El sentido común asocia la idea de cultura popular a conocer los códigos “de la calle”, como si eso implicara, necesariamente, un conocimiento bajo e impuro. También se cree que la acción de parodiar, al imitar una representación ya existente, es protagonizar un hecho artístico menor, de nula importancia. Pero esa mirada olvida un detalle: el acceso a verdaderos íconos de la cultura tanto universal como local que, si no fuera por los artistas populares, jamás llegarían a ser conocidos por un montón de gente.
No tenía idea de lo que era el Cascanueces. En el Montevideo de los ochenta, el ballet prácticamente no existía, y en mi casa no se escuchaba música erudita. Pero en el Teatro de Verano un conjunto de parodistas llamado Caras y Caretas hacía esa parodia, lo que me permitió por primera vez, a los 7 años, escuchar esa música hermosa. Nunca había leído a Shakespeare, pero sabía quién era el rey Lear, porque Los Gaby’s, el conjunto comandado por el Tucho Orta, del que mi papá y mi mamá eran fanáticos, habían hecho la parodia el año anterior. Y yo había llorado con aquel flaquito que hacía de Cordelia cantando un diáfano falsete con una peluca gigante de algodón en la cabeza. Tampoco conocía la historia de Jack y las habichuelas mágicas, pero no podía olvidar a Pinocho Sosa colgado de una escalera de cuerda que llegaba al techo del teatro –de hecho, ese año se cayó de la cuerda y le tuvieron que enyesar la pierna por meses–, y entonces, cuando miraba un dibujito o leía un cuento que refería a esa historia tan contada en Occidente, podía saber de qué me estaban hablando.
Gracias al parodismo uruguayo supe, por primera vez, quiénes eran Sacco y Vanzetti. Escuché hablar de una novela que se llamaba Cien años de soledad, y entendí que La bella y la bestia era una historia anterior a la película de Disney. Conocí a D´Artagnan, al comendador de Fuenteovejuna, a Neil Armstrong y a Juan Moreira. Entre los diálogos y los bailes de esos tipos que me hacían reír, y que se me antojaban siempre un poco solemnes y sensibleros, se forjaba una parte del interés intelectual que me acompaña, por suerte, hasta hoy.
Porque hay cosas que sólo tienen verdadero efecto si se conocen en la infancia. Y la curiosidad, ese bichito extraño, se despierta de maneras muy diversas. El tablado de febrero, con su olorcito a pororó acaramelado y la sonrisa de mi vieja dibujada en la noche, fue también una ventana privilegiada para el mundo de la “alta cultura”; así, casi sin querer, aunque nadie lo hubiera pretendido.
Este año, los parodistas Sinvergüenzas hacen una parodia que se llama “Pan y rosas”, sobre la huelga y la inmensa marcha que realizaron las obreras textiles de Lawrence, Massachusetts, un 8 de marzo de 1912. Nazarenos da a conocer la vida de Omar Gutiérrez, personaje del que seguramente muchos niños y jóvenes uruguayos no hayan tenido, hasta ahora, ni la menor idea. La parodia la protagoniza el gran Aldo Martínez, parodista de estirpe, uno de esos que parecen haber nacido entrenados para poner el cuerpo a la imitación, pero no a una cualquiera, sino a esa caricatura con el punto justo de cursilería que nos hace pensar: “esto sólo puede existir en Carnaval”. Parece que Miguel Pendota Meneses, ese otro grande del entretenimiento de nuestro pueblo, está muy enfermo. El mayor antagonista del Carnaval será siempre el paso del tiempo, y, tal vez, el de nuestros artistas populares sea el inmerecido y poco inteligente desprecio. Las parodias de Carnaval no sólo son importantes porque dan a conocer aquello que parodian, son un hecho cultural que ofrece, cada año, nuevas miradas sobre las mismas cosas. Actualizar, ironizar, parodiar, satirizar, trascender las épocas para hacer que una historia resulte interesante más allá de su antigüedad y lejanía: vaya proeza. Esa responsabilidad, la de acercar y difundir a los espectadores personajes y anécdotas desconocidas, se suma a la de ser escuela de canto y de baile; ojalá algún día pueda también, cómodamente, volverse canal de expresión de otras masculinidades posibles. En este sencillo pero emotivo acto, vaya mi agradecimiento a todos esos bailarines, letristas, actores y cantores que, a esa niña de rulos que empezaba a mirar el mundo, le regalaron tanto amor.