Lorraine Daston, prestigiosa historiadora de la ciencia que trabaja en el Instituto Max Planck en Berlín, ofrecerá una conferencia el próximo jueves 7 de marzo en el Museo Nacional de Artes Visuales.1 Sobre su trayectoria, su forma de hacer historia y filosofía de la ciencia y cómo todo esto podría ayudarnos a pensar la situación de tensión en la que está la ciencia y la innovación en nuestro país trata esta columna.
Si bien se define como historiadora de la ciencia, Lorraine Daston estudió astronomía en Harvard, y con este inocente gesto cumplió con el designio de casi todos los historiadores de la ciencia: recibir una formación científica de base. No es mera casualidad que el ingreso a Harvard haya marcado sus elecciones hacia esa disciplina. Por aquellas décadas, la formación científica ofrecida en la prestigiosa universidad atravesaba una serie de transformaciones que marcaron a toda una generación de historiadores e influyeron radicalmente en el tradicional campo de la filosofía de la ciencia.
El más significativo de esos cambios se produjo en 1962, cuando fue publicada La estructura de las revoluciones científicas, la obra más famosa de la epistemología contemporánea. Thomas Kuhn, su responsable, era un prominente investigador en física que, él también, llevaba sus intereses hacia el campo de la historia de la ciencia en esa misma universidad. Si bien La estructura… fue su obra consagratoria, sus primeros trabajos históricos lo colocaron como referencia en el campo académico.
Kuhn se formó con James Bryant Conant, también químico e historiador de la ciencia, presidente de Harvard y responsable de uno de los proyectos bélicos más importantes del siglo pasado: el Proyecto Manhattan. Kuhn y Bryant Conant son representativos del cambio –que se instaló desde Harvard– del rol social del científico. Para ponerlo rápidamente en imágenes, dejaron atrás aquella caricatura del genio loco encerrado entre sus papeles, tubos de ensayo y la soledad de la incomprensión social. Con ellos surgió la figura del científico politizado, involucrado en los quehaceres de las sociedades, actor de relevancia en las principales decisiones políticas de un país.
Esta nueva imagen de la ciencia implicó dos grandes esfuerzos institucionales. Por un lado, concientizar al sistema político sobre la importancia de financiar comunidades de científicos, respetando su autonomía. Por otro, formar científicos que estuvieran a la altura, no sólo técnica, sino intelectualmente, de asumir el rol social para marcar los rumbos de las naciones. Para esto la historia de la ciencia es relevante: brinda la posibilidad de ubicar el conocimiento de moda en una perspectiva más amplia, mitigando así la relevancia que detenta como novedad, para mostrar que el científico y su comunidad actúan con parámetros y perspectivas más amplias que las de su tiempo.
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Daston es un par de generaciones menor que estos grandes que emergieron de Harvard, pero fue discípula de este tipo de formación. Tomó clases de historia de la ciencia con Owen Gingerich, un clásico historiador especialista en la astronomía del Renacimiento y sobre todo de la figura de Nicolás Copérnico. En una entrevista, Daston relató que esas clases influyeron muchísimo en su decisión final por la ciencia y su pasado. Su tesis de finalización tuvo que ver con un estudio sobre la probabilidad en la Ilustración, a partir de un fortuito encuentro con un pequeño libro. Daston contó en esa misma entrevista que, siendo aún estudiante, salía una tarde de la biblioteca de Harvard y en la mesa de novedades editoriales se encontró con un título bastante llamativo: La emergencia de la probabilidad. Se trataba del libro del filósofo canadiense Ian Hacking, editado en 1979, que leyó de corrido toda esa noche.
¿En qué consistía ese trabajo tan atrapante? Hacking proponía una tesis historiográfica bastante novedosa: establecer cuáles fueron las precondiciones conceptuales para el surgimiento de la probabilidad en la modernidad europea, una forma distinta de hacer historia de la ciencia. El modelo clásico consistía en aquel relato cronológico de los mojones centrales que constituyen los grandes descubrimientos de la ciencia (por ejemplo, al modo en que lo hace George Sarton, otro químico devenido historiador de la ciencia en Harvard). La alternativa que descubrió Hacking mostró que, para entender la ciencia de una época, no bastan los hitos, sino que se debe indagar en las condiciones de posibilidad de los conceptos que construyen la práctica misma de la ciencia.
Según Daston, este libro sirvió de arquetipo a una nueva forma de entender la disciplina, y todo un programa se ha desarrollado desde el Instituto para la Historia de la Ciencia en el Max Planck, con el nombre de Historical Epistemology. Mucha crítica se ha desatado sobre el nombre mismo (recomiendo a los muy interesados en el asunto buscar el artículo de Yves Gingras “Naming without necessity”), pero, más allá de las etiquetas, Daston considera que “es la historia de lo autoevidente, por ejemplo, la historia de las categorías que nos parecen tan necesarias para el modo en que pensamos, que nos parece inconcebible imaginarnos sin ellas. Y aun así, ellas tienen su historia”.
Por eso, bajo este paraguas programático, Daston ha encarado enormes proyectos para estudiar cómo surgen y cambian conceptos como “objetividad”, “observación”, “experimento” o “verdad”. Son conceptos que todos manejamos y aceptamos por su obvia presencia. Lo que Daston viene a decirnos es que allí donde percibimos lo “autoevidente” es que deberíamos comenzar a hacer epistemología histórica.
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Ningún actor vinculado a la ciencia en Uruguay podrá negar que el momento en que nos encontramos puede definirse, por lo menos, como de tensión. La renuncia de dos integrantes al directorio de la Anii por desacuerdos con su presidente, Fernando Brum, y la forma de trabajar de la agencia, la creación de un posgrado a espaldas de la mayoría de los académicos –sin tener las atribuciones para hacerlo–, una Secretaría de Ciencia y Tecnología que públicamente manifestó la imposibilidad de darle alguna directiva a la Anii, el reclamo de la Universidad de la República –y de la comunidad científica en general– de la necesidad de establecer una firme institucionalidad en ciencia y tecnología en el país… Estos son, por lo menos, algunos indicadores que dan muestras de la existente tensión.
Ahora bien, ¿qué es lo que está en juego concretamente? Me animo a decir, porque no tiene demasiado misterio, que lo que se ha vuelto sumamente frágil es la piola que une al sistema político con la comunidad científica. Probablemente, sean muchas las razones que lleven a esta tensión, algunas nimias e insignificantes, como los egos de algunos actores; otras, más importantes y atendibles, como las concepciones de “ciencia” e “innovación” que se manejan en cada uno de los sectores en disputa.
Sobre esta última razón me interesaría decir algo vinculado a la visita de Daston. Lo que la ciencia es o debe hacer ha sido siempre motivo de discusiones. Uno puede remontarse hasta la antigüedad para encontrar este tipo de debates, escondidos en otras formas. Son discusiones filosóficas, y lo que parece estar en juego es la entidad de esta actividad que denominamos “ciencia”, o el deber ser de lo que consideramos “conocimiento”. Son discusiones que también tienen atención histórica, porque pese al cambio de contextos de cada época, el debate se mantiene en los mismos términos y entre los mismos actores.
Pero más que esto, lo que Daston y sus investigaciones invitan a mostrarnos es cómo lo más significativamente relevante se manifiesta como “autoevidente”. Todos podríamos decir que sabemos lo que es una “observación”, es algo autoevidente para nosotros, pero sólo quien haga un serio análisis del término, su historia, su aparición en los discursos, su vínculo con los sistemas morales, su lugar en las instituciones, etcétera, entenderá que la “observación” es un concepto extremadamente poco claro, cargado de valores epistémicos y éticos, y que ha ido mudando enormemente desde el siglo XVI hasta nuestros días. Tomando como analogía el estudio sobre este término que ha hecho Daston, lo que parece estar ocurriendo con las políticas aisladas que el gobierno lleva adelante en materia científica es precisamente esto: un grupo de técnicos decidiendo en materia de ciencia, tecnología e innovación, haciendo un uso “autoevidente” de cada una de estas categorías.
No sin motivo, cuando, por ejemplo, se habla de “innovación”, se suele recurrir al exitoso caso empresarial de una app de deliveries. No quiero poner en duda el valor de una aplicación como Pedidos Ya, su carácter innovador, su originalidad tecnológica o si ha aportado nuevo conocimiento. Lo que me interesa rescatar es que un término como “innovación” se está entendiendo y promoviendo –sin más motivos que el hecho de que para algunos resulta “autoevidente” su éxito– como sinónimo de negocios aplicados con base en la lógica del emprendimiento. Esto no es un asunto semántico, es político. Cuando la Anii crea unposgrado en Data Science a espaldas de la comunidad científica, lo que asume como “autoevidente” es que la formación científica no requiere de los viejos grupos académicos en los cuales el estudiante podía insertarse, conocer el pasado, aprender las lecturas de rigor, formarse paradigmáticamente, según Kuhn. Lo que asume es que la formación científica debe ser práctica, veloz, de rápida aplicación y fuertemente individualista.
Se dice que la filosofía ha hecho siempre su ejercicio contra lo evidente. Allí donde nadie parece discutir es donde suele posar su mirada, porque es donde se suelen ocultar las formas más solidificadas del poder. Seguir sin discutir seriamente lo que son y deben ser para nuestro país la ciencia, la tecnología y la innovación es ayudar a enquistar el poder de turno bajo la forma de lo “autoevidente”. Un buen ejercicio que merece la historia de nuestra ciencia es reconocer qué conceptos formaron las “autoevidencias” del hoy, para entender por qué estamos donde estamos y cómo podemos ir a donde queremos.
* Docente del Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Udelar.
1. La conferencia, que será a partir de las 18 horas, es gratuita y abierta al público. Se titula “Big Calculation and the History of Intelligence” y contará con traducción simultánea. La iniciativa de esta invitación es del Archivo General de la Universidad, con el apoyo del Instituto Goethe y la Academia Nacional de Ciencias de Uruguay.