La elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil ha dejado al mundo espantado. Su estilo autoritario y agresivo, su apología de la tortura, sus continuas ofensas a determinados grupos (mujeres, negros, Lgbtq) y su desprecio por los principios democráticos son tan impresionantes que incluso generaron el rechazo de la emblemática figura de la extrema derecha francesa Marine Le Pen: “Sus declaraciones son inaceptables”.
Considerando que Brasil no es un país pequeño y sin importancia en el escenario mundial, sino al contrario, y que en esta elección más de 57 millones de personas votaron por una persona como Bolsonaro, es necesario hacer una reflexión profunda que permita identificar las causas de este terremoto anticivilizatorio. Observemos aquí tan sólo algunos elementos.
Un fenómeno de tal magnitud nunca es aislado. Nuestra primera mirada la dirigimos, por lo tanto, hacia el escenario externo. Después de más de tres décadas de ascenso y difusión de políticas neoliberales en el mundo –muchas veces en países gobernados por partidos socialdemócratas–, el neoliberalismo parece haber llegado a un punto de saturación, sin haber entregado aquello que prometía. Cuando, al inicio de los años ochenta, las teorías de la “represión financiera” promovían la liberalización de los flujos internacionales de capital, se argumentaba que tal liberalización iba a efectivizar la colocación de capitales, y esto traería tiempos mejores para todos los países. Lo mismo se decía sobre la generalización de la apertura comercial, que la economía mundial se convertiría en una armónica aldea global en la que todos los países, beneficiados por sus ventajas comparativas respectivas, saldrían ganando materialmente.
Pero el resultado de esas políticas, tres décadas más tarde, ha sido el aumento de la desigualdad (incluso entre países), un crecimiento económico muy lento y el surgimiento de un desempleo con características estructurales, un escenario que empeoró sustancialmente con la crisis financiera internacional de 2008-2009.
El voto antisistema es una consecuencia inmediata de esa situación. Y es desde esta perspectiva que deben explicarse la elección de Trump en Estados Unidos, el Brexit británico y el ascenso de partidos y políticos de extrema derecha en todo el planeta (Hungría, Polonia, Italia, Filipinas, Turquía, Bulgaria, y ahora desgraciadamente también Brasil). El escenario es distópico.
Por lo tanto, cabe preguntarse: ¿por qué el sentimiento antisistema viene favoreciendo mayoritariamente a una apuesta que parece contribuir a la profundización del modelo que generó la mala situación y no funciona en sentido contrario? La respuesta a esa pregunta pasa por caminos que van más allá de las variables y análisis puramente económicos o políticos. Es preciso apelar aquí a los filósofos, a los estudiosos de las costumbres, a los antropólogos urbanos. Es a través de la lectura de Pierre Dardot y Christian Lavall, Nancy Fraser, Dany-Robert Dufour, Wolfgang Streeck, Naomy Klein, André Gorz entre otros, que podemos darnos cuenta de que en la época histórica que se inició a finales de los años setenta no sólo ganaron peso las máximas y políticas neoliberales, la victoria ideológica también fue atronadora.
La insistente prédica neoliberal, siempre acompañada del mote “there is no alternative”, fue transformando corazones y mentes, y posicionando en el ideario de buena parte de la población los valores de la competencia, del self made man, del mérito propio, del empresario de sí mismo, y del ciudadano como cliente del Estado. La cooperación, la solidaridad, la importancia de lo colectivo, de lo común y la comunidad fueron guardadas en el sótano de la historia junto con el muro de Berlín y los “viejos” y empolvados expedientes sobre el Estado-nación, la sociedad de clases, las políticas universales, los controles sociales-estatales impuestos con saña acumuladora.
Como recuerda Nancy Fraser, incluso las reivindicaciones identitarias (mujeres, Lgbtq, minorías raciales) fueron cooptadas completamente por el espíritu de the winner takes all. No es extraño que la reacción a los males del mundo neoliberal, recrudecidos por la crisis de 2008-2009, apunte “contra” el sistema en la dirección equivocada, y termine fortaleciéndolo, arrastrando a la propia democracia a los mismos sótanos de la historia.
En el caso de la victoria de Bolsonaro, se sumaron a este espíritu de época algunos elementos domésticos no menos importantes. Entre 2003 y mediados de 2016 (hasta el impeachment de Dilma Rousseff) Brasil fue gobernado por el Partido de los Trabajadores (PT). Bajo esos gobiernos, la economía brasileña –a pesar de estar sometida gran parte del tiempo a una política económica de corte neoliberal que beneficiaba permanentemente a los sectores financieros– floreció y alcanzó resultados positivos, impulsados por la buena fase económica mundial de la precrisis y por el efecto multiplicador de los masivos programas de transferencias sociales (Bolsa Familia), que elevaron sustancialmente el valor real del salario mínimo.
A pesar del éxito en términos de crecimiento, de empleo y reducción de la desigualdad sin que los intereses de los ricos se vieran afectados, las elites del país, de cuño extremadamente señorial, nunca aceptaron al PT y a su líder mayor, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva. El sentimiento de “pérdida” de poder se instaló, y en el caso de las clases medias-altas, las políticas públicas de esos gobiernos magnificaron ese sentimiento, al colocar a los más pobres en espacios antes exclusivos de las elites: aeropuertos, universidades y shoppings exclusivos.
Así, al menos desde 2005 se inició –con la colaboración de los grandes medios– una implacable campaña de difamación y demonización del PT y de sus principales líderes. Siempre al amparo de la legítima demanda social de combatir la corrupción, el Poder Judicial, con el beneplácito de las elites económicas y de los partidos más a la derecha, emprendió una “operación de limpieza” selectiva que juzgaba y penaba meramente a los políticos de izquierda, sobre todo del PT, mientras el resto de los políticos y partidos continuaban siendo tratados con la habitual camaradería.
La acción penal 470 (en el proceso del “mensalão”), el infundado impeachment de la presidenta Dilma, la operación Lava Jato, la jurídicamente insustentable prisión de Lula, fueron puntos centrales de esta operación. La prisión de Lula, que supuestamente le impidió candidatearse –siendo el favorito y con casi el doble de intención de voto que Bolsonaro al inicio del proceso electoral–, se mantuvo a pesar de que el Comité de Derechos Humanos de la Onu instara dos veces al gobierno brasileño a garantizar a Lula el ejercicio de todos sus derechos políticos. En el cuerpo a cuerpo con los electores que las fuerzas democráticas del país emprendieron en las últimas semanas de la segunda vuelta, uno de los argumentos que más se escuchaban era que el PT sí era el partido más corrupto del país, porque la mayor parte de los políticos condenados eran o habían estado ligados a ese partido.
La crisis económica internacional, que afectó a Brasil a partir de 2011, contribuyó a incrementar las críticas contra el PT y sus gobiernos. Los movimientos de junio de 2013, iniciados por una juventud de izquierda horizontal y apartidaria con reivindicaciones asociadas al transporte público, fueron rápidamente captados por la derecha, con el auxilio de la prensa. La cuarta victoria consecutiva del PT en las elecciones presidenciales de 2014, que ocurrió de todas maneras, detonó la operación conjunta de la justicia, los grandes medios, el empresariado y los partidos de derecha para usurpar el poder delegado a Rousseff. Puso en marcha una agenda claramente neoliberal, que había sido rechazada en las urnas (privatizaciones, entrega del patrimonio natural del país, recortes de los derechos de los trabajadores).
Los intereses del gran capital internacional, sobre todo el que pretende acceder al petróleo del pre-sal, también jugaron un papel determinante. Es de conocimiento público que jueces brasileños como Sergio Moro –el todopoderoso juez de primera instancia al mando de la operación Lava Jato, que casi destruye a Petrobras y al sector de la construcción en el país– han sido formados en Estados Unidos. Tampoco es por nada que una de las primeras medidas del gobierno de Temer fue modificar las reglas de la explotación del pre-sal, con el fin de favorecer a las grandes petroleras trasnacionales.
Finalmente, es preciso señalar la relación despolitizada de la población beneficiada por las políticas públicas implementadas por los gobiernos del PT con esas mismas políticas y programas, por culpa, es preciso decirlo, del propio partido. Combinada con el imparable ascenso de las iglesias pentecostales y su teología de la prosperidad, esa despolitización fue decisiva para la aceptación totalmente acrítica del tsunami de fake news de la campaña de Bolsonaro contra Fernando Haddad en el balotaje.
A diez días de la segunda vuelta, la divulgación en la prensa de que el financiamiento de ese ataque digital en las redes de Whatsapp había sido financiado por empresas afines a Bolsonaro, dio algunas esperanzas de vencerlo, ya que el hecho configura un crimen electoral. Pero esto no ocurrió. El juez Sergio Moro, que ha dicho que la corrupción para financiar campañas electorales es más perniciosa que la corrupción para el enriquecimiento personal, porque constituye un ataque a la democracia, acaba de aceptar la invitación de Bolsonaro para ser su ministro de Justicia. No es preciso decir más.
* Profesora de economía de la Universidad de San Pablo y de la Universidad Federal del ABC.