“Lazzaro felice”, la nueva película de la directora italiana Alice Rohrwacher, producida por Martin Scorsese y basada en una insólita historia real que transcurre en una Italia rural y atemporal, es un ensayo sobre la –¿imposible?–
bondad infinita del ser humano.
La vieja expresión italiana “in bocca al lupo” –traducida al español como “en la boca del lobo”–, que surgió entre campesinos y cazadores, pero de uso común en la actualidad, supone un augurio de buena suerte ante un desafío inminente y contrapone la figura temible del lobo al poder mágico de la palabra humana. Y bien podría servir de resumen para Lazzaro felice, la nueva película de la directora italiana Alice Rohrwacher, con Martin Scorsese como productor ejecutivo, que ganó el premio a mejor guion en el último Festival de Cine de Cannes y está disponible desde hace meses en Netflix. Lazzaro felice –cuyo título comercial en inglés es Happy as Lazzaro– es la confirmación de una de las voces más originales del cine italiano de la última década. Rohrwacher nunca dejó del todo el paisaje rural de su Terni natal, cuyas reminiscencias aparecen en todos sus largometrajes, empezando por Corpo celeste (2011), pasando por Le meraviglie (2013), hasta desembocar en Lazzaro felice, una fábula atemporal sobre la inocencia y la explotación, rodada en 16 milímetros, que luce como un cóctel del cine italiano clásico, entre Pasolini y los Taviani, con un aura de realismo mágico.
“Los seres humanos son como las bestias: liberarlos significa hacerlos conscientes de su condición de esclavitud”, dice Alfonsina de Luna, la marquesa de Inviolata. En Inviolata, una pequeña localidad ubicada en la Italia rural profunda, donde el tiempo parece haberse detenido en la época medieval, transcurre gran parte de la película: allí funciona una plantación de tabaco en la que trabajan familias enteras de campesinos asalariados en un régimen esclavista de casa, comida y trueques al servicio de los aristócratas terratenientes. Rohrwacher se topó con esta premisa en las páginas de la prensa italiana de los años ochenta. La historia, decididamente surrealista, fue el punto de partida para crear un personaje de esos que el espectador no suele olvidar. Lazzaro es la inocencia personificada, el bien con forma humana, un joven indefenso en la boca del lobo. Y estamos ante otro de esos hallazgos increíbles: la directora se encontraba en la Universidad de Orvieto dirigiendo los castings para la película cuando se cruzó de casualidad con un joven estudiante de economía llamado Adriano Tardiolo, al que nunca antes se le había pasado por la cabeza trabajar como actor. El de Lazzaro es un papel que sólo le puede salir bien a un gran actor o a un no actor. Un personaje transparente hasta la exasperación –deliberada, claro, porque en esa bondad imposible radica la base mágica de la película–, que, además de no tener ni una gota de maldad, tampoco parece comprender su mecánica ni a quienes la perpetran. Lazzaro ha caído del cielo, es hijo de todos y de nadie, tiene los ojos siempre asombrados, ambos brazos pegados al torso, la voz inexpresiva, se queda parado debajo de la lluvia, podría tener 15 años o 30, trabaja con la fuerza de siete hombres.
Lazzaro felice empieza con un casamiento en el que la gente está amontonada en una casucha mal iluminada de paredes terrosas. Hay algo en las caras expresivas y las voces superpuestas de los campesinos que resalta al protagonista, que observa silencioso y a quien se le ordena rápidamente salir a cuidar el corral de la eventual invasión del lobo nocturno. Lazzaro es la tabula rasa en la que quedan inscritos los demás personajes, explotadores y explotados, desde sus gestos humanos hasta su decidida estupidez. Al introducir en una historia basada en hechos reales un personaje tan irreal, Rorhwacher consigue intensificar el efecto mágico, la extrañeza que acompaña al espectador durante la primera hora del metraje.
La película pone en evidencia una doble cadena de explotaciones: los aristócratas modernos, que someten a un régimen esclavista a unos campesinos que ignoran el mundo que existe más allá de los límites del bosque, sí, pero también a estos últimos, quienes se aprovechan de la interminable confianza del protagonista, incapaz de decir que no, como aquel personaje de Jim Carrey que no podía mentir y veía cómo su mundo se desmoronaba. Rohrwacher elige un camino lírico para evitar el maniqueísmo o el mero cine de denuncia social. Su cine es de una textura casi palpable, con paisajes de la campiña italiana incinerados por el sol, caras transpiradas de campesinos, coros de voces seguidos de momentos de silencio absoluto. La primera de las dos horas que dura la película maneja un registro casi documental, que se vuelve cada vez más desconcertante a medida que empieza a revelarse la verdad detrás de la comuna. Hacia la mitad del metraje hay un quiebre, a partir del cual la historia deja de lado progresivamente su tono mágico y cierta rareza, a un tiempo desconcertante y atractiva, para cambiar también de escenario: del campo a la ciudad. La cadena de explotaciones deja de funcionar, pero empieza a regir otro tipo de modelo, a saber, el de los desclasados de la urbe, los relegados al extrarradio, los olvidados. Lazzaro felice se muda a la ciudad, se vuelve más concreta, algo menos sutil; tal vez porque se mueve hacia una resolución que 20 minutos atrás, elipsis y deus ex machina mediante, era impensable.