Hace algún tiempo en Montevideo, un músico uruguayo de gran trayectoria y una solista argentina, mucho más joven, armaron juntos un recital. Él subió primero; habló de ella de un modo precioso –la apadrinó, con todo lo que eso implica– y después cantó sus últimas composiciones. Como buen anfitrión, en su repertorio incluyó una canción compuesta por la muchacha. Escucharlo fue increíble, como siempre; a mí me encanta su música. Después subió ella. Tenía un vestuario impresionante, escotado y sexy, y encima una especie de bata de terciopelo. Ese look le daba un swing de boxeadora y armaba un combo de alto impacto con sus canciones contestatarias y su voz de gran caudal. Solita sobre el escenario, la cantautora estremeció la sala y emocionó a una audiencia que la conocía poco o nada.
Todo venía para una noche perfecta, de esas memorables, de la cultura montevideana. El problema fue al final, cuando ella llamó al músico uruguayo, veterano y consagrado, a subir al escenario para tocar una juntos. Lo presentó con visible admiración, confesando que había pedido por favor que fuera él quien la acompañara en ese toque, porque era una de sus primeras presentaciones en Uruguay; dijo que lo seguía desde siempre, que se sentía completamente agradecida de que él hubiera aceptado compartir la noche. Un aplauso cerrado del público acompañó cada paso que él dio con su estampa ganadora –merecidamente ganadora– sobre el escenario. El gran músico se acercó al micrófono, miró a la muchacha y le estampó: “Pero qué divina que estás vestida así. Parecés una matrona de quilombo”.
Muy pocos se rieron del chiste. Lo primero que ella hizo, casi inconscientemente, fue tratar de taparse el cuerpo, de cerrarse la bata para no quedar tan expuesta. Todo su pecho, que hasta ese momento había lucido abierto y luminoso, se cerró hacia adentro, como cuando alguien se encorva de repente. El tiempo se estiró en una incomodidad casi tangible hasta que ella sonrió, por supuesto; salió de la situación con la mayor gracia que pudo y ambos tocaron una versión desangelada de una antigua canción del uruguayo.
Aunque la lectura de todos sus gestos me dijo que sí, que había sido horrible para ella, nunca sabré a ciencia cierta si se sintió tan incómoda como yo. Por un momento pensé que, al otro día, ella saldría a decir algo públicamente, pero enseguida me di cuenta de que habría significado un suicidio artístico. ¿Qué iba a decir? Si el tipo la había apadrinado, si se había portado como un gran anfitrión. Porque además, vamos, ¿quién puede tomar eso como violencia? No tiene importancia, fue sólo un chiste.
En la cena posterior al toque no podía parar de pensar: ¿alguna otra mujer de las que estaban en la sala habría registrado la impunidad de la escena, el pequeño despliegue de poder que significó? ¿O todas siguieron como si tal cosa, como si aquello no hubiera sucedido? El solo hecho de que el tipo le hubiera hablado de la ropa que llevaba ya había sido raro, pero, además, la comparación, la referencia al prostíbulo, y justo en el momento de mayor exposición y vulnerabilidad: el escenario. Porque la muchacha no se lo esperaba, de eso doy fe; y si ella hubiera sido un él, no hubiera sido posible un “chiste” que doliera tanto.
Cuando comenté el hecho con varias personas del medio, me contestaron: “y qué esperabas si él es así, si es capaz de decir cualquier cosa”. Algunas mujeres músicas me lo confirmaron: “bueno, sí, suele decir cosas incómodas”. Varios me pidieron que lo comprendiera, que es de otra generación, que no es tan grave. Porque claro, estamos acostumbrados a esas cosas: la edad, el poder, el talento y la trayectoria dan permiso para desubicarse, para lastimar, para exponer a las mujeres, para reírse de ellas en público.
Este músico uruguayo es inmensamente valioso y no va a dejar de serlo nunca, por supuesto. Su sensibilidad y la mía siempre estuvieron cerca; su trabajo solía enamorarme, tal vez como el de ningún otro músico de su generación. Pero algo cambió de forma irremediable en mi manera de escucharlo; algo se modificó en el puente de significados que nos comunicaba. La rebeldía de su personaje, esa sofisticada simpleza que tanto solía identificarme, ahora me resulta dolorosa, incómoda y triste. Porque el arte no es eso trascendente, inmutable, que está por fuera de las épocas: es, por el contrario, lo que mejor dialoga con su tiempo para revelarlo, para mostrar quiénes somos hoy, lo que pudimos hacer con nosotros mismos.
Sólo espero que en el futuro la muchacha maravillosa de la voz enorme vuelva al Uruguay en una noche más amorosa y feliz, donde pasen otras cosas. Deseo que siga cantando con el pecho desnudo y abierto, y que le sobre coraje para ser mariposa. Seguro que así será.