Quentin Tarantino está de vuelta en el Festival de Cannes, presentando una película en la competencia oficial. Es su noveno film de los diez que dice que hará, porque tiene miedo a volverse viejo e irrelevante y a que sus películas se vuelvan tan viejas e irrelevantes como él.
Uno puede argüir astutamente que sus películas de pandilleros (sean gánsteres, samuráis, soldados, vaqueros o cazarrecompensas) son ya bastante irrelevantes en la historia del cine, pero no es estrictamente cierto. Nos guste o no, cuando hace 25 años Pulp Fiction ganó la Palma de Oro en Cannes, la historia del cine cambió. Y desde que en Bastardos sin gloria liquidó a la dirigencia nazi al prenderlos fuego junto con las películas de nitrato, Tarantino quiere cambiar la historia a secas.
Su nueva película, Once Upon a Time in Hollywood (Érase una vez en Hollywood), sigue exactamente esa línea de historia alternativa en formato fábula, al lidiar con el final de la inocencia de los años sesenta, Charles Manson, La Familia y el asesinato de Sharon Tate. Pero, como suele suceder con Tarantino, su nueva película viene tan cargada de citas y triquiñuelas que el propio director emitió un comunicado de prensa en el que pedía a los periodistas que no “espoilearan” (y es realmente notable cuánto se ha respetado este pedido desde la première del film en Cannes).
Acá es cuando debemos recordar que hubo una época en que, para nosotros, Pulp Fiction se llamaba Tiempos violentos. En 1994, todavía nombrábamos las películas por su título de estreno en Uruguay, mientras los yingles nos decían que con los blancos se vivía mejor y los medios nos hacían creer que los noventa eran el revival de los sesenta, pero con final feliz. No sería el caso: esta vez, la inocencia terminaría con dos avionazos.
En Cannes, Pulp Fiction empezó a parecerse al futuro: el director era un freak que había pasado demasiado tiempo viendo películas, pero también había aprendido a ver a través de ellas. Pero no solamente había visto muchas, sino que las había visto fundamentalmente en Vhs y múltiples veces cada una, hasta poder citarlas cuadro a cuadro. Si hasta tenía el physique du rôle, con esa frente prominente, el prognatismo mandibular, la frente perlada de sudor y los ojos pequeños. Con él, nos dimos cuenta de cuánto nos gustaba la ultraviolencia catártica y la idea del live action parecido a las historietas: nos recordó que de pulp somos y en pulp nos convertiremos. Pero Tarantino hizo algo más: caricaturizó la acción, aunque inventó una idiosincrasia –no un espesor psicológico– para sus personajes a través de diálogos memorables, puso el montaje en primer plano (alguien debería escribir algún día sobre las mujeres editoras –Sally Menke, Thelma Schoonmaker, Verna Fields, Mary Sweeney, etcétera–), revalorizó la banda sonora e hizo con las canciones lo mismo que con los actores, es decir, los sacó del tacho de la basura para mostrar que eran de oro. Así, se transformó en el primer autor cinematográfico del siglo XXI, uno que un día se preguntó a dónde iba a parar todo el entretenimiento masivo que nos metieron a cucharadas y soltó un eureka al darse cuenta de que lo único que sabemos hacer bien es echar mano de esos conocimientos triviales.
¿Es paradójico que ese cambio de la historia del cine probablemente no hubiera existido sin Harvey Weinstein? Probablemente no, si miramos cuáles fueron los films sobre los que se apuntaló el cine independiente estadounidense (Sexo, mentiras y video, de Soderbergh; Clerks, de Kevin Smith; finalmente, Pulp Fiction). Bien pensado, el título ideal para la historia del auge y la caída de Weinstein sería, justamente, el de la película de Soderbergh.
En la conferencia de prensa de Once Upon a Time in Hollywood en Cannes, hubo incomodidad cuando una periodista de The New York Times le preguntó a Tarantino por qué Margot Robbie, la actriz que encarna a Sharon Tate, tiene tan pocas líneas de diálogo en la película. “Rechazo tus hipótesis”, contestó el director con evidente molestia. A la pregunta de si había hablado con Roman Polanski en algún momento sobre su película –Polanski es representado en el film por el actor Rafal Zawierucha–, contestó, simplemente, “No”. Y es que Tarantino está enraizado profundamente en la cultura que sus films reflejan, la cultura que hizo que por tanto tiempo el desagradable y poderoso Harvey se saliera con la suya, la que lo llevó a afirmar alguna vez –y luego a pedir disculpas– que la adolescente de 13 años violada por Polanski era una fiestera que andaba buscando lo que obtuvo, la cultura de los tiempos violentos. Si uno mira el tráiler de su nuevo film –que es todo lo que podemos ver por ahora–, su novena película parece citar no ya el cine popular y de género, sino su propio cine. Rizando el rizo, Tarantino simplemente se autocita. Once Upon a Time in Hollywood fue saludada con una ovación de siete minutos en Cannes y con unánime celebración crítica. Que Tarantino está reescribiendo la historia del cine es algo que quedó claro desde el principio –para empezar, al cambiar el contexto de los films que homenajea–; sin embargo, poco a poco se delinea una preocupación que trae a primer plano la pregunta que siempre subyació a sus films. Esta pregunta es si vale la pena ser moral, si hay una justificación –cualquiera– para serlo. Y si uno puede ser moral incluso a través de la violencia. En su última película, lo ominoso está personificado en esa juventud inexplicable que mezclaba sin ningún problema el “paz y amor” con el asesinato. Cualquiera que analice el cambio de actitud de los familiares de Tate respecto de la película –inicialmente, su hermana se negó rotundamente a dar su autorización, pero cambió de opinión al leer el guion– pensará que en Once Upon a Time in Hollywood hay gato encerrado. Mientras esperamos poder verla, es posible volver 25 años atrás, escuchar a Dusty Springfield cantar “Son of a Preacher Man” y rememorar a Samuel Jackson citando mal a Ezequiel 25:17 para enfatizar lo sagrado de la venganza.