Hace algunos meses me topé con un video de una visita del comediante Bill Hader al late show de Conan O’Brien. Parecía otro de esos videos de tres minutos hechos para ser virales, en los que un actor hace gala de sus habilidades para la imitación de íconos de Hollywood. Era algo más. A los diez segundos, el rostro de Hader cambia por completo y adquiere los rasgos de Schwarzenegger, una máscara digital perfecta aprovecha su gestualidad para crear un efecto de apariencia asombrosamente real. Las transiciones son tan sutiles que hay que avanzar fotograma a fotograma para captar el momento en el que un rostro se convierte en otro. El efecto es divertido, sí, pero inquietante.
Esa tecnología se llama deepfake y el salto exponencial de su desarrollo es reciente (la visita de Hader al programa fue hace cinco años, pero el video trucado tiene sólo seis meses). Quizá algunos recuerden que en 2017 la Universidad de Washington utilizó esta tecnología para crear un Barack Obama digital indistinguible del real. Lo hicieron proporcionándole 14 horas de videos de Obama a una inteligencia artificial capaz de sintetizar imágenes a una velocidad tal que ningún ojo humano podría notar nada extraño. Para el que no estuviera advertido, el Obama digital sería, a todos los efectos, el verdadero.
Un tiempo después, el comediante Jordan Peele utilizó la tecnología deepfake para personificar a Obama y dar un mensaje contra las fake news que comienza así: “Estamos entrando a una era en la que nuestros enemigos pueden hacer que parezca que alguien está diciendo algo. Por ejemplo, podrían hacerme decir cosas como: ‘El presidente Trump es un total y completo idiota’”. Llegado a este punto, Jordan Peele hace su aparición (Obama sigue en la otra mitad de la pantalla, los labios de ambos están sincronizados): “Este es un tiempo peligroso”, advierten Peele y el Obama sintético al unísono. “La forma en la que avancemos a través de la era de la información va a ser la diferencia entre sobrevivir o convertirnos en algún tipo de distopía bien jodida.”
El pasado 21 de noviembre se divulgó un video de un discurso de Nixon anunciando la muerte de Armstrong y Aldrin en el intento de alunizaje. “El destino quiso que los hombres que fueron a la Luna a explorar en paz, se queden en la Luna para descansar en paz.”. Ese discurso estaba escrito, pero jamás fue pronunciado, nunca fue filmado. Los desafío a que busquen el video y traten de encontrar algún indicio a simple vista de su fraudulencia.
La tecnología deepfake podría, en un futuro cercano, destruir el valor de prueba de los registros fílmicos o, al menos, erosionar nuestra confianza en ellos. Una vez dinamitado el valor de las pruebas concretas, sólo quedará la fe, tan peligroso como suena.
Sí, tenemos preocupaciones más acuciantes que la inminencia de una expansión masiva de la deepfake, pero creo que estos ejemplos pueden ayudarnos a entender la forma en la que se está produciendo una construcción de sentido que actúa, a fin de cuentas, como una inmensa deepfake. ¿Qué es un relato político-mediático si no un dispositivo que deforma la fisonomía de la realidad? Cuando los hechos son inocultables, se pone en marcha la creación de una narrativa que ordena los sucesos para ofrecer una cara alternativa: una oportunidad para que los creyentes canalicen su fe.
Así, el golpe de Estado en Bolivia adquiere el carácter de un levantamiento democrático contra un tirano que buscaba perpetuarse en el poder; así, las masivas manifestaciones a lo largo de todo Chile son ataques orquestados por un enemigo poderoso contra el orden democrático. Ninguna posibilidad es demasiado inmoral, demasiado cínica, si hay alguien dispuesto a creerla.
En Argentina pasaron de estar al borde de conseguir el objetivo de Hambre cero en 2015 a declarar la emergencia alimentaria en 2019; sin embargo, el gobierno que consiguió esa tristísima cucarda también obtuvo el 41 por ciento de los votos en octubre. ¿No es ese, a pesar de la derrota electoral, un triunfo del relato? Y ese triunfo, ¿no es también la victoria de los que han conseguido socavar los argumentos, las pruebas, los elementos tangibles de la realidad para poner en su lugar la emoción, el miedo o el odio? ¿Por qué nos cuesta tanto comunicarnos con los que piensan distinto? Porque ellos, en su crispación, no ven nuestra cara, ven una máscara distorsionada que nos representa. Nos han construido para ellos. Nos han relatado. ¿Y nosotros? ¿Qué vemos nosotros al verlos? ¿Qué es lo que no vemos? ¿Cuál es la máscara que nuestro relato les ha colocado?