonazi, bien educado y políglota, hombre de mundo, quien en la antesala de los comicios luce desdibujado, como un hombre solitario, frustrado.
En rigor, Anaya nunca logró despegar y apareció en campaña como un robot programado. Maestro de la teatralidad señalado como un nerd, nunca entendió el contexto ni el país al que aspira gobernar; analizó a México, pero nunca pareció sufrir por y con él. En sus mitines semidesiertos nunca “conectó” con la gente. Según el analista Jesús Silva Herzog Márquez, más que presidente, Anaya podría ser un gran promotor de I-Phones. Dirigente de un Partido Acción Nacional priizado, cómplice de las contrarreformas neoliberales de Enrique Peña Nieto (al que tardíamente denostó y prometió llevar a la cárcel por casos de corrupción) y del actual caos y la violencia sin límites que permean al país, Anaya nunca logró enarbolar de manera legítima y creíble la bandera de la oposición. Del “cambio hacia adelante”, diría Castañeda. Sus posturas antisistémicas sonaron huecas; parecían ensayadas pero no internalizadas.
S.O.S. MILLENIALS. A 15 días de los comicios, Krauze volvió a insistir, ahora desde El País de Madrid, y dirigiéndose en particular a los millennials –cerca de 40 millones de jóvenes mexicanos menores de 29 años que, dijo, “carecen de memoria histórica”– escribió que la opción por López Obrador “puede desembocar en la reedición corregida y aumentada del pasado autoritario”; en la restauración de una “presidencia imperial”, en la que el mandatario tenía “el monopolio de la violencia legítima y la violencia impune”.
Ese desenlace, según Krauze, significaría la reaparición del viejo sistema político con “un nuevo partido hegemónico” (Morena), sin contrapesos y en manos de un “caudillo populista”. Por eso, ante la posibilidad de que López Obrador se alce incluso con una mayoría calificada en el Congreso, Krauze salió a recorrer las universidades del país para exhortar a los jóvenes a votar “dividido” en las elecciones generales entre la presidencia de la República y los cargos de senadores y diputados, para evitar que las dos cámaras se conviertan en un órgano “servil” del presidente.
Al cierre de esta edición las encuestas de opinión (entre ellas las de la estadounidense Bloomberg y Gea-Isa) seguían dando a López Obrador entre 30 y 20 puntos de ventaja sobre el segundo lugar, que oscilaba entre Anaya y Meade. Y la gran mayoría de los analistas coinciden en que la alianza Juntos Haremos Historia incluso podría tener mayoría calificada en el Congreso.
López Obrador cerró su campaña en el Estadio Azteca, con un público que rebasó el aforo (a las gradas se sumó la cancha). El diario El Universal, el de mayor tiraje, y progubernamental, estimó en 100 mil personas el número de asistentes.
CANDIDATOS ASESINADOS. Las elecciones generales de 2018 ya son las más violentas de la historia contemporánea de México. El número de asesinatos por razones políticas en el marco de la campaña fue de 133: 48 candidatos y 85 políticos en total en 26 estados; Guerrero y Oaxaca encabezan la lista con 26 casos cada uno. El crimen decidió quién está en las listas electorales en muchas regiones del país. En este contexto, el candidato del Pri, José Antonio Meade, lanzaba una peculiar advertencia en sus cierres de campaña: “Que a nadie sorprenda el 1 de julio cuando ganemos esta elección”. ¿Podría ser un signo de que el régimen confía en mejoradas técnicas de adulteración electoral? Sólo un nuevo fraude del Estado parece poder evitar que López Obrador llegue a la presidencia en su tercer intento. Si esto llegara a ocurrir, podría ser la chispa que incendiara la pradera, desatando una revuelta social. El descontento podría ya no ser pacífico.
[notice]Elecciones generales
El 1 de julio los mexicanos escogerán al presidente número 65 desde la Constitución de 1824. Además, según el Instituto Nacional Electoral, 88 millones de personas están habilitadas para elegir a más de 3 mil cargos públicos: 128 senadores, 500 diputados, ocho gobernadores, 972 diputaciones locales, 1.596 ayuntamientos, 184 juntas municipales y 16 alcaldías.
Tres coaliciones se disputarán los cargos. Todos por México, que postula a Juan Antonio Meade, está formada por el Partido Revolucionario Institucional, Nueva Alianza y el Partido Verde. El Frente por México está integrado por los partidos Acción Nacional (Pan) y de la Revolución Democrática (Prd) y el Movimiento Ciudadano. Esta alianza impulsa a Ricardo Anaya. Juntos Haremos Historia, la alianza que encabeza Andrés Manuel López Obrador, agrupa al Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), al Partido del Trabajo (PT) y a Encuentro Social (Pes).
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