Es 1980 y la película avanza. Dos personajes vestidos de traje negro entran a un restorán. Son los Blues Brothers y vienen a buscar a uno de los miembros de su banda, que trabaja ahí adentro junto con su mujer. Entran, se sientan en la barra; entonces aparece Mrs Murphy. Negra, redonda, con senos grandes e invitadores que se sugieren a través del traje rosado de mesera pobre. Está manchada de grasa, pero la piel le reluce. El uniforme le marca la cintura. El pelo afro está controlado, rígido y prolijo; es el peinado de una trabajadora. El único glamour está en las uñas brillantes, en las caravanas vistosas y en el colgante finito de plata alrededor del cuello.
Los hombres ordenan pollo frito. El restorán es pequeño y ella es grande. Desde que la vemos por primera vez, es imposible dejar de mirarla. El director, John Landis, lo sabe y juega con nosotros, encuadrándola desde todos los puntos de vista posibles: a fondo de cuadro, desde atrás, desde arriba, desde abajo. Un cuerpo de mujer negra que se puede filmar y mirar eternamente. Para lograr el tono de comedia parece que el único camino fuera el exceso, porque no hay nada que pueda controlar la fuerza de esa voz. La imponente mujer de uniforme rosado actúa una voz con acento, exagerada, demasiado de barrio, que para existir en el cine parece forzada a reír de sí misma. Tiene que representar un estereotipo: la esposa malvada que intenta obligar al marido a quedarse con ella trabajando cuando en realidad él, que es el verdadero músico, quiere irse de gira con los protagonistas para salvar el día. El humor, lo simpático, es que la mujer pobre, que representa lo doméstico y lo más hondamente popular, quede ridiculizada, porque lo doméstico es ridículo y la verdadera vida del marido está afuera, con los Blues Brothers, con los otros hombres.
Pero entonces, de la nada, como una sorpresa que por esperada es aun mejor, la mujer empieza a cantar, y otras tres chicas que están en la barra empiezan a hacerle los coros. Tienen cuerpos no ortodoxos, una belleza otra que se desborda en swing. Pensá, le canta al marido y nos canta también a los espectadores. Pensá en lo que estás tratando de hacerme. Lo empuja, lo avasalla, lo toca con poderío y le impone toda la fuerza de su voz. El canto nos trae en sus matices todo el soul, todo el funk, pero también el gospel primigenio de cuando era una niña. La hondura de esos gritos que parecen felices, pero que en realidad son otra cosa. Y es su decir poético tan claro y elocuente el que va preparando la explosión del reclamo: freedom, let your mind go, let yourself be free.
Son los ochenta y todavía no hay tantos chirimbolos en los trucos de cámara: los cuerpos en movimiento se ven enteros, con pocos cortes, porque no hay mucho que adornar en el montaje cuando lo que pasa en la escena tiene una potencia de verdad tan grande. Entonces el cine de ficción se transforma en documento: esa señora negra y proletaria que canta y baila sobre la libertad es Aretha Franklin en el momento más complejo de su vida, cuando el racismo se había cargado a la música disco y ella no sabía cómo hacer para levantar de nuevo su carrera. En ese decorado de restorán barato cada cosa parece estar en su contra: el director inglés, la producción de Hollywood, el estereotipo de género y de clase, el volumen del saxofón que se suma a la canción como intentando competir con su voz. Pero Aretha despliega su universo para poder con todo, la boca enorme, abierta, la cabeza mirando al cielo, bailando sin ningún virtuosismo, pero con una onda impresionante, como un camión de rebeldía que demuestra, una vez más en la historia del arte, que el misterio de las raíces es insustituible. La canción termina, la secuencia se aquieta; el marido la desprecia, se va con los Blues Brothers y ella se queda sola. El guion la abandona, pero el daño está hecho, porque esa escena sería la más recordada de la película y a partir de ese momento ella volvería a ser la diosa, la reina de un país que nunca la honraría lo suficiente.
Aretha no profundizó su carrera en el cine. Tal vez su presencia fuera demasiado peligrosa. Pero John Landis volvió a llamarla 18 años después para Blues Brothers 2000, una secuela clase B de aquella primera comedia. Ahora son los noventa y la escena ya no sucede en un restorán barato, sino en una automotora bien concheta. Los fondos ya no son paredes, sino ventanas, y detrás de los cuerpos vemos los autos pasar, en una interacción fondo y figura mucho más compleja. Aretha Franklin, que ahora tiene sendos 56 años, ya no está vestida como camarera: luce un vestido súper glamoroso y colorido, con una minifalda que deja que se vean sus piernas. También las chicas del coro están vestidas de un modo mucho más vistoso, pero aun así, aun así, hay algo de la pertenencia de clase que se cuela en los cuerpos, en la forma de bailar, en la llevada del canto. Mrs Murphy vuelve a enfrentarse a su marido de entonces, pero ahora le canta “Respect”. What you want, baby i got it. Lo único que te pido es un poco de respeto. Res-pe-to, sólo un poquito. A ella le va mucho mejor que a él; ya no hay estereotipo en la manera de mostrar a la mujer negra. Pero igual hay un riesgo de ridículo en esa estética de nueva rica; podía ser que se la viera poco cómoda, o que la sensualidad impuesta por una época en la que las mujeres debían ser tremendamente flacas y jóvenes la sacara del juego. Pero la cantante prodigiosa mueve apenas el torso, los hombros, las manos, siguiendo el ritmo que nació con ella. Canta, y con ella canta una tradición de liberación tan vasta como su registro. Esa música, esa poesía que renace, vuelve a llenar de trascendencia una película de poca monta con la precisión de su sentido intemporal, que en los sesenta y en los ochenta y en los noventa y en los dos mil es siempre el mismo: el poder de una mujer libre. El legado de Aretha Franklin es tan enorme que es imposible dimensionarlo; tal vez alcance con mirarse al espejo y decir una plegaria por quien nos seguirá enseñando, en cada canción y en todas las épocas, la hermosura de ser nosotras mismas.