El ex presidente George H W Bush fue sepultado esta semana entre honores a una era histórica que parece hoy muy remota.
Tras una distinguida carrera que incluyó su servicio en combate durante la Segunda Guerra Mundial, un paso por el Congreso como representante por Texas, la embajada de Estados Unidos en las Naciones Unidas, la representación diplomática en China, la dirección de la Agencia Central de Inteligencia y ocho años como vicepresidente en el gobierno de Ronald Reagan, George H W Bush fue elegido en 1988 cuadragésimo primer presidente de Estados Unidos.
Durante su presidencia le tocó lidiar con acontecimientos históricos como el derrumbe, primero, del bloque comunista, y luego de la Unión Soviética, la reunificación de Alemania y la invasión iraquí a Kuwait que llevó a la primera guerra del Golfo. En el sur se le recuerda, asimismo, por la invasión a Panamá y la captura de Manuel Noriega, y su Iniciativa para las Américas.
El tema dominante de la política exterior de Bush fue el multilateralismo, la búsqueda de alianzas y pactos y tratados de todo tipo, las acciones colectivas en materia de seguridad y economía. Eso explica la movilización de medio millón de soldados de decenas de países para expulsar a Irak de Kuwait –asunto en el que hubo consenso internacional– y la negativa de Bush a seguir la marcha hacia Bagdad, no autorizada por las Naciones Unidas.
En Estados Unidos se lo recuerda por la promulgación en 1990 de la ley de derechos para las personas discapacitadas, que ha obligado a las empresas, los negocios y todo tipo de instituciones a tomar medidas para favorecer a las personas afectadas por discapacidades físicas o mentales. Fue una legislación enfocada en reconocer a las personas no por lo que no pueden hacer, sino por lo que pueden hacer.
Los inexorables ciclos de la economía capitalista le jugaron a Bush una mala pasada: en los dos primeros años de su mandato tuvo que lidiar con una recesión que venía de la presidencia de Reagan, y aunque ya en 1991 la economía empezaba a recuperarse y la guerra del Golfo había concluido en victoria, los votantes lo castigaron negándole un segundo mandato en noviembre de 1992.
Las trayectorias de sus cuatro sucesores hacen resaltar ahora que este Bush fue el último presidente al que todos los estadounidenses –los que votaron por él y los que no– reconocieron y respetaron como legítimo mandatario. Cuando Bush dejó la Casa Blanca, con él se fue ese respeto por la dignidad de la presidencia, y el país se encaminó a divisiones cada vez más profundas y atomizantes.
Bill Clinton no sólo nació después de la Segunda Guerra Mundial, sino que también se las arregló para evadir el servicio militar durante la guerra de Vietnam. Para sus mayores, el joven Clinton fue un advenedizo de patriotismo cuestionable que, además, asignó a su esposa Hillary (a quien por entonces nadie había elegido para algo) la reforma del sistema nacional de salud.
George W Bush empezó peor aun su presidencia cuando en 2000 recibió menos votos populares que su rival demócrata, Al Gore, y su victoria en el Colegio Electoral se decidió por un voto en el Tribunal Supremo de Justicia. Durante los siguientes ocho años la mitad de los estadounidenses cuestionó la legitimidad de Bush, hijo, y su decisión de meter al país en una guerra innecesaria en Irak.
Barack Obama fue cuestionado por la otra mitad del país por ser el primer mulato elegido como presidente y por su determinación de reformar el sistema de salud con propuestas que sus adversarios de inmediato calificaron como “un paso al comunismo”.
Donald Trump, quien tampoco ganó con mayoría popular en 2016, ha logrado tener en la opinión nacional menos legitimidad que sus tres predecesores, y abollar la dignidad de la presidencia que los estadounidenses han respetado por más de dos siglos.
La generación de George H W Bush, marcada por una guerra mundial y cuatro décadas de Guerra Fría, mantenía un cierto nivel de compromiso y responsabilidad con la carrera política y el servicio público.
De manera cada vez más pronunciada en las décadas recientes, el electorado se divide en “tribus” y “políticas de identidad”: blancos, negros, hispanos, clase media, clase trabajadora, sur, norte, oeste, homosexuales, ambientalistas, feministas, machistas, globalistas, nacionalistas…
Las ceremonias fúnebres de esta semana, a las que asisten políticos variopintos y dignatarios de buena parte del mundo, son asimismo una despedida a un Estados “Unidos” que se ha desvanecido.